Al pie de los acantilados calcáreos de Normandía, entre las verdes praderas donde pastan las vacas y el mar bravo del canal de la Mancha, se juega el futuro atómico de Francia. La central nuclear de Penly es el lugar elegido para instalar dos reactores de nueva generación, primera fase del plan de Emmanuel Macron para combatir el cambio climático y asegurar la independencia energética.
Lo anunció el presidente de la República en un discurso televisado el 9 de noviembre, y dio así un vuelco a la discusión sobre una fuente de energía que parecía obsoleta tras el accidente en la central japonesa de Fukushima en 2011. “Por primera vez en décadas”, dijo, “vamos a relanzar la construcción de reactores nucleares en nuestro país y seguiremos desarrollando energías renovables”.
Macron no ofreció más detalles, pero el gigante público Électricité de France (EDF) trabaja con la hipótesis de seis reactores del tipo EPR2 que entrarían en funcionamiento entre 2035 y 2040 y costarían 46.000 millones de euros. En octubre Macron ya anunció una inversión de 1.000 millones de euros en mini-reactores del tipo SMR.
Francia es el segundo país del mundo con más centrales, 56, y el segundo productor de energía nuclear, después de Estados Unidos. El 70% de su electricidad proviene de esta fuente.
En Penly, donde funcionan dos reactores desde los años 90, y en los pueblos de este rincón bucólico de Francia, las palabras de Macron sonaron a gloria. Se calcula que la construcción de los nuevos reactores creará 10.000 empleos y asegurará durante décadas la supervivencia de la central.
”Si consideramos que la prioridad política es luchar contra el calentamiento global, no hay solución sin la energía nuclear”, considera Sébastien Jumel, 49 años, diputado del Partido Comunista Francés (PCF) en la Asamblea Nacional y exalcalde de Dieppe, el puerto pesquero de 30.000 habitantes a 15 kilómetros de la central nuclear de Penly y a 40 de la central de Paluel. “Yo no estoy de acuerdo en muchas cosas con el presidente de la República, pero creo que ha tomado la decisión correcta”.
El argumento de Jumel, y el de Macron, es que, únicamente con energías renovables, la eliminación de las emisiones de CO2 en 2050 es inalcanzable. Según los estudios en los que se basa el Gobierno, el objetivo de cero emisiones puede alcanzarse sin nucleares, pero saldría más caro, o exigiría una reducción del consumo eléctrico drástico que las sociedades occidentales no parecen dispuestas a hacer. Para Jumel, la prioridad es que esté en manos de una compañía pública, como es el caso con EDF en Francia.
“La energía nuclear no es ni de izquierdas ni de derechas: es pragmática”, añade el diputado comunista en el aparcamiento de Penly en lo alto del acantilado.
La fe atómica está extendida en Francia, al contrario que en la vecina Alemania. Después de Fukushima, la canciller Angela Merkel anunció el apagón nuclear: las últimas centrales deberían cerrar a finales de 2022. España prevé apagar las suyas en 2035.
El átomo es un fundamento de la soberanía francesa desde mediados del siglo pasado. Pese al peligro de catástrofe y al problema del almacenamiento de los residuos tóxicos, casi no emite gases de efecto invernadero y libera al que la usa de la dependencia de los productores como Rusia o Arabia Saudí.
La soberanía también es geopolítica gracias a la disuasión nuclear. Tras la salida de Reino Unido de la Unión Europea, Francia es el único país del club con la bomba atómica que, junto al sillón permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU, la eleva por encima de lo que sería el poder objetivo de una potencia media europea.
“Hay que razonar en el espíritu de nuestros padres y abuelos para entenderlo”, dice Jean Guisnel, coautor de Le président et la bombe (El presidente y la bomba, no traducido). “Entre 1870 y 1940 Francia fue invadida tres veces por tropas extranjeras. Es así de simple. Por eso la posición de la clase política francesa, sin excepción, consiste en garantizar la soberanía nacional y la integridad del territorio gracias a lo nuclear. Y esto no cambiará”.
Macron hizo explícita la doctrina en un discurso de febrero de 2020: “Si por ventura un dirigente de Estado subestimase el apego visceral de Francia a su libertad y pensase en atacar nuestros intereses vitales, sean cuales sean, debe saber que nuestras fuerzas nucleares son capaces de infligir daños absolutamente inaceptables a sus centros de poder”.
Guisnel explica por videoconferencia que, en Francia, la conexión entre el uso civil y militar de la energía nuclear es íntima. “Es el mismo tema”, dice, “la misma gente, el mismo proyecto”.
Durante una década todo les parecía ir en contra del campo pronuclear. Fukushima y la renuncia alemana. El envejecimiento de las centrales construidas a partir de los años 70 como resultado del llamado plan Messmer, por el nombre del primer ministro gaullista que, en plena crisis del petróleo, impulsó la nuclearización. Los retrasos y la explosión de costes en la construcción del nuevo reactor EPR en la central de Flamanville, también en Normandía. El cierre de Fessenheim, junto a la frontera con Alemania. Las dudas de los presidentes sucesivos, incluido Macron hasta hace poco.
Y de repente, los astros se alinean. El cambio climático no espera al desarrollo de las renovables. A esto se añade el encarecimiento de la energía en este otoño de 2021 y un ambiente preelectoral en Francia: las presidenciales son el próximo abril. El discurso predominante a izquierda, centro y derecha coincide: con la pandemia y la inestabilidad global, es prioritaria la soberanía. No solo la energética y militar. También la industrial.
“Sin la industria nuclear no es posible que el país vaya hacia arriba”, sostiene a las puertas de la central Nicolas Vincent, 42 años, delegado de la Confederación General del Trabajo (CGT) en Penly donde trabaja con el equipo que maneja el reactor. El suyo no es un empleo cualquiera, dice: él fabrica electricidad. “Trabajo para la nación, para el bien de todos, el bien común”, se enorgullece.
Françoise y Richard Kobylarz, 69 y 70 años, profesores jubilados en Dieppe, no están convencidos. Con el Colectivo Antinuclear Dieppe, llevan años intentando persuadir a sus conciudadanos del peligro de las centrales vecinas (Penly y Paluel), sin demasiado éxito.
“La gente vive en la negación total: este es el país más nuclearizado del mundo por número de habitantes”, analiza Richard en el salón de su casa. Apunta Françoise: “Es una megalomanía: Francia tuvo el Concorde… Nos encantan las cosas enormes. Pero termina mal. Es una huida miserable hacia adelante”.
Entre los obstáculos del plan Macron figura el coste y el tiempo de construcción. El antecedente de Flammanville –empezó a construirse en 2007, debía costar 3.000 millones y ya ha costado 19.000, y todavía no está en funcionamiento– no es alentador.
Mientras, en Penly y en los pueblos de los alrededores, pueblos dotados de escuelas modernas e infraestructuras culturales y deportivas poco habituales en la Francia rural, se preparan para la nueva década prodigiosa que doblará la población. “Vendrán 10.000 trabajadores. Será complicado. Habrá que albergarlos. Y construir aparcamientos”, dice en su despacho Patrice Philippe, alcalde de Petit-Caux, el municipio de 9.500 habitantes que engloba los pueblos de la central. “Trabajamos en ello”.
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