A las 16:53 de la tarde del 12 de enero de 2010, las calles de Puerto Príncipe, la capital de Haití, eran un bullicio alegre, caótico y cadencioso como el Caribe. Los barrios de Delmas, Carrefour o Petionville eran un hervidero de vendedores de naranjas, coches destartalados, tráfico y mujeres caminando con la cabeza cargada de frutas o cántaros de agua.
Cuando todo eso ocurría, un terremoto de siete grados sacudió la tierra de lado a lado. Se agrietaron las carreteras, se cayeron todos los ministerios, las universidades y el 90% de los colegios. Un millón y medio de personas perdió su casa y casi todos los hospitales y supermercados quedaron como un club sándwich.
En solo 38 segundos el bullicio caótico y cadencioso del Caribe se convirtió en una nube de polvo y gritos de la que surgía gente ensangrentada o mutilada por los hierros y los cascotes. En el tiempo que tarda un semáforo en cambiar de color quedaron sepultadas 300.000 personas y el 70% de la economía. El país más pobre pasó a ser el más miserable.
Por aquel entonces Haití tenía 30 semáforos, tres ascensores y una escalera mecánica, pero las imágenes del desastre más absoluto provocaron que el mundo se volcara.
En pocas horas el aeropuerto de Puerto Príncipe se quedó pequeño para recibir decenas de aviones con alimentos, tiendas de campaña y bomberos de todo el planeta. El expresidente Bill Clinton organizó una conferencia de donantes de Montreal donde lograron 15.000 millones de dólares y España se convirtió en el tercer país más generoso después de Estados Unidos y la Unión Europea. En pocas semanas 10.000 organizaciones no gubernamentales de todo el mundo se acreditaron ante la ONU. El primer país libre de América Latina pasó a conocerse como la “república de las ong’s”.
Una década después, cientos de miles de haitianos viven en casas prefabricadas mejores que las que tenían, con acceso a servicios básicos y alejados de las cañadas y las laderas. Sin embargo, la hambruna se extiende en un país donde 1.200.000 haitianos viven en situación de emergencia alimentaria y un tercio de sus 11 millones de habitantes requiere de ayudas para comer. Deforestado y esquilmado la población, con una esperanza de vida de 45 años, vive tan expuesta como antes a los desastres naturales.
Diez años después, el gran experimento de solidaridad internacional ha dejado muchas lecciones sobre “lo que no hay que hacer” y una sensación de frustración entre quienes han estado involucrados, “porque se ha perdido la oportunidad de entrar a fondo en los problemas de Haití”, resume Edmond Mullet, jefe de la misión de Naciones Unidas tras el terremoto.
Mullet aterrizó un día después del temblor. Llegaba para sustituir a su compañero, fallecido en el sismo junto a otros 110 trabajadores de la ONU. “El dinero no podía ser entregado porque no había nadie al otro lado para recibirlo. El Estado haitiano estaba desaparecido y las posteriores crisis políticas han dificultado la reconstrucción”, resume Mullet. “14 meses después, en marzo de 2011, hubo un terremoto en Japón e hicieron una reconstrucción perfecta. La diferencia está en donde hay Estado o no”.
El terremoto puso a prueba a las agencias internacionales- Naciones Unidas encaró el desafío descabezada y sin los trabajadores que mejor conocían el terreno- y evidenció las carencias de un modelo de cooperación tan entusiasta como descoordinado. Paralelamente comenzó lo que Mullet llama “turismo humanitario”, con miles de ong’s en el terreno algunas casi familiares y claramente ineficaces. “Había médicos que llegaban de Miami en su avioneta privada, operaban a unos cuantos y se regresaban, sin que hubiera posibilidad de supervisión o seguimiento alguno”, recuerda.
A ello se une la manipulación política y los intereses de cada país. Y pone dos ejemplos: “Estados Unidos comenzó a distribuir comida desde el aire sin avisar a nadie lo que provocó disturbios y más muertos”. O el de Venezuela. En aquellos tiempos Hugo Chávez estaba en plenitud de facultades y movilizó a Haití cientos de efectivos acompañados de un gran despliegue mediático que a veces llegaban a desescombrar donde ya no era necesario, recuerda el funcionario.
Uno de los mayores expertos en el país caribeño es el diplomático brasileño, Ricardo Seitenfus, ex representante de la OEA en Haití. Según Seitenfus “el 60% de la ayuda financiera anunciada y aprobada no llegó a Haití. Otro 20% llegó y salió de inmediato y un 19% fue a instituciones internacionales, como la Organización Mundial de la Salud (OMS) o la Cruz Roja, entre otras. Por las instituciones de Haití sólo pasó 1% de las donaciones”, sostiene Seitenfus, en su libro Haití, dilemas y fracasos internacionales. Para el diplomático gran parte de la culpa la tiene la elite haitiana que obedece a lo que llama el “tridente Imperial” (Estados Unidos, Canadá y Francia).
Para la Cruz Roja Internacional la movilización de Haití “fue la mayor operación humanitaria realizada en su historia”, explica Diana Medina, Gerente de comunicación para las Américas de Cruz Roja.
Después llegó la crisis económica, el olvido y la sucesión de crisis políticas en la que sigue sumergido la mitad de la isla la Española. Un pedazo de tierra atrapado entre Cuba, Jamaica y Puerto Rico, donde antes paraban los cruceros.
Entre los aspectos positivos, “la catástrofe nos enseñó a trabajar de forma coordinada”, añade. Medina destaca que ahora se trabaja más con las comunidades para que sean estas quienes primero se hagan cargo en caso de desastre. Paralelamente se construyó en Panamá un enorme centro logístico donde aguardan miles de kilos de comida, agua, productos de higiene en caso de necesidad, explica a EL PAÍS.
En la última década, Haití, el primer país en lograr la independencia en América Latina, aprendió que entre la independencia y a la dependencia absoluta, hay 38 segundos de diferencia.
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