El 12 de agosto de 2018, Chris Watts, un tipo de Colorado, atento marido y padre solícito, se metió en la cama sabiendo que, cuando despertase, iba a matar a su mujer y a sus dos hijas, de tres y cuatro años. Es incapaz de explicar por qué, pero le pareció la forma más sencilla de empezar de cero. Las mataría, las enterraría, y luego volvería a casa. Después podría salir a cenar con su amante sin preocuparse por si su mujer se enteraba. Pero antes tendría que fingir que había sido ella quien se había ido de casa y se había llevado a las niñas. Y tendría que hacerlo ante un montón de cámaras, las que permitirían a Jenny Popplewell, directora siempre en busca de otros caminos para el cine documental, inventar el true crime que se cuenta a sí mismo.
Porque eso es el último fenómeno de Netflix, El caso Watts: el padre homicida, una pirueta narrativa fruto de estos hiperdocumentados tiempos en los que cualquiera es capaz de producir el suficiente material como para que la posteridad no te olvide si te necesita. Es el caso de Shanann Watts. Cada día tres mujeres son asesinadas por sus parejas en Estados Unidos. Shanann fue una de las tres del 13 de agosto de 2018. Acababa de volver a casa. Había pasado el fin de semana con unas amigas en Arizona. La última imagen que se tiene de ella es entrando en casa con las maletas. En realidad, la última que se tiene, por más que no pueda vérsela, solo intuírsela, es de ella ya muerta, siendo cargada como un fardo en la camioneta de su marido.
Una cámara de seguridad grabó ambas imágenes. Son las únicas que no hablan, las únicas que guardan silencio, marcando el punto de no retorno, el antes y el después del asesinato, aquello que, como en la visionaria novela de no ficción A sangre fría, no se cuenta hasta el final. La estructura del clásico de Truman Capote presenta el lugar y los personajes, y deja un agujero en el centro de la narración que solo llena al final, después de la condena, exactamente igual que la cinta de Popplewell. Quien se encarga de la primera parte es la propia Shanann. Es ella quien, a través de Facebook, se presenta —la madre perfecta y exigente, siempre cámara en mano— y presenta a su familia —las revoltosas y simpáticas niñas, el encantador marido— en infinidad de publicaciones diarias.
A lo que Shanann decide mostrar se contraponen los mensajes de WhatsApp que intercambia con sus amigas, evidenciando el abismo entre la vida pública, aquello que mostramos, y lo que ocultamos. Es decir, el documental, y el hilo de Ariadna del que tira Popplewell para salir de tan macabro laberinto, se construye a partir de unos personajes que se presentan a sí mismos como tales. Y así las redes sociales aparecen como espejo de una realidad parcial, deformada por el deseo de quien sujeta la cámara de que todo vaya siempre esplendorosamente bien. La sonrisa perpetua de Shanann, incluso cuando habla de un pasado complicado y una enfermedad igualmente complicada —el lupus— choca frontalmente con los mensajes que enviaba por las noches a sus amigas.
En la intimidad, Shanann se preocupa por lo distante que se muestra un marido que, para sus seguidores en Facebook, y su propia familia, era más que un buen hombre, “el mejor hombre que podría haber conocido”. Gracias al milagro del vídeo casero, el espectador asiste incluso a la boda de la pareja, y oye a sus padres decirlo. En menos de una hora, ese mismo espectador oirá a ese mismo padre pedir a los seguidores del crimen en Facebook que dejen de juzgar a su hija. Otra de las lecciones del escalofriante relato de Popplewell es la de la doble realidad, porque, desde que existen las redes, existen dos mundos paralelos, uno ahí fuera y otro ahí dentro, y van a juzgarte por tu manera de exponerte y por la clase de persona que has pretendido ser y quizá nunca fuiste.
Pero lo verdaderamente terrorífico de El caso Watts es poder viajar al momento exacto en el que el asesino vuelve a casa después del trabajo y finge todo el tiempo. Finge delante de la cámara que los policías llevan en el pecho, finge en la sala de interrogatorios, finge ante las cámaras de televisión. Eliminando el filtro de la ficción, e incluso el de la no ficción —pues el true crime de Popplewell elimina todo filtro posible—, la realidad se vuelve insoportable, dolorosamente absurda. Expuesto el sinsentido de tan macabro acto de egoísmo —“tío, ¿por qué no te divorciaste, como hace todo el mundo?”, le pregunta alguien en un momento dado—, inexplicable para el propio asesino, tan falto de empatía, tan cobarde y a la vez tan iluso que creía poder borrar de la faz de la Tierra a su mujer y a sus hijas sin consecuencias, la sensación es la de que una parte de la sociedad se cree dueña aún de todo.
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