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Goya en 3D



Puede que las cosas, cuando todo esto acabe, vuelvan a ser como antes, y que no se haya aprendido nada, o que lo aprendido se olvide, o que no tenga ningún efecto práctico, o que la inercia de lo idéntico sea tan poderosa que no haya manera humana de cambiar nada, ni de sacar algún provecho verdadero de todo lo que hemos vivido, de modo que las calles vuelvan a llenarse de coches y de motos rugientes, y todos nosotros volvamos a entregarnos a la misma multiplicación de tareas superfluas y angustiosas de la que un día nos vimos de golpe absueltos sin el menor perjuicio, y volvamos a respirar concentraciones venenosas de gases de efecto invernadero, y a ir atropelladamente de un lado a otro, de un aeropuerto a otro, dejando un rastro incesante de basura. Puede que las cosas sean de nuevo como antes porque algunas ya lo son, aunque todavía nos dure una sensibilidad nueva que nos lleva a escandalizarnos o a sentirnos personalmente heridos por abusos tan habituales que ya nos habíamos resignado a ellos. Lo que más hiere es que tanto sufrimiento y tanto heroísmo parezcan no haber hecho mella ninguna en personas que ahora vuelven a ser tan irresponsables y tan despilfarradoras como antes de que la pandemia nos enseñara a la fuerza las ventajas de llevar vidas un poco más austeras.
A los científicos y a los sanitarios los hemos visto aprender en tiempo real a lo largo de estos meses. Por respeto a ellos estaría bien que cada uno intentara aprender en su propio ámbito, y en el espacio compartido de su ciudadanía. Aprender es sacar el máximo provecho no ya de las ventajas sino de las limitaciones y convertirlas en puntos de partida, en oportunidades que de otro modo nunca se habrían presentado. Son admirables esos dueños de restaurantes que de la noche a la mañana mutaron su negocio para servir comidas y cenas a domicilio —en español de ahora eso se llama delivery— y al mismo tiempo se confabularon entre sí para alimentar gratis a miles de personas necesitadas, y no precisamente con comida basura. En el mundo de antes, y en el que ya está llegando, se celebraba por encima de todo lo desmedido y lo ilimitado. “Ilimitado” y “sin límites” han sido dos de las expresiones más repetidas en la publicidad. En este paréntesis hemos cobrado conciencia de cuántas limitaciones, cuántos límites pueden ser necesarios para preservar lo más valioso, y sobre todo de que nada verdaderamente necesario o útil puede o debe ser desmedido. Hemos hecho cola a la puerta del supermercado porque solo un cierto número de personas podían estar al mismo tiempo en él sin peligro. Hemos aprovechado para cocinar lo que teníamos más a mano, y hemos podido movernos en un radio limitado, dentro de la misma ciudad, del mismo barrio. Yo he descubierto la belleza de los edificios que hay justo enfrente de mi casa, y he ido conociendo y saludando con un gesto de la mano a cada uno de los vecinos que se asomaban cada tarde a aplaudir, y a alguno de los que preferían esperar a las nueve y golpear sus cacerolas.
Ha sido volviendo al Museo del Prado donde he visto con más claridad cómo se puede dar la vuelta a un contratiempo para convertirlo en una ventaja, y hacer de la necesidad virtud, y mostrar mucho más cuando una gran parte de lo que se tiene ha de permanecer obligatoriamente oculto. Con el personal muy reducido a causa de la pandemia, con los recursos limitados por varios meses sin visitantes, el Prado ha vuelto a las dimensiones aproximadas que tenía hace siglo y medio, y ahora el laberinto de subidas y bajadas, en el que acaba mareándose hasta quien mejor lo conoce, se ha reducido a la gran galería central y algunas salas laterales, y la sobreabundancia extenuadora de obras maestras ha dado paso a un itinerario único, muy depurado, que empieza en Fra Angelico y concluye en Sorolla.
Pero no es que uno vuelva a ver con más comodidad cuadros que ya conoce: es que ahora ve lo que no había podido ver nunca antes, porque algunos de esos cuadros esenciales no los había mirado con luz natural, con esa luz cenital blanca y prodigiosa del Prado, que es la claridad serena de la Ilustración. Nunca ha sido tan puro y poderoso el azul de lapislázuli del manto de la Virgen en la Anunciación de Fra Angelico: nunca ha irradiado un brillo de tanta delicadeza el oro de la aureola con sus caladuras meticulosas de orfebrería, ni se han distinguido con tanta exactitud cada una de las plantas del Jardín del Edén. La luz natural revela las cualidades materiales de la pintura, pero al mismo tiempo acentúan su ilusionismo, su cualidad asombrosa de engañar al cerebro y convertir en profundidad y lejanía una superficie plana.
Donde más hechiza esa transmutación es en dos de los cuadros que yo creía conocer mejor, que más veces y durante más tiempo he contemplado, El 2 de mayo y Los fusilamientos. Su lugar habitual es una sala baja, con luz solo artificial. Ahora los han dispuesto en la rotonda del fondo de la galería, a los dos lados de La familia de Carlos IV, bajo una ancha claraboya donde la claridad del día adquiere intensidades variables, según la hora y el paso de las nubes. Ahora las figuras de los dos cuadros, que siempre hemos visto amontonadas, poseen un volumen singular, y percibimos el espacio que hay entre ellas, y los fondos tienen una nitidez y una profundidad de dioramas: esa lejanía rosada de los edificios más allá de la confusión y la matanza en El 2 de mayo, esa noche oscura pero también dilatada en la que se perderán los disparos y los gritos de los ejecutados en Los fusilamientos. Vemos a los verdugos y a las víctimas, los caballos despavoridos, el brillo de las armas, el rojo crudo de la sangre: también vemos cada una de las manchas y de las pinceladas de las que están hechos.
En el centro de la sala circular, feos, ceremoniosos, impávidos, los miembros de la familia real posan para Goya en un retrato oficial, instalados en la modorra solemne del Antiguo Régimen, sin sospechar lo poco que falta para que su mundo y su poder se vean trastornados. Desde su esquina Goya nos mira, como adivinando la opinión que nosotros tendremos en el porvenir sobre esa gente grotesca, aunque no el espanto que él mismo habrá de pintar solo unos años más tarde.
 


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