Los miembros del Parlamento Británico pronto se mudarán de la famosa Cámara de los Comunes. Tras haber sufrido durante años el efecto de los excrementos filosóficos ahí vertidos, el edificio se ha corroído y necesita una reparación urgente. Los parlamentarios ocuparán temporalmente un nuevo edificio y la duda es si eso mejorará la calidad de sus discursos.
Desde 1840, estos representantes se han reunido en una construcción que es una fantasía medieval retro-kitsch diseñada por A. W. N. Pugin, un loco sifilítico. Un lugar lleno de copetes, pináculos, tapices, pintura dorada, terrazo y vidrieras de colores. Por no mencionar los intrincados elementos psicosexuales victorianos de las pinturas que decoran las paredes. ¿Cambiarían los procesos políticos si sus señorías debatiesen en un edificio moderno lleno de transparencia, lógica y luz? Fue Churchill quien dijo que damos forma a los edificios y estos, después, nos dan forma a nosotros. En ningún otro lugar es eso tan cierto como aquellos donde llevan a cabo su cometido los políticos.
Palazzo Madama, en Roma, sede del Senado italiano, donde impera la sofisticación. Getty
En Londres, la densidad decorativa del Parlamento exige que los honorables comunes se adapten a su seriedad reflexiva. El Senado italiano se reúne en el Palazzo Madama de Roma, un edificio de estilo altorrenacentista que construyeron los Medici. Quizá por eso esos senadores sean refinados y estilosos. En Francia, los fantásticos planteamientos neoclásicos de Boullée y Ledoux sugieren que, en una ciudad ideal, el diseño arquitectónico noble y racional podría inspirar a los políticos (no olviden que la propia idea de izquierdas y derechas políticas proviene de la distribución de los escaños en la Asamblea Nacional de París).
Es evidente que la arquitectura de los edificios gubernamentales influye en el estado de ánimo de los políticos que los ocupan. Es difícil, por ejemplo, imaginar siniestros pactos encubiertos en un parlamento luminoso y lleno de luz inspirado en, pongamos, la berlinesa Neue Nationalgalerie, de Mies van der Rohe. Pero la conexión entre las edificaciones y la política es aún más profunda.
Desde el momento en que aspira a perfeccionar el comportamiento de la gente a través de la mejora de sus condiciones de vida, la arquitectura es política. Le Corbusier eligió su propio nombre porque era el equivalente arquitectónico de un antiguo nombre de guerra, convirtiéndose en un artista beligerante que proclamaba gritos de guerra como: “¡Arquitectura o revolución! La revolución se puede evitar”. Una soflama de ambigüedad intencionada. El creador se refería a que, en un entorno mejor diseñado, la gente no se sentiría tentada a sublevarse. Pero también a que la arquitectura es la más inevitable y por tanto la más política de las artes.
Torre de Tatlin, presentada a en los años veinte, y proyectada para ser la sede de la Tercera Internacional. Cordon
Los dictadores siempre han entendido el poder de los edificios. En Art under a dictatorship (1957), un estudio clásico sobre el tema, Hellmut E. Lehmann-Haupt muestra que soviéticos y nazis tenían gustos similares y que ambos disfrutaban del mismo musculoso neoclasicismo, amplificado a escala monumental. El hotel Moskva de Moscú, de Alexey Shchusev, y el estadio de Núremberg, de Albert Speer, son claros ejemplos de sus ampulosos excesos. Más atípico del periodo dictatorial era el monumento a la Tercera Internacional de Vladimir Tatlin, una noble estructura que, claro, nunca llegó a construirse.
Fuera de Europa, los dictadores tienden más a lo brillante, lo dorado y lo barroco. Saddam Hussein es la referencia, y es impresionante lo mucho que se parece el gusto del iraquí al de Donald Trump. En su primera entrevista televisada como presidente electo, Trump apareció con aires imperiales sentado en un trono dorado estilo Luis XV rodeado, en techo y paredes, de pinturas alegóricas de temas clásicos. Una escena absurda, teniendo en cuenta que ocurría en un piso construido en los años ochenta, rodeado de cristaleras de espejo unos 200 metros por encima de la Quinta Avenida.
Vestíbulo del club Mar-a-Lago, ubicado en Palm Beach, Florida, construido como lugar de descanso invernal para los presidentes de Estados Unidos.
En Estados Unidos, los arribistas tienden a pensar que esta clase de versiones superbrillantes de Versalles les dan legitimidad. Y lo mismo ocurre con los nuevos ricos, que rara vez optan por la sutileza. Pero todo esto se puede decir también del nuevo presidente. Trump, promotor inmobiliario en sus orígenes (aunque ahora tendamos a olvidarlo), tiene su trono afrancesado en lo alto de una torre que lleva su nombre, un icono del Manhattan de 1983 con el que se promocionaba como árbitro del gusto del momento. En su cerebro preintelectual, las superficies brillantes y los materiales preciosos tienen un valor especial. No es de extrañar por eso que la Torre Trump esté al lado de Tiffany. Como si pretendiera que se le pegara algo.
