Historia de una ecuación: la materia ni se crea ni se destruye

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Retrato de los Lavoisier, por Jacques-Louis David, (Museo Metropolitano de Nueva York)
Retrato de los Lavoisier, por Jacques-Louis David, (Museo Metropolitano de Nueva York)

Todos sabemos el cambio que supuso para la humanidad el descubrimiento del fuego hace unos 800.000 años (ni siquiera fue el Homo sapiens quien lo descubrió, sino el Homo erectus). Durante milenios, se usó sin saber cómo funcionaba, pero esta ignorancia no pasó desapercibida para los herederos de la revolución científica, que no dudaron en buscar una explicación. Con el tiempo se percataron de que la clave residía en la combustión, el proceso químico que rige el funcionamiento del fuego: cuando un elemento entra en contacto con el oxígeno, se quema y produce dióxido de carbono y agua. Era la primera ecuación que se planteaba en el campo de las reacciones y suponía el comienzo de la conversión de la alquimia en una ciencia rigurosa: la química. Un cambio de paradigma rodeado de unas circunstancias tan agitadas como el fuego mismo.

X + O₂ → CO₂ + H₂O

Fórmula de la combustión

Mientras Lagrange, Euler y Hamilton competían por ver quién construía la teoría matemática más abstracta y elegante, a lo largo del siglo XVIII hubo varios científicos que no se centraron en la dinámica y el cálculo, sino que, lejos de unos formalismos tan alejados de la realidad y tan complejos, juguetearon con el estudio del calor y se adelantaron casi un siglo a una de las principales teorías del siglo XIX: la termodinámica. Al mismo tiempo, se descubrieron nuevas sustancias, los elementos químicos, y tanto los laboratorios como los lugares de experimentación empezaban a surgir por todo el continente. El método científico comenzaba a sustituir a la magia de la alquimia. Los científicos europeos, poseídos por el espíritu de la Ilustración, estaban dispuestos a experimentar, pero no eran los únicos que querían cambiar el statu quo. Si hablamos de Europa y de revoluciones, debemos fijar nuestra atención en Francia.

Allí, nos encontramos con Antoine Laurent Lavoisier, que nació en 1743 en el seno de una rica familia de la que heredó una gran fortuna a muy temprana edad tras la muerte de su madre. Puesto que era una persona enormemente inteligente y se involucraba con la sociedad, supo dar utilidad a tal fortuna. Por un lado, elaboró un concienzudo proyecto de mejora de la iluminación de las calles, desarrolló mecanismos de purificación del agua de París y realizó informes sobre las condiciones de insalubridad de las cárceles entre muchas otras cosas. Por otro, aprovechó la herencia para realizar distintas inversiones e incrementar la fortuna inicial que poseía. Fue especialmente rentable la que realizó en la ferme générale (granja general), una institución semifeudal que en plena Ilustración recolectaba impuestos para la corona (cebándose especialmente con los campesinos pobres).

El principal trabajo de los Lavoisier fue convertir la química en una ciencia como tal, que se centraba en la cuidadosa medición de todas las cantidades y en la obtención de conocimiento a través de la experimentación

Aparte de todo esto, Lavoisier aparece en este libro por su gran aportación a la ciencia, pues se le considera el padre de la química. Su desahogada situación económica le permitió dedicarse a la investigación sin preocupaciones y construir el laboratorio químico más avanzado del momento. Además, hubo algo más en su vida que no era habitual entre la aristocracia de la época: un matrimonio basado en el afecto y el amor mutuo. Se casó con Marie-Anne Paulze, una mujer tremendamente culta, inteligente y curiosa. Su relación era tal que Lavoisier no dudó en convertirla en su colaboradora. Paulze tenía una sólida formación en artes (fue alumna de Jacques-Louis David) e idiomas y aprendió química rápidamente. Además, puesto que Lavoisier solo hablaba francés, los conocimientos en inglés de ella fueron de vital importancia a la hora de traducir e interpretar los resultados de sus coetáneos, sobre todo en lo que a la teoría de la combustión se refiere.

