Fuego amigo contra Joe Biden


Un grupo de activistas en kayak se presentó esta semana ante el casa-bote en la que vive el senador Joe Manchin cuando se encuentra en Washington para protestar y conseguir que vote el gran programa de gasto social que está tratando de sacar adelante el Partido Demócrata, un plan estrella de la Administración de Joe Biden. Unos días antes, a la senadora Kyrsten Sinema, un grupo de manifestantes la increpó durante su vuelo a la capital. Ni Manchin ni Sinema son, sin embargo, las puntas de lanza de la oposición republicana, sino los dos legisladores demócratas moderados que han obligado a reformar las propias reformas del presidente, enfrentado ahora a la presión de unos y el desencanto de otros, mientras su popularidad cae en picado.

El gran programa demócrata, que se llama Build Back Better (Reconstruir mejor) y supondría la mayor ampliación de la cobertura social en Estados Unidos desde Lyndon B. Johnson, en los años sesenta, incluye subvenciones fiscales por hijo o familiar dependiente, una extensión de las ayudas a personas mayores y desfavorecidas y, al menos hasta ahora, un paquete de medidas de calado en la lucha contra el cambio climático y la potenciación de las energías renovables. Esta última pata medioambiental es la que Biden estudia cómo rediseñar tras el rechazo frontal de Manchin, cuyo Estado, la conservadora Virginia Occidental, tiene precisamente en las minas de carbón un crucial yacimiento de empleo. El conjunto del plan planteado estima un presupuesto de 3,5 billones [unos tres billones de euros], pero es probable que quede reducido a menos de 2,5.

Porque, a diferencia de lo que le ocurría a Lyndon B. Johnson, Joe Biden tiene los escaños justos en el Congreso. El presidente que firmó la ley de Medicare (la de la sanidad pública para los jubilados) en 1965 contaba con una supermayoría demócrata en el Congreso, con dos tercios de los escaños del Senado, y aun así le llevó trabajo convencer a su sector moderado. Medio siglo después, en 2011, cuando Barack Obama impulsó su reforma sanitaria, también gozaba de una posición más holgada en ambas Cámaras legislativas (con 57 demócratas y dos independientes en el Senado).

Joe Manchin ha alertado contra los riesgos de inflación en Estados Unidos, el aumento de la deuda pública y, algo más abstracto y profundo, el temor a “transformar la sociedad estadounidense hacia una mentalidad de privilegios adquiridos”, como declaró a principios de este mes en el Capitolio. En una tribuna previa, en The Wall Street Journal, titulada Por qué no apoyo gastar otros 3,5 billones, glosó su argumentario y apuntó: “Establecer una cifra de gasto artificial de 3,5 billones y después cambiar de forma partidista las políticas sociales que tú crees que deberían financiarse públicamente no es hacer buena política”.

Kyrsten Sinema, primera demócrata en ganar un escaño en el Senado por el Estado de Arizona en 30 años, ha defendido desde que llegó al Senado tras las elecciones de 2020 su vocación de trabajar de forma “bipartita” con los republicanos, como mostró el proyecto de infraestructuras -también presentado por la Administración de Biden y pendiente de ratificación-. “El pueblo americano no quiere vernos sentados sobre nuestras manos, esperando a que consigamos cada una de las cosas que queremos. Ese enfoque de todo o nada suele dejarte con nada”, decía este verano en una entrevista en la radio pública.

Ambos políticos han batido un récord de donaciones en el tercer trimestre del año, gracias a importantes aportaciones procedentes del sector energético, farmacéutico y financiero, según los datos registrados y publicados por el Financial Times. Manchin logró 1,6 millones de dólares, frente a los 1,5 millones del segundo trimestre y los tan solo 175.000 dólares del primero. Sinema, por su parte, se hizo con 1,1 millones, cerca del segundo y a años luz de los 175.000 dólares del primer trimestre. Todo ello, pese a que no aspiran a la reelección de sus escaños hasta 2024.

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Al flanco progresista del partido, por su parte, se le agota la paciencia y también presiona a la Casa Blanca. “No se puede permitir que dos senadores tumben lo que quieren 48 senadores y 210 miembros de la Cámara”, se ha quejado el izquierdista Bernie Sanders, senador por Vermont. “Cada sondeo que veo refleja un apoyo enorme a este proyecto de ley”. En una línea similar, Pramila Jayapal, presidenta del caucus Demócrata del Congreso, señaló: “Un 4% de demócrata se está oponiendo a la agenda del presidente”.

La presidenta de la Cámara de Representantes, la veterana Nancy Pelosi, ha comenzado a poner paños calientes y preparar a los legisladores para votar unos programas económicos que no cumplen el 100% de lo planteado. “Estoy muy decepcionada”, admitió esta semana, “porque no vamos con el plan original de 3,5 billones, pero hagamos lo que hagamos, tomaremos decisiones transformadoras”.

El tamaño de lo público en la economía, el nivel de intervención del Estado, es el debate de fondo. Biden inauguró su presidencia con el mensaje de que una crisis monumental requería un Gobierno fuerte y amplio. Pero hay más proyectos en el limbo. La Administración de Biden ha logrado sacar adelante la nueva legislación de derecho de voto, en un momento en el que los Estados conservadores ponen cortapisas que, en la práctica, lastran el acceso de los desfavorecidos y las minorías. El motivo es que no basta una mayoría simple en la Cámara alta, sino que hacen falta 60 de los 100 votos el juego -los demócratas tienen 50 escaños, más el voto de calidad de la vicepresidenta, Kamala Harris-.

Mientras, la popularidad de Joe Biden ha bajado con fuerza. Entró en la Casa Blanca, el 20 de enero, con un ratio de aprobación del 57%, según Gallup, una firma de sondeos de referencia en Estados Unidos, pero en agosto, tras los primeros siete meses de poder, ya había quedado por debajo del 50% y a mediados de septiembre, el último dato disponible, se encontraba en el 43%. El demócrata obtiene mejor nota que Donald Trump tras el mismo tiempo de presidencia (37%), aunque queda a nueve puntos de Barack Obama (53%), debido, sobre todo, a la caída en picado que ha sufrido en el apoyo de esos votantes independientes que querían dejar atrás los estrambotes de su predecesor republicano: si un 61% de ellos le arropaba cuando juró el cargo, ahora solo lo hace el 37%.

Las dudas económicas, el repunte de la pandemia durante el verano y las reformas que han quedado estancadas figuran entre los motivos del desencanto. También la política migratoria, que ha mantenido algunos elementos restrictivos de la era de Trump, y el descalabro que supuso la retirada de Afganistán pasan factura. A pocos días de cumplirse un año de su victoria electoral, ese cambio de paso que dio Estados Unidos, a un Biden que saca pecho de sus años en el Capitolio le interesa demostrar que puede sacar adelante su legislación estrella.

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