Gipuzkoa, leyenda ballenera

Un tren de mercancías zumba en la ladera pocos metros por encima del puerto. En los edificios colindantes, siete obreros trajinan sobre un andamio mientras grúas estibadoras elevan contenedores del interior de un par de barcos. El sol es tenue y abunda la nube gris sellando una arquetípica estampa industrial. En Pasaia (Pasajes, en castellano) se trabaja en, por y para el mar. Este pueblo guipuzcoano emana una densidad dickensiana y guarda un tesoro consecuente que se puede visitar subiendo al barquito que zarpa del puerto y amarra en el recodo de la bocana al filo del mar abierto: los astilleros de Albaola.

Albaola se creó a partir de una trainera del siglo XIX replicada por Xabier Agote mientras estudiaba carpintería de ribera en Maine (EE UU), donde también investigó cómo las ballenas habían motivado a los vascos que tan decisivamente influyeron en el diseño de barcos mundial. Durante siglos, los vascos cazaron a las que cruzaban frente a sus costas. En concreto, a la ballena llamada franca. Capturaban tantas que esa ballena recibió el sobrenombre de vasca. Cuando descubrieron que Terranova y la costa canadiense eran un caladero de cetáceos, perfeccionaron sus naves y enviaron a miles de personas a cazarlos y procesarlos, desde la carne hasta el saín, ese aceite preciadísimo. Dicen los historiadores que, durante siglos, nadie cazó más que ellos. Y el presidente estadounidense Thomas Jefferson sentenció: “Los primeros fueron los vascos”. Es decir, antes que Moby Dick y el capitán Ahab, los vascos ya estaban ahí.

Evidencias de este tipo pueden hallarse en el museo de Albaola en un rehabilitado astillero que permaneció inactivo 20 años (es imprescindible reservar la visita; albaola.com). El museo también exhibe y vende reproducciones de ballenas de juguete, esbozos, dibujos y maquetas de embarcaciones, libros que contextualizan la historia marítima autóctona además de presentar una ristra de acontecimientos que introducen al legado de los ingenieros navales euskaldunes a lo largo de la historia. Lugar destacado ocupa la portada que National Geographic dedicó en 1985 al descubrimiento de los restos de la nao San Juan en Canadá, que se hundió en Red Bay en el año 1565. El hallazgo certificó la importancia que los balleneros vascos habían tenido a escala global, detonando una serie de prospecciones y proyectos que catapultaron a lo que hoy es la factoría Albaola. Por eso, visitado el museo, una puerta da acceso a la nave donde 18 estudiantes y 6 expertos en carpintería de ribera trabajan simultáneamente en tres embarcaciones. Ahora la más primorosa es un barco corsario de 15 metros de eslora. Por doquier hay sierras y martillos y, sobre todo, madera seleccionada de árboles escogidos para replicar de un modo exacto las naves del siglo XVI en adelante.

Recreando la nao ‘San Juan’

Atravesando el taller, una nueva puerta introduce al hangar donde se trabaja en la que debe ser la obra estelar de la factoría: la reproducción de la nao San Juan. Un coloso de otro tiempo que empezó a levantarse en 2013 y que, si bien la pandemia y diversos imponderables han retrasado su botadura, Mikel Leoz, técnico en patrimonio marítimo, calcula que en 2022 podría estar “en orden de navegación”.