Pabellón alemán, de Albert Speer, en la Exposicion Internacional de París de 1937. Getty
El arquitecto elegido por el magnate se hacía llamar Der Scutt, un seguidor del Movimiento Moderno medianamente cultivado, pero también acostumbrado a mimar los egos de los promotores. Si creyéramos en el determinismo, convendríamos que un nombre como Der Scutt augura problemas: suena a villano de una película de espadachines de bajo presupuesto. Pero resulta que, en realidad, también se llamaba Donald, Donald Clark Scutt. Esto prueba que, en el universo que rodea al magnante, ocultar el verdadero nombre en el momento justo es más importante que algo tan insignificante como esa cantinela académica de ser fiel a los materiales.
Para Trump, los edificios son vallas publicitarias. Igual que el emperador Augusto hizo que Roma pasase del ladrillo al mármol, Scutt introdujo un refulgente vidrio color bronce en una zona de Manhattan donde hasta entonces se estilaba la piedra caliza, dignamente silenciosa. Para extraer el mármol rosa que utilizó para el vestíbulo hizo que le trajeran una montaña entera de Carrara. “Me gustan las cosas nuevas y brillantes”, afirmó entones el futuro presidente. Las cosas nuevas y brillantes comunicaban su riqueza.
La torre Trump se encuentra donde antes estuvieron los grandes almacenes Bonwit Teller. Las esculturas art déco extraídas durante la demolición iban a donarse al Met, pero cuando vio que el coste del rescate era demasiado elevado, Trump incumplió el trato.
Simulación del muro en la frontera entre EE UU y México diseñado por el estudio mexicano 3.14.
Más tarde, en 1985, prosiguiendo con su habitual ataque contra el decoro, Trump se gastó 10 millones de dólares en Mar-a-Lago, una hacienda-hamburguesería de Palm Beach con más de 100 habitaciones construida en 1927 por la millonaria Marjorie Merriweather Post como refugio invernal para el presidente de EE UU. A los invitados a la fiesta de inauguración se les envió un dosier grabado con letras de oro. Como si con la vulgaridad no bastase, Trump tiene por costumbre exagerar la altura de sus edificios. La torre Trump World, por ejemplo, mide 257 metros y tiene 70 plantas. Él insiste en que mide 274 metros y tiene 90 plantas.
Olviden lo que he dicho sobre la publicidad; para Trump, los edificios son propaganda. Los arquitectos y diseñadores ilustres, sin embargo, siempre aspiran a la verdad y la moralidad. Paul Rand creía que “la motivación primordial del diseñador es el arte: arte al servicio de la empresa, arte que mejora la calidad de vida y hace más profundo el aprecio a la esfera familiar”.
Un joven Donald Trump posa en 1989 en una torre que decidió bautizar con su nombre. Getty
Una nobleza que ahora se antoja aislada y anticuada. Ahí está Philip Johnson, que solía jactarse de cómo se prostituía y de lo fácil que era copiar a su maestro, Mies van der Rohe. O Zaha Hadid, que a propósito de los centenares de muertes de obreros reportadas durante la construcción del estadio Al-Wakra de Catar declaró: “Como arquitecta, mi deber no consiste en fijarme en ello. No puedo hacer nada al respecto”. El cinismo y la negligencia también pueden ser políticos.
¿Qué esperanza hay en el mundo cuando los arquitectos célebres intentan complacer a los oligarcas y el hombre más poderoso del mundo es un filisteo vanidoso, ignorante e incompetente que cree que el motivo por el que Estados Unidos prefiere los coches BMW a los Chevrolet tiene algo que ver con los bajos aranceles que pagan los vehículos alemanes que se despachan en ese país? No es eso, señor Presidente, es porque los ciudadanos estadounidenses cultos son conscientes de que un vehículo BMW es tecnológica y artísticamente muy superior a un Chevrolet.
Pero creo que es ciertamente posible diseñar una salida para todo este desastre. La esperanza, a veces, surge en los sitios más insospechados. A pesar de lo que diga el presidente Trump, resulta que no todos los mexicanos son violadores y ladrones. Algunos de ellos son arquitectos geniales. El Estudio 3.4 de Ciudad de México ha diseñado un muro fronterizo heroico, de un rosa transgresor, al estilo del gran arquitecto de Guadalajara Luis Barragán. Si llega a extenderse desde Tijuana hasta Matamoros, será una buena manera de evitar que entren los gringos. La arquitectura, dice el muro, es política.
Stephen Bayley
El autor de este artículo es Stephe Bayley (Cardiff, Reino Unido, 1951), escritor, comisario de ferias de diseño y periodista. Ha escrito una veintena de libros (con Taste y Ugly a la cabeza) donde disecciona y analiza el diseño y la arquitectura tanto antigua como contemporánea. Vive en Londres.
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