Tradicionalmente, se ha otorgado a Lavoisier todo el crédito sobre la parte creativa y de los descubrimientos, a pesar de que se sabe con certeza que Paulze fue la responsable de todas las ilustraciones de los dispositivos experimentales, además de ser la editora de todos los trabajos y la responsable de la traducción a otros idiomas de su obra. Dejando a un lado esta controversia, vamos a contar los avances que se produjeron en ese laboratorio, los cuales cambiarían para siempre la historia de la química.

Hasta este momento no existía una frontera clara entre la química y la alquimia y, pese a que se habían hecho valiosos descubrimientos, estos venían acompañados de oscuras teorías espiritistas. Por ejemplo, en 1669 el alquimista Henning Brand descubrió el fósforo (el primer elemento hallado después de la Edad Antigua) mientras intentaba destilar el oro de la orina para crear la piedra filosofal. El principal trabajo de los Lavoisier fue convertir la química en una ciencia como tal, que se centraba en la cuidadosa medición de todas las cantidades y en la obtención de conocimiento a través de la experimentación. En un alarde de pensamiento científico e ilustrado, Antoine Laurent diría:

No debemos confiar en nada que no sean hechos: estos se nos presentan a través de la naturaleza y no pueden engañarnos. Debemos, en todos y cada uno de los casos, someter nuestro razonamiento a la prueba de la experimentación, y nunca buscar la verdad sino por el camino natural del experimento y la observación.

Uno de los grandes vacíos que tenía la química por aquella época concernía a la teoría de la combustión. Desde la antigua Grecia, pervivía la teoría del flogisto (muy ligada a los cuatro elementos de Aristóteles). Esta teoría proponía algo bastante intuitivo: los objetos combustibles (madera, aceite, etcétera) poseían el elemento fuego (llamado flogisto) y lo liberaban al arder. A pesar de trabajar desde el marco de la alquimia y con unas motivaciones mágicas y metafísicas, Georg Ernst Stahl había sido capaz de dotar a la teoría del flogisto de una sólida base experimental, pero había una cuestión que se le escapaba: no podía explicar por qué algunos elementos entraban en combustión y se desvanecían (como la madera) y otros se calentaban y ganaban masa (como los metales). Por ejemplo, en el caso del fósforo, las cenizas pesan más que la sustancia antes de arder. ¿De dónde salía ese exceso de masa? Esta era una pregunta imposible de responder con la teoría del flogisto, que entendía la combustión exclusivamente como un proceso de liberación.

El científico se dio cuenta de que la clave de todo estaba en el nuevo elemento que había descubierto, el oxígeno

En cualquier caso, proponer una teoría alternativa no era tan sencillo y aquí es donde Lavoisier entra en acción. El científico se dio cuenta de que la clave de todo estaba en el nuevo elemento que había descubierto, el oxígeno. Nadie había podido explicar la existencia del fuego con anterioridad porque no se conocía este elemento y, sin él, es imposible que se cree fuego. Pero ¿cómo llegaron a esa conclusión los Lavoisier?

Lavoisier se propuso quemar todas las sustancias que pudiera en recipientes aislados, tanto aquellas que ganan masa como las que la pierden. ¿Y qué encontró? Pues que no es cierto ni lo uno ni lo otro. ¿Irónico, verdad? De hecho, descubrió —y después lo aplicó con éxito a todas las reacciones químicas imaginables— que, si tenemos en cuenta la masa de todas las sustancias que forman parte de la reacción —gases incluidos, por esto eran necesarios recipientes cerrados—, la masa total siempre se conserva. Sus coetáneos cometían el error de no pesar el oxígeno y, además, no tenían en cuenta la combinación del combustible con este, por eso para ellos los cuerpos ganaban y perdían masa sin una lógica aparente. Sin embargo, con este nuevo enfoque de la combustión, Lavoisier no solo descubrió un nuevo elemento (algo ya de por sí muy remarcable), sino que desarrolló la ley de la conservación de la masa, que marcaría el salto definitivo de la alquimia a la química como ciencia rigurosa. En el monumental Traité élémentaire de chimie (Tratado elemental de química), sin duda uno de los libros más influyentes de la historia de la química, Lavoisier la describió en su forma más sencilla:

En la naturaleza nada se crea, nada se destruye, todo se transforma.