En condiciones normales se podría volver a Pasajes de San Juan siguiendo un caminito costero que vadea la falda del monte Ulía, pero los desprendimientos de rocas han prohibido temporalmente el paso, de modo que, hasta nueva orden, los visitantes solo pueden llegar al astillero con barca. El caminito lleva a la orilla de San Pedro donde amarra el bote conocido como La Motora, que por 80 céntimos cruza en dos minutos la bocana de unos de los puertos naturales más hondos del Cantábrico hasta la orilla de San Juan. San Juan y San Pedro eran antiguas aldeas donde vivían pescadores y pilotos marinos, y recibieron el nombre de sus respectivas iglesias parroquiales. La Motora es un botecito verde a motor. En realidad, hay dos motoras y cuatro boteros que se turnan el pilotaje. Todos hombres, aunque Txarli, con 10 años de botero, recuerda que durante décadas esta profesión incumbió a las mujeres porque Pasajes se quedaba largas temporadas sin hombres, que se embarcaban para pescar, muchos de ellos ballenas. Al borde del agua, la estatua de una batelera honra a aquellas remeras que cedieron su profesión a los varones cuando el negocio ballenero se derrumbó a causa de la competencia inglesa, islandesa o canadiense, y de las leyes que vetaron navegar ciertos mares dejando a miles de pescadores en paro.

La última batelera murió contando 100 años, parece que remar es sano, pero la tradición ha pervivido en, por ejemplo, el creciente número de equipos que disputan la Liga Femenina de Traineras, constituida en 2009. Los hombres empezaron la suya seis años antes, y unos y otras se convierten en los deportistas estrella del verano, cuando no hay fútbol y la afición se vuelca en las carreras. El equipo femenino más laureado de la competición es el de Pasajes. La importancia de remar deprisa también tiene que ver con la pesca previa al motor. Por un lado, tras la faena de madrugada, el barco que llegaba antes a puerto podía vender sus capturas a mejor precio. Por otro, la primera chalupa que arponeaba con éxito a una ballena decidía la distribución de su carne, aceite, barbas…

Pasajes de San Juan era un puerto de despiece, en la cala de Alabortza había una rampa para el trámite, y cuentan que fue aquí donde descuartizaron a un cachalote presuntamente cazado por Franco. En el Aquarium de San Sebastián hay fotos de aquel cetáceo abatido, según la leyenda, por un dictador que le disparó “120 balazos de carabina”.

Estamos contando una historia de sangre, pero también de negocio y supervivencia, que, como dicen los historiadores, no puede medirse por el rasero actual. Entonces se iba a la ballena como hoy se va a la anchoa. De todas formas, lo de Franco fue otra cosa. Para aliviar la imagen del prócer de gatillo recalentado, vale la pena cruzar con La Motora en dirección inversa, de San Juan a San Pedro, como anualmente hacen los miles de peregrinos que siguen el Camino de Santiago de la Costa antes de encaramarse al monte Ulía rumbo a la colindante San Sebastián.

Una bestia frente al Kursaal

En el Ulía descolla la Peña del Ballenero, antigua atalaya que advertía sobre la presencia de cetáceos a los pescadores de San Sebastián, aunque ahora la fronda casi impide avistar el agua. Varias placas constatan su antiguo valor. Una de ellas asegura que ahí se divisaban gigantes en el siglo X. El monte deriva en el núcleo urbano de la capital de Gipuzkoa, donde el 28 de diciembre de 1950, frente al moderno Kur­saal, se expuso una ballena recién cazada invitando a comerla a quien fuera.

El paseo junto al mar, con los vuelvepiedras brincando por la escollera, lleva a las estribaciones del monte Urgull, que se derrama frente a la playa de la Concha. Al principio está el Aquarium. En la entrada, suspendido en el aire, flota el esqueleto de la penúltima ballena cazada con chalupas en el País Vasco. La última en perecer con arpón y boyas de arrastre, según Alejandro Larrodé, historiador del Aquarium de San Sebastián. En el piso de arriba se exhiben los huesos de un rorcual aliblanco que encontraron flotando en el Igeldo. A tres metros, un vídeo explica los rudimentos de la vida cetácea y, pocos pasos adentro, una maqueta reproduce el área de procesamiento de un poblado ballenero, distinguiendo hornos, cocederos, el taller de carpintería o los espacios para trocear carne y refinar aceite.

