El 5 de septiembre de 1921 la modelo y actriz Virginia Rappe bailaba en el Westin St. Francis Hotel de San Francisco como una invitada más a la fiesta en honor de Roscoe Fatty Arbuckle. El actor había reservado tres habitaciones del hotel para celebrar que su nuevo contrato con la Paramount le convertía en la primera estrella que cobraba un millón de dólares. Cuatro días después, Rappe fallecía en un hospital de la ciudad y Arbuckle se sentaba en el Salón de Justicia de San Francisco acusado de su asesinato, esposado y sin derecho a fianza. Comenzaba un juicio legal y mediático que arruinó la carrera del actor, estimuló el crecimiento de la prensa amarilla y cambió las reglas de Hollywood durante cuatro décadas.
Los protagonistas de la historia no tenían un origen muy diferente. Virginia Rappe, nacida Rapp en Illinois en 1895, era hija de una corista alcohólica que había fallecido cuando ella tenía 11 años. A los 16 ya había pasado por un par de abortos. Cuando, a los 25 (o eso decía ella, en realidad tenía 26), llegó a la última fiesta de su vida ya había sufrido seis. Se había trasladado a Hollywood desde San Francisco para trabajar como modelo y actriz, pero, tras una breve carrera publicitaria, languidecía esperando un gran papel que no llegaba.
Arbuckle también sabía lo que era vivir una infancia paupérrima y sin cariño. Los casi ocho kilos que pesó al nacer, en Kansas en 1887, dejaron en su madre secuelas que jamás superó y cuando esta falleció, su padre le culpó a él de su muerte y se desentendió de él. A los cinco años empezó a bambolear en el vodevil y acabó acaparando el protagonismo de todos los números en los que participaba. A los 20 años, pesaba 120 kilos, pero era extremadamente ágil. “Era un gran bailarín, bailar con él era como flotar en brazos de un enorme dónut”, decía de él la actriz Louise Brooks.
Ese contraste, sumado a su aspecto bonachón, le abrió las puertas del cine y le convirtió en el favorito de los niños. “Fue el tipo que descubrió a Buster Keaton, el que tuteló a Charlie Chaplin”, escribió su biógrafo Stuart Oderman. “Tuvo un momento cómico mágico. Fue uno de los grandes de todos los tiempos”. Los orígenes de ambos eran similares y aunque el camino al éxito les había llevado a un punto muy distinto, aquella noche en el St Francis iba a unir sus destinos para siempre.
“Fatty lo hizo”
La fiesta había empezado dos días antes aprovechando que era puente por el Día del Trabajo estadounidense. Después de 48 horas de baile, drogas y alcohol –la Ley Seca solo estaba vigente para los pobres– unos gritos provenientes de la habitación 1219 silenciaron la música. Los invitados que todavía se tenían en pie se arremolinaron en la puerta. Allí se habían metido hacía tiempo Rappe y Arbuckle y ahora ella yacía en el suelo aullando de dolor. El médico dictaminó que su malestar era fruto de la borrachera, la trasladaron a otra habitación y esperaron a que se le pasase. Cuatro días después falleció en el Wakefield Sanatorium. Según los informes del hospital, a consecuencia de una peritonitis provocada por una vejiga rota.
Los médicos no hallaron ninguna prueba de violencia física ni de agresión sexual, pero una mujer que había acompañado a Rappe a la fiesta, Maurent Delmont, le contó a quien quiso escucharla que la actriz le había susurrado “Fatty lo hizo”. Fue suficiente para que la policía detuviera al actor y se iniciarán una serie de juicios legales y mediáticos. Antes de esperar el veredicto, los cines retiraron sus películas de las carteleras y Paramount rompió su contrato.
Los fans de Arbuckle, que días antes abarrotaban los cines para ver sus películas, empezaron a apedrear sus fotos en las marquesinas. Las agrupaciones en defensa de la moral exigieron que se le condenara a muerte Hollywood le dio la espalda. Todos sus amigos (excepto Buster Keaton) desaparecieron.
