Todos los movimientos sociales contemporáneos han nacido o se han amplificado con internet. Pasamos gran parte de nuestro tiempo encapsulados en Twitter, Instagram, Facebook, LinkedIn, y asociaciones e individuos se mueven en el entorno digital con el ánimo de propiciar un cambio en el sistema. Pero el activismo online es también un arma de doble filo, cuyo éxito inmediato puede significar la derrota a largo plazo. Y entre los activistas de trinchera puede ser una fuente de frustración.
Las redes, esas plazas donde a priori la voz de todos es bienvenida, son un espejo amplificador de realidades cuyos talentos son la visibilización y la conexión inmediata. En una acción que parece beber de la famosa frase “Si no puedo bailar, tu revolución no me interesa”, una joven se mueve en un vídeo de Instagram al son de una canción cuya letra dice “Bien por ti, baby, pareces sano y feliz, estás genial sin mí, baby, como un maldito psicópata”, con la siguiente frase en pantalla: “Empresas y marcas que hacen lo mínimo y se llaman a sí mismas sostenibles”. Son mensajes cortos con chispa que despiertan interés, resultan fáciles de entender y conectan con las jóvenes masas. Para Noelia García-Estévez, socióloga especializada en activismo digital, aunque dar me gusta o publicar una foto determinada es “un activismo de baja implicación”, al menos pone una temática en la palestra y a veces logra que esta salte a la agenda pública.
El teórico de la cultura visual Nicholas Mirzoeff, por teléfono desde la Universidad de Nueva York, equipara las protestas en redes al derrocamiento de los símbolos del colonialismo: “Tumbar una estatua es simplemente un paso previo, pero te permite señalar las desigualdades sociales”. En ocasiones, la inmediatez en la difusión es cuestión de vida o muerte. Amnistía Internacional nació cuando, en 1967, su fundador pidió en un artículo que gente de todo el mundo escribiera cartas al Gobierno portugués debido al encarcelamiento de estudiantes contrarios al régimen, y su primera campaña digital en 2002 contribuyó a impedir, con millones de firmas online, que dos mujeres fuesen lapidadas en Nigeria. Maribel Tellado, responsable de movilización de Amnistía en España, afirma: “El activismo digital no mata ni sustituye a la estrella de la calle, sino que la hace brillar más”.
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Algunos consideran, sin embargo, que la fugacidad con la que se llevan a cabo las acciones y la baja implicación de los usuarios puede socavar el cambio sistémico. La tecnosocióloga Zeynep Tufekci, autora de Twitter and Tear Gas (Twitter y gases lacrimógenos), concluyó en 2015, tras haber realizado numerosas entrevistas, que los activistas comparten hoy una frustración generalizada. Los movimientos contemporáneos como las sentadas del parque de Gezi (Turquía), la Primavera Árabe o las protestas de Hong Kong, en las que internet ha tenido un papel fundamental, han perdido los beneficios de urdir planes de manera compleja y constante, según la académica. En el movimiento contra la segregación racial de los sesenta en EE UU, los activistas se reunieron durante años para, por ejemplo, monografiar panfletos que distribuyeron por todo el país a través de decenas de organizaciones. “Cuando uno ve la marcha de Washington de 1963 y el discurso de Martin Luther King Tengo un sueño, no solo ve una manifestación y un poderoso discurso, sino el duro trabajo detrás. Si estás en el poder, te das cuenta de su capacidad. En las marchas globales [de hoy en día] se ve mucho descontento, pero no necesariamente dientes que puedan morder a largo plazo”, señala en una charla TED.
Tras el asesinato de George Floyd a manos de un policía en Minneapolis en 2020, Instagram se llenó de cuadros negros en una acción conocida como #BlackOutTuesday. La idea surgió para educar sobre racismo con recomendaciones de libros, ensayos, documentales…, pero estas se perdieron en la red social entre una marabunta de fotos en negro publicadas por gente que quería mostrar su solidaridad con el movimiento. Miembros del colectivo Black Lives Matter instaron a frenar la acción y resurgió un debate sobre hasta qué punto las personas se solidarizan en redes con situaciones que no entienden para hacerse relevantes a ojos de sus seguidores.
En una época en la que la publicidad habla de economía circular, feminismo y derechos LGTBIQ, y los activistas protagonizan portadas en los medios, ser —o parecer— activista online está de moda. En Falso espejo: reflexiones sobre el autoengaño, la periodista estadounidense Jia Tolentino define las expresiones de solidaridad en la Red como un modo de escucha performativo: “Las etiquetas, los retuits y los perfiles muestran que la solidaridad en internet va unida de manera inextricable a la visibilidad, la identidad y la autopromoción. Mientras tanto, los mecanismos reales a través de los cuales la solidaridad política se representa, como las huelgas o los boicoteos, siguen existiendo en los márgenes de la sociedad”.
Cuando el compromiso político se convierte en una cuestión de clics, la fuerza de internet como motor de cambio deviene en espejismo, advierten algunos. En 2010, Micah White, uno de los fundadores del movimiento contra la desigualdad Occupy Wall Street, escribió en The Guardian: “Al promover la ilusión de que navegar por la Red puede cambiar el mundo, el clictivismo es al activismo lo que McDonald’s es a una comida cocinada a fuego lento. Puede parecer una comida, pero los nutrientes ya no existen”. La activista india y trans Zainab Patel señala por teléfono desde Delhi Sur (India) que, aunque los movimientos sociales requieren tanto de la labor de “opinadores” en la Red como de activistas en el terreno, existe una gran desconexión entre las conversaciones que tienen lugar en el espacio virtual y lo que sucede en la realidad. En ese contexto —en el que hay que tener en cuenta que el altavoz de las redes sociales está limitado a aquellos que tienen acceso a internet y hablan ciertos idiomas—, uno de los principales problemas, según Patel, es identificar los puntos de vista que importan. En toda congregación hay voces que suenan más fuerte, y en la Red el estruendo de algunos comentarios amenaza continuamente con dinamitar el diálogo.
Jordan Flaherty, periodista y autor del libro sobre activismo No More Heroes (No más héroes), señala por videollamada que lo peor que se le da a las redes sociales es la empatía: “Esta, que solo puede venir de mirar a los ojos a alguien y escuchar su voz en persona, es algo que necesita cualquier movimiento progresista o radical para el cambio”, subraya.
Los me gusta visibilizan problemas en pocos segundos. Pero, cuando las acciones se reducen a lo virtual, se disipan pronto. Se requieren movimientos sólidos, físicos, para combatir el cambio climático, la desigualdad, el autoritarismo. Para la socióloga García-Estévez, la raíz del debate está en esa eterna dicotomía entre el éxito inmediato y el real: “Habría que conseguir que de ese paso propulsivo se llegue al segundo paso de pensamiento crítico para lograr cambios más grandes”. Quizás la respuesta a cómo lograr una concienciación más profunda, colectiva y eficaz para alcanzar cambios sistémicos empiece, sencillamente, por salir a la calle y ayudar al vecino.
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