Cuando llega la hora del iftar, la de la ruptura del ayuno por Ramadán, hay que ir con mucho cuidado porque es la más tensa del día. Hay que recordar que es el momento en el que los creyentes llevan más horas sin comer, sin beber y algo que suele crispar mucho los nervios: sin fumar. Por eso en las casas se hace un silencio sepulcral, con los platos llenos de humeante harira y la mesa llena de deliciosos manjares, todos atentos al reloj como esperando el pistoletazo de salida de una carrera. En casa teníamos una tabla colgada en la cocina con la hora exacta en la que salía y se ponía el Sol. También contenía la de los rezos, pero la que teníamos marcada con fluorescente era la del momento de ponerse el Sol, cuando, por fin, podríamos recuperar el aliento y la claridad mental volviendo a comer y beber. Por todo esto, ningún musulmán mínimamente sensato dejaría una conversación difícil, como la del otro día de Pedro Sánchez con Mohamed VI, para el momento del iftar.
No hay forma más eficaz de obsesionarse con la comida y el agua que prohibiéndolos. Ni que sea unas horas. Recuerdo madrugar para comer estofados de ternera con verduras y volver a dormir. Luego estar todo el día con la boca seca, deseando que acabara pronto el día, a veces enjuagándome con un poco de agua. Si estaba ocupada en cosas, el tiempo pasaba volando, pero las tardes de los fines de semana con el aroma de la harira estimulando los jugos gástricos de un estómago vacío se hacían interminables. Después de probar algunos bocados, empezaban los retortijones. Cualquiera que tenga cierta predisposición a la bulimia o la anorexia tiene en el Ramadán un perfecto detonante. Y es la prueba de que el ayuno intermitente no funciona: muchos musulmanes ganan tantos kilos durante el mes sagrado como en Navidad quienes la celebran.
Hay algo alienante en el hecho de someterse a un sacrificio tan duro, a vivir cada año 28 días de privaciones impuestas por la fe, a tener que pasar hambre cuando se tiene la nevera llena. Que el Ramadán es una experiencia durísima no lo admite casi ningún musulmán. Porque supone una ofensa, pero también porque tiene una enorme carga emocional al tratarse de una celebración que impregna la memoria familiar. Pero aun así yo me pregunto si no podríamos buscar rituales menos draconianos. Los teólogos insisten en que es un mes que nos acerca a Dios, pero a mí a lo único a lo que me acercó fue a la obsesión por la comida. También entendí que de nada sirve entrenarse en el sufrimiento porque lo único que deseamos cuando termina es olvidarlo para siempre.
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