Helga de Alvear, sobre atesorar obras de arte y regalar su catálogo al público: “¡Coleccionar arte es una droga! Sobre todo para el bolsillo”

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Helga de Alvear posa para ICON DESIGN en su galería de Madrid. Detrás de lla una obra de Jorge Galindo, uno de los artistas que representa.
Helga de Alvear posa para ICON DESIGN en su galería de Madrid. Detrás de lla una obra de Jorge Galindo, uno de los artistas que representa.Yago Castromil

Lo primero que hace Helga de Alvear (Kirn, Alemania, 85 años) al ver a un conocido es hablar de la última pieza que acaba de comprarse. Y siempre acaba de comprarse una. Esta vez es una instalación del artista minimalista francés Daniel Buren. La señala en el catálogo que saca de un cajón de su despacho. “Me han hecho un superprecio”, aclara (también confiesa cuál). Ella tiene ahora su propio museo en Cáceres, y está donando por partes a la Junta de Extremadura una colección de arte acumulada durante décadas, unas 3.000 piezas: ha entrado en el noble y reducido olimpo de coleccionistas que regalan su catálogo al público. Pero sigue comprando a un ritmo frenético. Eso tiene un nombre, y ella misma lo pronuncia. “¡Claro que coleccionar arte es una droga! Sobre todo para el bolsillo”.

Siguiendo con el paralelismo, dicen que la regla de oro de los traficantes es no hacerse adictos al producto que venden, pero ella la incumple flagrantemente. Le pregunto si no genera cierto conflicto acaparar dos papeles clave de la cadena alimentaria del mercado del arte, los de coleccionista y galerista, pero niega la mayor: “Siempre me quedo con una obra de mis exposiciones, pero espero al último día, porque el cliente siempre va primero. Nunca he competido con mis clientes. Sería muy feo”.

Galerista es desde que en 1980 se puso a trabajar para Juana Mordó, cuyo establecimiento acabó comprando. Todo el mundo pensaba que Helga era una asistente a sueldo –las broncas que Mordó le echaba sin cortarse un pelo alentaban el malentendido– cuando en realidad, financieramente, llevaba la sartén por el mango. Entonces estaba casada con el arquitecto cordobés Jaime de Alvear (fallecido en 2010), al que había conocido en una boda cuando aún se llamaba Helga Müller y era una veinteañera alemana de familia acomodada que estudiaba español. El trabajo le vino bien para evitar la previsible depresión: ella era, después de todo, una mujer europea y con cierto mundo trasplantada al corazón de la España franquista.

Entra un enfermero en el despacho. Va a hacerle una PCR, porque al día siguiente viaja al balneario austriaco que le administra su tratamiento anual de ozono. Su hermano, que está al frente de las empresas familiares, le cede un avión privado, a ella y su hija Patricia. “¡Vamos a ir las dos como en Pretty Woman!”, proclama emocionada. Su auténtico momento Pretty Woman me lo contará un rato después. Fue cuando, durante una edición de la feria Art Basel en los noventa, entró en la caseta de una renombrada galería británica interesándose en una foto de Jeff Wall.

“Me atendió un tío así, muy esnob. Le digo: ‘Esa foto la quiero yo’. Y él me responde que no está a la venta. Y yo: ‘¿Cómo? ¿La trae aquí y no la vende? ¡Eso no puede ser!’. Y él: ‘Es que usted no puede pagarlo’. Me dio un precio absurdo, y yo le dije que trato hecho, que le daba un talón y me llevaba la obra. Y así fue. Eso sí, nunca más les he comprado nada a esos, aunque desde entonces me mandan propaganda y de todo. Es que cuando empiezas se creen que eres imbécil. En cambio, Rudolf Zwirner [fundador de la feria Art Cologne y padre del también galerista David Zwirner] me ayudó muchísimo. Una vez había siete obras que me interesaban, pero yo no tenía dinero para comprarlas. Me dijo: ‘Pues compra tres, y las otras te las guardo hasta el año que viene o cuando puedas’. De gente así he aprendido cómo hacer las cosas. Ahora su hijo David tiene como seis galerías. Se ha convertido en una multinacional. Multinacional nosotros, que fabricamos mascarillas y las vendemos en todos lados. Pero una galería en veinte mil sitios, no sé yo”.

Por “nosotros” se refiere al negocio familiar en Alemania. Su actividad principal es producir materiales sanitarios, de donde se deduce que últimamente el capital ha fluido con generosidad. Ella ha destinado parte a luchar contra la pandemia –donó un millón de euros a las investigaciones del CSIC–, lo que no le ha obligado a apretarse el cinturón como coleccionista. “Gracias a Dios las fábricas funcionan bien, y además mi hermano es un encanto”, resume. Ese encanto nunca la deja en la estacada a la hora de financiar sus enamoramientos artísticos: bien lo saben sus colegas, que cada año anhelan sus paseos el primer día de ARCO.

Detalles de las oficinas de la galería madrileña, el museo en Cáceres abrió en marzo.
Detalles de las oficinas de la galería madrileña, el museo en Cáceres abrió en marzo. Yago Castromil

De Alvear, la galerista en España de Ángela de la Cruz, Santiago Sierra o Candida Höfer, no es una de esas coleccionistas millonarias que solo persiguen grandes nombres. El Museo de Arte Contemporáneo Helga de Alvear de Cáceres concede el mismo estatus a un dibujo de Paul Klee o la descomunal lámpara carmesí de Ai WeiWei que a las modestas piezas de Erlea Maneros Zabala, José Luis Alexanco y Juan Luis Moraza. El edificio, que funciona al mismo tiempo como construcción independiente y extensión del palacio de principios del XX que le cedió la Junta para establecer su Fundación (la Casa Grande), está firmado por Emilio Tuñón y se concibió a medida de la colección que iba a albergar, justo lo contrario de la práctica habitual desde que empezaron a arreciar los efectos del Guggenheim.

Toda esa colección acabará en Cáceres en un momento u otro: “Total, si conmigo no se puede venir ni al cielo ni al infierno, donde sea que vaya. Antes lo decía y nadie me creía. Pensaban que la iba a revender. Pero no lo he hecho”. Tampoco espera fastos y homenajes por ello: “Me da igual. No me gustan las fiestas, en eso nunca me he integrado en la sociedad de aquí. Soy muy solitaria, tengo cuatro amigos de verdad y no son gente que sale. Vamos, que en el ¡Hola! no me van a encontrar”.


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