Hablar claro, según Trump

Hablar claro, según Trump

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Tras el discurso de la toma de posesión de Donald Trump en 2017, la lingüista británica Susan Hunston se sentó a analizar el texto entre papeles y calculadoras. En comparación con el de Barack Obama, el discurso de Trump era menos extenso pero también más simple: frases más cortas, menos oraciones subordinadas. La gramática, claramente menos compleja, acogía con gusto todo tipo de paralelismos sintácticos: “Juntos nosotros conseguiremos…, haremos…, triunfaremos” y de contrastes entre lo positivo y lo negativo: “Washington floreció, pero la gente empobreció”, “los políticos prosperaron, pero el empleo fracasó”… Las conclusiones de Hunston eran lingüísticas, pero parecían aplicables a la gestión política que iba a venir después: en comparación con los discursos presidenciales de Obama, Trump rebajaba la complejidad estructural, usaba menos verbos, personalizaba en yo o en nosotros las posibilidades o problemas estadounidenses. No se había pronunciado un discurso de Estado, concluía la lingüista, sino el discurso de alguien común. Y eso, aunque no lo parezca inicialmente, es especialmente tenebroso en la tribuna pública.

El de Trump es, sin duda, un discurso político interesante desde el punto de vista lingüístico; ha asumido sin complejos una forma de alocución que parece sintetizar un modelo también de gestión: bravucona, áspera, irreflexiva, pero al mismo tiempo… inteligible. Una de las victorias lingüísticas del llamado populismo ha sido hacer pasar por llaneza o sencillez lo que es más bien una rebaja en el refinamiento expresivo y una promoción de conceptos maniqueos que expresan de forma simplista la compleja realidad que nos rodea. Todos hemos contribuido a ello. Por un lado, hemos permitido que la corrección política y el eufemismo retorcido oscurezcan el discurso público; por otro lado, hemos normalizado que nadie asuma responsabilidades si hay gestión fallida. Cuando parece que todo el que pisa tribuna se expresa por rodeos y no se pone en el primer plano lingüístico salvo cuando tocan laureles, llega alguien que habla con simpleza y con un discurso personalista y en el público alguien termina alabándolo porque (lo dicen de Trump y de otros como él) “llama las cosas por su nombre”.

Y el caso es que ese discurso tan simple sintácticamente y tan limitado léxicamente tiene también muchos guiños que pueden resultar oscuros y que son entendidos solo por los seguidores avezados. Porque Trump no siempre llama las cosas por su nombre. De hecho, Trump nunca llama a los rivales por su nombre, no es directo al aludir al oponente. Trump pone motes, y no pocos. Lo ha hecho con políticos (del partido adverso o del propio, si iban en línea distinta a la suya, como sucedió la semana pasada con el gobernador de Florida, Ron DeSantis), con instituciones estatales, con periodistas o con medios. Y los pone, o difunde los ya puestos, con tanta insistencia que pareciera ser una parte de su desempeño profesional.

Llama “Vieja señora canosa” (Old Grey Lady) al periódico The New York Times, le ha cambiado la denominación al comité de representantes que estudia el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021: no es un Select Committee para él sino, sistemáticamente, “Unselect Committee”; frecuenta los ataques basados en la dudosa gracia de la crítica física: a Michael Bloomberg, exalcalde de Nueva York, lo ataca como Mini Mike Bloomberg o Little Michael. Al programa Meet the Press (”Encuentro con la prensa”) lo llama “Meet the Depressed” (”Encuentro con los deprimidos”). Y con las mujeres, cómo no, es especialmente agresivo; llama loca (crazy) a casi todas las que ha tenido enfrente en la tribuna política: Crazy Hillary, Crazy Maxine… A la vicepresidenta Kamala Harris la denomina Nasty Woman (“Mujer desagradable, repugnante”) y a Letitia James, fiscal general de Nueva York, la ha bautizado “Peekaboo James” (peekaboo es el juego infantil en que los adultos fingimos escondernos del bebé tapándonos la cara). La lista es larga.

¿A quién le hacen gracia estos apodos? Dentro de un discurso flácido y escaso en datos, la dureza está en el mote grotesco, siempre a escasos centímetros de la línea roja. La complicidad de entender la transgresión y de unirse a ella hace sentir superiores, parte de un clan, a los afines. Los discursos mitineros de Trump son incomprensibles si no se tiene el contexto previo o la glosa simultánea que permita aclarar quién es la persona a la que se ridiculiza.

Los apodos que la ciudadanía, enfadada por esto o por aquello, emplea a veces en un discurso de inmediatez no pueden entrar en sede institucional (y Trump los ha usado, incluso en el Despacho Oval) ni tampoco ser parte del arsenal de críticas al contrario. Llamar a alguien por un sobrenombre y no por su nombre es una parte más del evidente proceso de espectacularización de la política que hemos vivido en la última década. En España esta tendencia a la evitación del nombre ajeno vía apodo vejatorio no ha dado, afortunadamente, muchos ejemplos de uso en la tribuna política… No quiero añadir “todavía” a la frase anterior pero nos encanta copiar cualquier show estadounidense, así que… prepárense.


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