Gabriela Wiener: “Ya no creo en ningún dogma y menos en el del poliamor”

La escritora peruana Gabriela Wiener, este jueves en el Museo de América de Madrid.
La escritora peruana Gabriela Wiener, este jueves en el Museo de América de Madrid.Inma Flores

Recorremos el Museo de América de Madrid por una razón muy personal: el tatarabuelo de Gabriela Wiener fue uno de esos exploradores del siglo XIX que se lanzó a la búsqueda de tesoros y se trajo nada menos que 4.000 piezas precolombinas como las que aquí nos contemplan. Las suyas están en un museo de París, pero son parecidas a las que alojan estas vitrinas llenas de figuras, hachas, plumas y representaciones de un mundo indígena saqueado por gente como él. Su historia, la de ese Charles Wiener que mientras se llevaba esos tesoros de Perú dejaba allí la semilla de un tal Carlos que tuvo diez hijos, uno de los cuales tuvo a otro que tuvo a otro que tuvo a Gabriela en Lima en 1975, es la que ha investigado esta escritora en su nuevo libro, Huaco retrato (Literatura Random House), repleto de un esfuerzo por descolonizarse que alcanza el deseo, el sexo y el poliamor. Vamos por partes.

Pregunta. ¿Qué siente por ese tatarabuelo que enorgullecía a su familia?

Respuesta. Antes sentía ese oscuro orgullo por el apellido blanco y no por mi familia chola. Por ello había que analizar el libro que escribió y detectar todo lo eurocéntrico y racista que le hizo célebre, ir directamente a los huacos [objetos de cerámica en los sepulcros de los antiguos indios], comprender de qué lado estás y que tu identidad está escindida.

P. ¿Siente rencor por la colonización?

R. Más que rencor, es conciencia de la realidad. Se parece más a una herida abierta y compartida durante siglos que aquí es tratada con una frivolidad que raya en la crueldad, como cuando el PP se burla de los apellidos españoles de los latinoamericanos. ¡Es tan imperial todavía!

P. Se refiere a Aznar, a Ayuso. ¿Les mueve un sentimiento imperial?

R. Sin lugar a dudas. Han sumado el racismo colonial a su cruzada anticomunista.

P. Usted desciende por tanto de aquel Charles Wiener y de una mujer peruana a la que dejó embarazada y de la que nunca se supo más. ¿No cree que hay un clasismo en ese recuerdo familiar?

R. Sí, sí, viene todo junto. Es una memoria borrada por otra que se ha impuesto. Se reivindica al antepasado blanco de apellido europeo. De ahí el trabajo de descolonizarse que llevo a cabo en esta novela. Hemos tenido la maldición de Malinche, esas ansias de parecerse al colonizador y al blanco para no formar parte de lo feo, lo pobre, lo esclavo. En eso consiste la colonización. El complejo físico no es un acto solitario ni un problema mental, es algo estructural que viene de las miradas externas.

P. En su libro se percibe también muy fuertemente la herencia de ese primer bastardo, el hijo de Charles Wiener nacido cuando él ya se había ido. También de un niño que él compró allí a una indígena para llevarse a París. ¿Se siente usted bastarda?

R. Lo bastardo representa la memoria que activa el conflicto y me gusta mirarme como alguien que recuerda ese conflicto irresuelto. Mi tatarabuelo tiene en su libro ilustraciones para clasificar los perfiles raciales y de castas de finales del XIX. Está la mulata, la india, la negra… y está “la dudosa”, que para mí es un espejo en el que mirarme, como la bastarda. Y es con la que me siento más identificada. Mi libro está lleno de bastardaje, de apellidos que son y no son. Yo quería moverlo todo: el monolito familiar, el apellido, la blanquitud, el parentesco, el matrimonio, el amor. Quería conectar el pasado con el presente en el que intento llevar una vida amando a la europea, a lo poliamoroso, y entender.

P. ¿Y lo ha conseguido?

R. Literariamente sí. Personalmente, las cosas siguen abiertas, en conflicto.

P. Habla de un taller de descolonización del deseo. ¿Es el sexo una forma de colonialismo?

R. Sí. Cuando se habla de sexualidad se suele hablar de género, que crea desigualdad, pero también lo crea la racialidad. Para mí estar en Madrid en un comunidad de migrantes, todas con las mismas heridas, en las mismas calles, asambleas, manifestaciones, en las fiestas en las que nos sobamos, regodeamos y sudamos juntas y leer a Lucrecia Masson fue politizarme de otra manera. Nuestros cuerpos disidentes no cotizan igual en el mercado de los cuerpos, no nos hacen tanto caso en las fiestas blancas. Se trata de preguntarnos por qué solo hemos querido follar con blancos o blancas, por qué hemos hecho una jerarquía del amor. Por eso en mi novela hablo del taller de la descolonización del deseo, donde hay chiques para reencontrarse y follar entre ellas.

P. ¿Esto es real?

R. Está inspirado en mis vivencias reales en el movimiento antirracista de Madrid que además de política es fiesta, es encuentro y es corporalidad. Me parece fascinante esta deconstrucción.

P. Traza un hilo entre la bigamia de su padre, que estaba casado con su madre mientras tenía otra relación, y su propia opción del poliamor.

R. Sí, lo relaciono. Llevo mucho tiempo trabajando con el tema de mi relación no monógama. Quería revertir las dobles vidas de nuestras familias que tantos desarreglos nos dejaron y tanto desamparo y construir algo nuevo. Yo no quería vivir en un régimen de doble estándar ni de la mentira sino en algo distinto.

P. ¿Es el poliamor la solución?

R. No. Mi obra de teatro me sirvió para dejar de hacer propaganda sobre el poliamor. Estoy muy lejos de apuntalar una fórmula sobre otras. Se puede amar mal desde cualquier formato y bien también.

P. Se acusa a sí misma de cargarse el dogma poliamoroso. ¿Cuál es ese dogma?

R. Hay un momento en que el poliamor se vuelve una cuestión política, de militancia, también una moda, una coartada para algo. Hablaba de quienes lo abordan desde un constructo teórico. Yo he estado en ese lugar, he intentado poner en práctica todo lo que predicaba. Pero vivo con mis contradicciones, no hago propaganda, creo profundamente en diversificar el amor, en deconstruirlo, en despatriarcalizarlo pero no creo en ningún dogma y menos en el amoroso, ¡qué es eso!, y menos en el poliamoroso porque yo misma me he tropezado ahí mil veces.

Wiener se queda en el museo tras la conversación. No quiere perderse ni una de las figuras que cree deben regresar. “Deben devolver el oro”, ríe y termina.


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