Uno desayuna tranquilamente con un amigo el café y el cruasán de cada día, la rutina cotidiana, e ignora que esta será la última vez, que la muerte irrumpirá a los pocos minutos y la vida cambiará para siempre. “¿Cómo pensar que algo así pueda ocurrir aquí?”, dice Jean-François Gourdon, tesorero de la basílica de Notre-Dame en Niza. “Nunca, nunca, nunca”, añade.
A las ocho de la mañana, Gourdon desayunó en un café cercano, como solía, con el sacristán de la basílica, Vincent Loquès. Juntos abrieron las puertas del templo y se despidieron. Antes de marcharse, Gourdon le dijo a Loquès: “Te veo a las seis de la tarde”. Era la hora de la misa. Unos minutos después de despedirse, un hombre entró con un cuchillo en el templo y mató a Loquès y a dos mujeres que en aquel momento rezaban en el interior. Hacía 10 minutos que Jean-François Gourdon se había marchado. Escuchó las sirenas y deshizo el camino. La iglesia ya estaba acordonada. “Vi un cadáver en el atrio”, recuerda horas más tarde, mientras anochece y la catedral sigue acordonada. “En seguida comprendí que era él”.
Niza es una ciudad curtida, los atentados no son algo nuevo para sus habitantes, pero el estupor y la rabia después de cada ataque no desaparecen. Los recuerdos se amontonan en esta ciudad encajonada entre las últimas estribaciones de los Alpes y el Mediterráneo, ciudad triplemente golpeada por el terrorismo, como recordó unas horas antes ante la catedral el presidente Emmanuel Macron.
El 3 de febrero de 2015, un delincuente radicalizado atacó con un cuchillo a tres militares que vigilaban un centro comunitario judío, cerca de Notre-Dame. Y el 14 de julio de 2016, un terrorista al volante de un camión mató a 86 personas en el paseo de los Ingleses, donde habían acudido para ver los fuegos artificiales de la Fiesta Nacional.
“¿Por qué Niza? ¿Por qué siempre eligen Niza?”, se pregunta a gritos frente a Notre-Dame Houfrane Zaki, una mujer originaria de las islas Comoras y musulmana que había convocado un minuto de silencio, una vigilia ecuménica en la que se mezclaban paseantes y periodistas. “Este tipo no era musulmán: era un sinvergüenza”, dice aludiendo al terrorista. “¡Stop! Quienes tengan ganas de matar, que se vayan a su país a hacerlo”, dice mientras su tono de voz, cada vez más alto, atrae a la multitud, hasta que la conversación con este corresponsal acaba por convertirse en un pequeño mitin.
“El islam es una religión de paz”, dice mientras le da la mano un hombre cargado con cruces y con una vela de Notre-Dame. Se llama Frank Rousselot, es profesor de escuela infantil y fiel de la basílica, a la que acude cada domingo. Más tarde, deja la vela frente a la iglesia. “He dejado la vela porque creo que es importante que regrese la luz”, explica. “Hoy ha sido un día tenebroso”.
El ambiente es extraño esta tarde en Niza. Triste y tenebroso, como dice Rousselot, pero también apresurado, porque es un día doblemente particular. Por el atentado y porque a medianoche entra en vigor el confinamiento nacional contra el coronavirus. Es la hora de hacer las últimas compras y regresar a casa.
“No sé explicarle a mi hija por qué tanto odio”, dice Suzanne Beer, profesora de Filosofía en un instituto de París que ha venido unos días a Niza. Iba a regresar a París el domingo; el confinamiento les ha obligado a adelantar el viaje. Su hija, de siete años, corretea en el parque que hay detrás de la basílica mientras la policía científica entra y sale del templo. “No somos creyentes, pero le he explicado qué es una religión. Pero entre la religión y el integrismo religioso hay una gran diferencia. Y con matar hay una diferencia también: el fanatismo”.
El padre Franklin Parmentier, cura de Notre-Dame, no cree posible encontrar explicaciones. “No podemos comprenderlo, porque si lo comprendiésemos significaría que lo podríamos hacer. Si usted lo comprendiese, me inquietaría”, dice. Las iglesias ya sabían que podían estar en el punto de mira del yihadismo, como mínimo desde el degollamiento del cura de Saint-Étienne-du-Rouvray el 26 de julio de 2016. Ahora, dijo Macron, son un lugar que merece especial protección, como las escuelas, lo que refleja bien el momento grave que vive este país.
“Hay un texto de san Pablo que dice: ‘Ni la muerte ni las potencias, nada nos podrá separar del amor de Dios. Todos estamos confrontados a la muerte”, dice Parmentier mientras suenan las campanas de esta iglesia de finales del siglo XIX en un estilo neogótico, inspirado en Notre-Dame de París y en la catedral de Angers, para marcar el carácter francés de esta ciudad que no se incorporó a Francia hasta 1860. “El cristiano no teme la muerte”, concluye.
Escenario del terrorismo y punto de partida de yihadistas
“Escuché los disparos y pensé en el 14 de julio”, decía la conserje de un edificio de oficinas enfrente de la catedral de Notre-Dame, en la ciudad de Niza. La mujer, que no quiso dar su nombre, se refería al atentado con camión del 14 de julio de 2016 en el paseo de los Ingleses. Cuando el jueves por la mañana los vecinos escucharon los disparos de la policía que dejaron herido al terrorista que mató a tres personas y cuando oyeron las sirenas por todo el centro de la ciudad; y cuando unos minutos más tarde saltaron las primeras noticias del atentado y llegaron a los oídos del resto de la población por las redes sociales o los informativos, todos pensaron en aquella fiesta nacional que acabó en una masacre perpetrada por un yihadista que embistió a los viandantes con un camión. Esta ciudad conoce en carne viva la amenaza, es un frente en el terrorismo. Por los atentados sufridos: el del paseo de los Ingleses y, en 2015, el de los soldados que quedaron heridos por un ataque con cuchillo ante un centro judío. Pero también porque fue durante la última década uno de los principales puntos de partida de franceses que emigraron a Siria para unirse a las filas del grupo yihadista Estado Islámico.
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