Los vestigios de tamaño natural se exponen tras la vitrina que muestra cuánto se aprovechaba la bestia, exhibiendo desde paraguas y corsés hechos con las barbas hasta huesos tallados que sirven de pasadores para tejer cuerdas y redes; o la grasa de la que se extraía saín para el alumbrado, impermeabilizar prendas y elaborar jabones; y el espermaceti, ese grial de los perfumeros. Además de las herramientas que refrendan el antiguo poderío siderúrgico vasco, porque al margen de los fuelles gigantes de madera y otras virguerías de ebanista destacan los fundidos del hierro, desde yunques hasta arpones, sangraderas y todos los aparejos pensados para el despiece y la caza que marcaron aquellos siglos. Curiosamente, exponer esta antigua y lucrativa industria de la muerte sirve hoy para repensar al animal, para quererlo a él y al mar. Por eso, Mikel Leoz, técnico de Albaola, propone “remar para establecer un vínculo”. Algo que puede hacerse alquilando kayaks o piraguas en los clubes deportivos costeros.

Otra forma de repensar las ballenas es imitar a antiguos atalayeros y subir a cimas como el Urgull o el Jaizkibel, la cumbre más alta de este litoral (545 metros). Es una excursión sencilla que premia con vistas majestuosas del golfo de Vizcaya, donde una vez brillaron lomos de inmensos mamíferos. El disfrute contemplativo lo rematan la bahía de Txingudi y las tierras interiores de Gipuzkoa y Lapurdi. Desde aquí es más fácil imaginar la dinámica de una captura. Al detectar al animal, el vigía hacía señales de humo, agitaba un trapo o hacía sonar campanas que impelían a docenas de pescadores a sus chalupas para remar a toda prisa hacia el lugar. Cabía la posibilidad de que fuera una chalupa sardinera la que en plena faena se cruzara con la bestia, y entonces sus tripulantes advertían a los demás “a la grita”, o sea, gritando, y como siempre llevaban un arpón a bordo, se transformaban de inmediato en balleneros.

Una vez capturada, la pieza casi no se consumía en Euskadi. La lengua, considerada exquisita, se enviaba a personas de alta alcurnia; el aceite recalaba en Francia, y la grasa, en el resto de España, Inglaterra y Holanda. Aunque antes de la época del Gran Negocio, cuando se pescaba por subsistencia, los restos menos valiosos se habrían entregado a la comunidad necesitada, mientras que la carne y las barbas se las habrían repartido los pescadores y la cofradía.

Como la cofradía donostiarra actual vela por el consumo doméstico, tiene un local en el casco viejo, junto al mar, que ofrece un fenomenal surtido de productos autóctonos, de la ventresca de Zumaia a la anchoa de Getaria, el bonito de Bermeo y la caballa de Ondarroa, conservas que se expiden al natural o maceradas con aceite de oliva virgen, a la donostiarra o ahumadas, a las que suman bebedizos de factura local como txakolis, sidras o cervezas, entre las que la marca Mala Gissona tiene por logotipo a una ballena.

Abandonando San Sebastián hacia el oeste, superada la rotonda donde una barca llamada Enara (golondrina) se adorna con la pinturita de un cetáceo, en 20 kilómetros se entra en Orio. Muchos barcos amarran junto al murete de la ría como si fueran caballos del Far West. Este es el lugar donde se mató a la última ballena en España con pescadores en chalupa. Fue el 14 de mayo de 1901, y ese día, cada cinco años, se celebra una fiesta que involucra a todo el pueblo fletando una ballena de corcho para representar aquel momento. Con matices, porque los últimos años a la ballena de corcho la tratan con mimo, reivindicando su valía y la necesidad de no repetir la historia.

