Cientos de miles de clavos están desperdigados sobre el suelo de lo que era el poblado de Greenville. Eso y las altas chimeneas de piedra donde antes había hogares son todo lo que queda de esta localidad tras el paso de Dixie, convertido desde el domingo en el segundo incendio más grande de la historia de California. En una de las calles principales se ve una bañera de metal, desnuda y rodeada de ceniza de lo que eran los objetos personales de una familia. La destrucción de Greenville, cuyo origen se remonta a la fiebre del oro de mediados del siglo XIX, parece causada más por un bombardeo que producto de las llamas.
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La historia de la localidad ha sido consumida por Dixie, un incendio que ha arrasado en 25 días 187.000 hectáreas en cuatro condados del noreste de California: Plumas, Butte, Tehama y Lassen. Se ha convertido en el más voraz de la temporada de incendios. Solo el August Complex Fire, en agosto de 2020, supera en tamaño a Dixie. Aquel quemó más de 417.000 hectáreas y se necesitaron casi tres meses para contenerlo al 100%. Muchos temen que suceda algo similar con este incendio, cuyo abordaje es muy complejo para los bomberos, pues ha avanzado, dependiendo de los vientos, al ritmo de 6.000 hectáreas por noche.
Las autoridades aún intentan descifrar qué inició el fuego. El gran sospechoso es Pacific Gas and Electric Co (PG&E), la mayor empresa energética del Estado, con más de cinco millones de clientes. Se cree que la caída de un árbol sobre una de las líneas eléctricas podría haber provocado la chispa que empezó todo. Sin embargo, el problema no fue tanto esa hipotética chispa como la extrema sequía que afecta a esta zona, con vegetación con niveles de humedad del 3%. Un nuevo ejemplo de la importancia de los factores climáticos en el agravamiento de sucesos extremos, algo que se ha visto ya este verano en muchas partes del mundo, como en Canadá, Siberia, Alemania, China, Grecia y Turquía. El nuevo informe del IPCC, el panel de expertos climáticos vinculado a la ONU, presentado este lunes, advierte de que el calentamiento del planeta está ya disparando fenómenos como olas de calor e inundaciones.
En Greenville, una placa casi intacta por el fuego en la esquina de Main Street (la calle principal) y la carretera estatal 89 señala que, en la década de 1870, ahí se encontraba la tienda donde compraban los cientos de pioneros que llegaron a la región a trabajar en las minas. “El edificio se quemó en 1881, pero fue inmediatamente reemplazado por el edificio de ladrillos que está en pie hoy”, dice la placa. Los ladrillos de la construcción están dispersos varios metros delante de la fachada de lo que era el Way Station, un restaurante.
En la esquina de enfrente, ha corrido la misma suerte uno de los edificios más grandes de esta pedanía de algo más de 800 personas. Era una construcción de tres plantas, una de las pocas de piedra y no de madera, y albergaba un pequeño hotel y una cafetería. Solo un muro de tabiques quedó en pie. El resto del edificio estaba roto en grandes cascotes. De la pared colgaba una retorcida marquesina del café Pionero, la misma que adornaba el edificio desde hace décadas, según muestran imágenes de la década de 1940 tomadas por el fotógrafo Jervie Henry Eastman y conservadas en el archivo de la Universidad de California en Davis.
Esta zona de California comenzó a poblarse en 1850 cuando se esparcieron rumores de que había un lago lleno de oro, atrayendo a miles de buscadores a una zona llamada la cañada de los Españoles. Nadie lo encontró, pero sí hubo yacimientos que fueron explotados hasta 1852. Después muchos se quedaron trabajando en las minas de la zona, que originalmente era territorio de la tribu india de los maidu. Una de las atracciones de Greenville eran sus edificios de madera, bien conservados, de inicios del siglo XX. Todo eso se ha ido hoy. Uno de los misterios más comentados en los últimos días es cómo el incendio dejó intacto el establecimiento de Dollar General, una moderna cadena de supermercados. El comerciante Kevin Goss dijo a la prensa: “El incendio llegó como un lanzallamas… gran parte del pueblo es plano. El Dollar General sigue en pie, no lo puedo creer”.
En esta localidad a 320 kilómetros al norte de Sacramento, la capital del Estado, se ha borrado todo lo que constituye el núcleo de la vida rural estadounidense. Anaqueles hechos chatarra están tirados en el piso de lo que era la oficina postal. En la biblioteca pública las columnas de los estantes hacen un revoltijo con la celulosa del papel. Las elegantes farolas de la calle principal están quebradas por la mitad. No hay rastro de la oficina del alguacil y solo se sabe dónde quedaba la estación de bomberos porque alguien, de entre los 5.800 trabajadores que han llegado de todas partes del país a combatir este monstruo de fuego, dejó una bandera de Estados Unidos sobre los restos calcinados del camión. El azul y las franjas rojas y blancas son el único color de Greenville.
Una delicada capa de ceniza llueve sobre los restos de la localidad, enturbiando aún más el ambiente. La visibilidad es nula a más de 100 metros. En el pueblo solo se oyen, además del graznido de solitarios cuervos, motores de los camiones de las cuadrillas de trabajo que se dirigen a otra parte del incendio. El sol, cuando se puede ver, brilla como una lámpara mate filtrada por el humo. Este sigue siendo muy denso a pesar de que el fuego consumió el lugar la noche del miércoles pasado. Los vapores provocados por Dixie llegan a otros Estados y a ciudades a cientos de kilómetros de distancia.
En el poblado de Quincy, a 65 kilómetros de Greenville, se encuentra uno de los tres refugios acondicionados por la Cruz Roja para la población evacuada. A pesar del impactante tamaño del incendio, no hay víctimas mortales y las autoridades solo han informado de tres bomberos heridos. La noche del sábado tres mujeres, que nunca habían vivido un incendio tan colosal, intentaban explicarse lo ocurrido a las afueras de la iglesia Springs of Hope:
―Volaron las dos gasolineras…― decía Deborah, de 57 años, vecina de Taylorsville, a 16 kilómetros de Greenville.
―Ahí había también tanques de propano. Eso tampoco ayudó― replicaba Marva, que vivía en un terreno de acampada cerrado por las autoridades.
―¡Y KABOOM!― dijo Pony Stewart, una robusta mujer de 72 años de Crescent Mills, apoyada sobre una muleta, ―mi sobrino me contó que a lo lejos podía ver dos enormes nubes negras―.
El albergue está lleno. Deborah y Marva duermen en sus coches acompañadas de sus perros. Deborah quiso quedarse en casa, pero fue obligada a abandonarla por un policía y un bombero. Es un problema común con el que están lidiando las autoridades, que incluso han sido echadas de terrenos a punta de pistola.
Pony, en cambio, no tuvo dudas en salir pronto. Aprendió la lección después de que su hijo, con una discapacidad intelectual, no siguiera las órdenes y se viera rodeado de llamas que lo enviaron al hospital con quemaduras leves. “Aquí he visto por primera vez en mi vida a muchas personas que son mis vecinos. Y ahora sé lo maravillosos que son”, dice la mujer, quien lleva 32 años en casa, y que está muy preocupada por el destino del mural que pintó para honrar las raíces de los indios americanos en la región. Sería otro pedazo de memoria que fenece entre las llamas de Dixie.
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