Se celebraron tres juicios. Los dos primeros fueron declarados nulos. En el tercero, Arbuckle armó (pagando por ella sus últimos centavos) su defensa. Según los informes médicos, las heridas internas de Rappe eran compatibles con el aborto que se había practicado tan sólo tres días antes de la fiesta en el mismo hospital en el que había fallecido, algo que, al tratarse de algo ilegal, se había ocultado. También se había obviado que Rappe sufría una gonorrea avanzada y que su salud estaba muy deteriorada por el abuso de alcohol.
La testigo principal de la acusación, Maurent Delmont, no llegó a subir al estrado. La defensa descubrió que no era la gran amiga de Rappe que había fingido ser. Se habían conocido apenas un par de días antes y la noche del suceso no había podido ver nada porque se encontraba en otra habitación adormilada por el alcohol. Resultó ser una extorsionadora profesional que utilizaba a muchachas jóvenes para tender trampas a hombres ricos y posteriormente chantajearlos. Incluso se mostró un telegrama que había escrito a un amigo: “Tenemos a Roscoe Arbuckle atrapado aquí. Oportunidad de ganar algo de dinero”.
El fiscal del caso era consciente de la escasa credibilidad de su testigo principal, pero era año electoral y sus aspiraciones políticas le hicieron dar pábulo a las palabras de Delmont (y, como se supo después, presionar a otros testigos para que inculpasen a Arbuckle, algo sencillo teniendo en cuenta que todos estaban en una fiesta ilegal).
Libre de toda culpa
Tras esas pruebas en el tercer juicio, la deliberación del jurado duró apenas los seis minutos que tardaron en escribir un comunicado para tratar de reparar el daño que se había infligido al actor. “La absolución no es suficiente para Roscoe Arbuckle. Sentimos que se ha cometido una grave injusticia y no había la más mínima prueba que lo relacione de ninguna manera con la comisión de ningún delito. Le deseamos éxito y esperamos que el pueblo estadounidense tome el juicio de 14 hombres y mujeres que Roscoe Arbuckle es completamente inocente y libre de toda culpa”.
A los periódicos les dio igual. Como cuenta la investigadora Joan Myers, autora de The Search for Virginia Rappe in Film History: “La mayoría de los editores de periódicos parecían reacios a publicar detalles médicos; o no los entendían o consideraban que todo el tema era vulgar y no adecuado para su publicación”. Aquella historia que combinaba celebridades, alcohol, sexo una chica bonita y muerte era oro puro y la realidad no les iba a arruinar una noticia de portada.
William Randolph Hearst, el magnate de la prensa que inspiró Ciudadano Kane (1941), utilizó sus casi 30 periódicos para jalear los detalles más truculentos de la historia, y de paso echar tierra sobre su relación adúltera con la aspirante a estrella Marion Davies. Gracias a titulares como “El violador danza mientras su víctima muere” o “La orgía de Arbuckle” vendió más periódicos que tras el hundimiento del Lusitania (el detonante de la entrada de EE UU en la Primera Guerra Mundial). Lo que corrobora las palabras de la actriz Gloria Swanson en su biografía, Swanson on Swanson: “Los periódicos habían demostrado en menos de una semana que el público se emocionaba mucho más al ver caer las estrellas que al verlas brillar. Un día Fatty Arbuckle era el comediante más querido y al día siguiente estaban pidiendo su cabeza”.
A pesar de lo que se decía en cada sesión del juicio, lo que se contaba en la prensa es que el actor, en un acto de depravación sin precedentes, había violado a Rappe con una botella de champán o de Coca Cola, según quien lo contase. Una imagen que cien años después permanece en el imaginario colectivo y es objeto de chistes en libros, películas y series que van desde Los Simpson a Ley y Orden. Los aburridos detalles médicos de la historia real fueron sustituidos por la infame versión que años después contó Kenneth Anger en su sensacional Hollywood Babilonia.