Los grafitis que aluden a ballenas y peces menudean por la villa. Para evocar la histórica captura puede pasearse por la ría hasta el mar. La playa anexa casi siempre está moteada por surfistas. Ahí delante es donde apareció la ballena despistada, y al parecer herida, que salieron a cazar los oriotarras. Habían perdido la costumbre, no sabían cómo matarla, de modo que le lanzaron dinamita. No fue un método muy tradicional. Luego la arrastraron por la ría y, como hubo una disputa sobre la forma de repartir los trozos, el animal se acabó pudriendo. Aparcando las truculencias, el sacerdote Orbegozo escribió unos versos que describen el hito y se convirtieron en canción. Cuando el cantautor Benito Lertxundi la adaptó a ritmos más actuales, emergió como un himno de pescadores que no solo se canta en Orio. La letra de Balearen bertsoak se encuentra enmarcada en restaurantes, instituciones e incluso plazas como la que está detrás del Centro de Cultura, rubricando una inmensa composición de cerámica mural que recrea el acontecimiento. Al lado, la Sociedad Gastronómica Balea engalana su puerta con el rostro de los cinco patrones que gobernaban las históricas chalupas. Este año se cumplirán 120 años de “la última ballena”. Como las balas que, dicen, disparó Franco a una.

Orio es un pueblo en cuesta, pero las estupendamente bien conservadas fachadas barrocas y renacentistas que pertenecieron a armadores y exitosos comerciantes minimizan el esfuerzo en la subida. Además, las creaciones del artista nativo Jorge Oteiza añaden belleza a la incursión.

El Ratón de Getaria

Si el día es ventoso, puede parecer que diluvie en la carretera que bordea el mar rumbo a Getaria. El agua invade la pista añadiendo épica al espectáculo de barcos pesqueros que ofrece este fondeadero. Un flanco del puerto está delimitado por el monte y el promontorio, que se ensamblan hasta formar una silueta animal. Para unos es un roedor, de ahí que lo bautizaran El Ratón de Getaria. A lo que Oteiza dijo: “Nadie se puede fiar de un pueblo que confunde una ballena con un ratón”. Joroba de cetáceo o dorso de roedor, en su cresta más extrema se apostaba un vigía del 1 de noviembre al 15 de marzo para que sus vecinos se anticiparan en la pesca a los de los pueblos rivales, sobre todo a Zarautz, con quienes cultivaban una rivalidad legendaria. Los restos de la atalaya pueden verse en el área donde se yergue el faro. Ahí estaba la ermita de San Antón que da nombre al monte antes de que las fuerzas napoleónicas la destrozaran.

Por cierto, la iglesia exprimió la mítica intimidación que causan las ballenas para pedir un impuesto a los pescadores a cambio de protección divina. Así, mientras “el verdadero titular por la ballena cazada era el rey, que pedía parte de los beneficios para luchar por la fe”, y Getaria le entregaba la mitad de cada ballena, los pescadores, que se creían en manos de la providencia, también pagaban a los religiosos, hasta que en 1474 se negaron y empezaron los pleitos.

La resistencia al abuso ha endurecido a la gente de Getaria, y ahí siguen, con una flota envidiable y una solvencia pesquera que puede celebrarse entre zuritos y txakolis en las tabernas del pueblo o restaurantes-mirador como el Kaia-Kaipe, al abrigo de la vidriera que reproduce a todo color una escena de acción ballenera. Los pueblos, claro, no han podido seguir fieles a la estampa de su heráldica, y si Mutriku también luce una ballena en el estandarte, su moderno pez bandera, el pescado que le da fama, es el verdel. Además, hay nuevos códigos sociales, y, por ejemplo, la Cofradía de Mareantes de Hondarribia dejó de identificar productos con su escudo, donde aparece una ballena recibiendo un ataque a arpón, para no herir sensibilidades.

Por otra parte, en los colegios hay unidades didácticas entregadas a educar sobre la importancia de la ballena en la historia propia, y hasta enseñan a remar. Así que quien desee ampliar datos, que se asome por la ikastola.

Gabi Martínez es autor de la novela ‘Las defensas’ (editorial Seix Barral).

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