Georgina, los ricos también bostezan

Las sinopsis de Netflix son un género literario que combina como ningún otro la pereza y el lugar común, con atrevidas incursiones en la agramaticalidad. De tanto leerlas, adivino timidísimas chispas de sarcasmo que tratan de no ser detectadas por el algoritmo. Hay ahí un redactor que pide auxilio y no le hacemos caso. La sinopsis de Soy Georgina dice: “Un retrato emotivo y exhaustivo de su vida cotidiana”. Lo de emotivo será por adjetivar algo, pero lo de exhaustivo tiene que ir con segundas. En inglés pone in-depth portrait (retrato profundo), lo cual es más hiriente, porque no se puede retratar en profundidad algo tan a ras de superficie. Exhaustivo es más riguroso: ver Soy Georgina te deja exhausto.

Al principio, se disfruta. Todo lo kitsch seduce un ratito, y las primeras secuencias son un despiporre de horteradas. Te frotas los ojos, incrédulo: nadie es tan fiel a su propio tópico. Confías en que haya algo más. En algún momento se desharán las apariencias y emergerá una persona compleja, como la María Antonieta de Stefan Zweig. Soy un espectador generoso y espero los giros de trama con ilusión. A lo mejor Cristiano Ronaldo suelta un aforismo tan hábil como sus regates, por ejemplo. Pero no. Los minutos pasan y pasan, mostrando una vida aburridísima que no envidio nada desde mi pobreza de Ikea. Si el peaje para que Georgina te invite a su yate en Mónaco es aguantar una tarde de petardeo con sus amigos, limpiando las huellas dactilares de su colección de bolsos, prefiero mil veces la indigencia y pagar las cuotas de autónomos de Escrivá.

Lo peor es que no sé si el documental está contado a favor o en contra. A ratos parece un esperpento, y a ratos, una vida de santos. Hasta el narrador bosteza y renuncia al punto de vista. Qué horror.

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