Un jurado le había declarado inocente, pero al público le importaba más el juicio mediático en el que el actor era claramente culpable y Fatty fue condenado al ostracismo. Como declaró la historiadora Cari Beauchamp a la BBC: “Este fue el primer escándalo en Hollywood con implicaciones de taquilla. Todos habían creído que las estrellas estaban cubiertas de polvo de hadas. Entonces esa ilusión se hizo añicos y a los jefes de estudio les aterrorizaba que aquello destruyera Hollywood”.
Un verdadero control censor
Temerosa de la intervención del Gobierno y la pérdida de público, la industria, como explica a ICON el historiador de cine Adrián Esbilla, buscó una solución: “Los propios estudios intentaron limpiar su imagen y, al tiempo, escapar de un verdadero control censor creando un código a su medida y que ellos mismos controlasen. A petición de las cinco majors se estableció una oficina por la cual debían pasar no las películas, sino los proyectos. Para dirigirla, el senado envió a Will H. Hays, un republicano presbiteriano”.
La libertad que se había respirado en Hollywood recibió un golpe mortal que dio paso a una nueva era. “Es la época del crimen que no compensa y los matrimonios que duermen en camas separadas. Es el fin del cine de divorciadas y del poliamor y el momento en que los homosexuales vuelven al celuloide secreto”, añade Esbilla. Y en esa involución los más afectados fueron, paradójicamente para Virginia Rappe, los personajes femeninos.
“En la era anterior al Código Hays las mujeres eran inteligentes, profesionales, ambiciosas, directas, opacas, engañosas e incluso criminales. Chantajeaban a jefes, tenían bebés fuera del matrimonio o seducían a otras mujeres”, puntualiza Andi Zeisler en We Were Feminists Once: From Riot Grrrl to CoverGirl® (Una vez fuimos feministas: de rebeldes a chicas de portada). “Las mujeres eran tan humanas en la pantalla como los hombres, llenas de apetito, humor y terquedad”. El Código Hays las relegó a las cocinas.
Paradójicamente, afirma Esbilla, esa época de restricciones morales también supuso “el momento de la creación del verdadero Hollywood mítico, el del glamur, las estrellas inalcanzables y el oropel. Hollywood, en cierto modo obligado, se reinventa como un territorio imaginario, fantasioso, una fábrica de sueños. Todo esto, claro, obliga a una serie de reformulaciones del lenguaje visual, a otros códigos que sirvan para sugerir lo que en esa época pre-código se decía frontalmente”.
“La tragedia es que ninguna película sin el sello del censor podía reestrenarse o distribuirse. Esto condujo a la mutilación de películas como Tarzán y su compañera o King Kong y al olvido de muchas de ellas e incluso a la pérdida irreparable de las mismas”, añade Esbilla. Una tragedia que afectó a las películas de Arbuckle. En aquel festival del oropel ya no era un invitado de lujo. La antigua luminaria acabó trabajando como director bajo seudónimo y, paradójicamente, dirigiendo algún subproducto a menor gloria de Marion Davies, amante de Hearst, el hombre que había contribuido a su lapidación mediática.
Tras una década de olvido, la revista Motion Picture publicó un artículo titulado “¿No merece Fatty Arbuckle un descanso?” que provocó una renacida simpatía por el actor. Tal como contó su última mujer Addie Sheldon al diario británico The Guardian, un día por fin Arbuckle recibió la llamada que había esperado durante 11 años. El todopoderoso Jack Warner le ofrecía la oportunidad de actuar frente a la cámara nuevamente con su nombre real. Unas horas después fallecía a causa de un ataque al corazón en brazos de Addie. Tenía 46 años.
Cien años después de aquella fiesta salvaje el código Hays es sólo un mal recuerdo, pero los rumores que siegan carreras siguen más vigentes que nunca. Y ahora ya no hay un William Randolph Hearst, sino más de 3.600 millones de usuarios de redes sociales. Como escribió el crítico de Los Angeles Times Kenneth Turan: “Al menos Arbuckle no tuvo que lidiar con Twitter”.
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