Lavoisier trabajó en todo esto desde 1784, cuando realizó su primera explicación de la combustión (en la que desmontaba la teoría del flogisto), hasta 1789, cuando se publicó el Tratado elemental de química mientras estallaba la Revolución francesa. Este terremoto social no supuso para Lavoisier trauma alguno. Pese a ser de buena familia y muy rico, su carácter reformista y todo el esfuerzo que había dedicado a mejorar la nación, sobre todo desde el punto de vista técnico, hicieron que se ganara el respeto de los revolucionarios, además de sentirse muy cómodo con los principios de Liberté, Égalité, Fraternité [Libertad, igualdad, fraternidad]. Tanto es así que en 1791 participó, junto con Pierre-Simon Laplace, en la comisión de pesos y medidas que estableció el sistema métrico como el más idóneo. Además, intercedió en favor de su buen amigo Lagrange (nacido en Turín) cuando la Revolución decidió desposeer de propiedades a los extranjeros.

Lavoisier no solo descubrió un nuevo elemento (algo ya de por sí muy remarcable), sino que desarrolló la ley de la conservación de la masa, que marcaría el salto definitivo de la alquimia a la química como ciencia rigurosa

Sin embargo, la situación cambió enormemente cuando los jacobinos llegaron al poder en 1793 y comenzó el Reinado del Terror. En noviembre de ese mismo año se ordenó la detención de todos los antiguos miembros de la Ferme générale (la odiada institución fiscal), entre los que se encontraba nuestro protagonista. Marie-Anne se ocupó de preparar la defensa de su marido, e hizo hincapié en su inocencia y en lo relevante que era para la República. Entre sus argumentos se encontraban algunos tan sólidos como que ella y Lavoisier habían creado una comisión para perfeccionar la pólvora que empleaba el ejército francés y, con ello, defenderse de sus enemigos cuando las naciones del Antiguo Régimen (España y Austria) declararon la guerra a la Revolución. Todas estas pruebas fueron desechadas y se hizo célebre la réplica del juez jacobino Jean-Baptiste Coffinhal: “La República no necesita científicos”. El autor de la ley de conservación de la masa fue ejecutado en la guillotina el 8 de mayo de 1794.

Para Marie-Anne la tragedia fue todavía mayor, pues entre los otros veintisiete antiguos recaudadores de impuestos que perdieron la cabeza junto a Lavoisier también se encontraba su padre. Todos los bienes del matrimonio, incluido el material científico, fueron requisados y pasaron a manos del Estado. Sin embargo, Paulze peleó contra la injusticia que se había cometido y, en 1795, cuando el Reinado del Terror ya había finalizado y Robespierre y el juez Coffinhal habían sido guillotinados, el Estado francés reconoció la inocencia de Lavoisier y devolvió a Marie-Anne todo lo confiscado. Esta incansable mujer reunió el trabajo científico no publicado y dañado por la requisación y sacó adelante las Mémoires de chimie (Memorias de química), otro libro fundamental en el que, por primera vez en la historia, se explican hechos como que el agua no es un elemento fundamental, sino una composición de hidrógeno y oxígeno. En el prólogo del libro (eliminado en las siguientes ediciones), Marie-Anne Paulze hacía una amarga crítica a la Revolución y a los caminos sangrientos que esta tomó.

La Revolución francesa fue a la vez una época fascinante y trágica. Historias como la de Lavoisier ilustran cómo buenas intenciones y ansias de cambio, mezcladas con prisas y fanatismos, dieron lugar a enormes contradicciones y, en muchos casos, a desgracias. En contraste, en el campo de la ciencia, la comprensión de un fenómeno tan fundamental como el fuego nos hizo abandonar la teoría del flogisto y empezar a entender que en la naturaleza existen elementos químicos que reaccionan entre ellos. Y, lo más importante, que, en cualquiera de estas reacciones, la masa de todos sus elementos se conserva.

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