Los perros estaban extremadamente inquietos cuando Pavel Kolomoizev llegó el domingo a la granja. A la entrada, en el barro, le esperaba un socavón. El disparo de mortero abombó y rompió la valla metálica. Dentro, la pared de la caseta de labor, donde los trabajadores de la finca agrícola cocinan, descansan y, a veces, duermen, está ahora sembrada de agujeros y desconchones. Las ventanas ya no tienen cristales. “Afortunadamente, esa noche no la pasé aquí”, comenta Kolomoizev. El operario, de 48 años, ojos rasgados y un gorro negro calado hasta las cejas, se pasó el día recogiendo los trozos de proyectil que quedaban, barriendo los vidrios y cubriendo los huecos grandes con plásticos. “Cuando piensas que va a haber por fin tranquilidad, que las cosas se enfrían y podemos seguir adelante, empieza todo de nuevo”, dice mientras se sirve un poco de té de un termo en una taza de loza.
Mientras se intensifica la violencia a lo largo de la línea del frente en el Donbás, donde el ejército ucranio y los separatistas prorrusos apoyados por el Kremlin luchan desde hace ocho años, pueblos como Krasnogorivka, a solo unos kilómetros de la zona roja y de las trincheras, sufren la escalada. El frágil alto el fuego firmado en 2019 (el enésimo) se ha estado incumpliendo constantemente y los ataques han sido una realidad desde que empezó el conflicto, según la misión de observación de la OSCE. Pero desde el jueves, con las tensiones entre Rusia y Occidente disparadas y el conflicto del Este de Ucrania de fondo, la situación es “mucho peor”, dice Vasili Grebinik, un minero jubilado de 73 años.
Kiev y los líderes secesionistas de Donetsk y Lugansk alzados por el Kremlin, se culpan mutuamente de los bombardeos. Dos civiles han muerto este lunes en dos ataques en Novoluhanks, en territorio controlado por el Gobierno ucranio. El domingo, los jefes de las autoproclamadas “repúblicas populares” de Donetsk y Lugansk, informaron del fallecimiento de dos civiles. Acusan al Gobierno del presidente Volodímir Zelenski de sabotear infraestructuras críticas y de planear un ataque para recuperar toda la región. Kiev lo niega y asegura que todo está siendo una maniobra cuidadosamente planificada, una operación falsa ideada por el Kremlin para iniciar una intervención en las regiones separatistas, que el presidente ruso, Vladímir Putin, ha reconocido este lunes como repúblicas independientes, con el argumento de proteger a la población de lo que sus asesores de seguridad han denominado un “régimen nazi”.
Al ritmo de las declaraciones políticas y el frenesí de las conversaciones diplomáticas para escalar una crisis que está tomando un tamaño mayúsculo, los bombardeos siguen tocando la región del Donbás. Los proyectiles han derribado tendidos eléctricos y dañado varias tuberías en los asentamientos más cercanos a la línea de contacto. En Krasnogorivka, un pueblo dedicado a la agricultura, llevan sin luz desde el domingo. Así que Víktor, capataz de un koljoz (granja colectiva) cercano, y varios vecinos tratan de arreglar por su cuenta, ayudados de un tractor con plataforma, el cableado y el transformador que da electricidad a la zona. “No podemos estar sin luz, sin frigorífico, algunos hasta sin calefacción,”, dice Víktor.
No queda nada de la riqueza que en otros tiempos lucía en la región del Donbás, una zona industrial y minera, importante motor económico en los tiempos soviéticos. La última guerra de Europa, que se ha llevado ya unas 14.000 vidas por delante de ambos bandos y obligado a más de un millón y medio de personas a dejar sus casas, también está sangrando la economía del este de Ucrania y, en general, de todo el país. El Donbás está lleno de cicatrices de proyectiles y edificios abandonados. También de cultivos baldíos, dice Alexander Vasilievich, que solía trabajar en una compañía agrícola. “Está todo tan mal que cuesta ver cuáles son disparos nuevos y viejos”, apunta Vasilievich, encogiéndose de hombros. De fondo, a lo lejos se escucha una detonación. El hombre ni se inmuta.
En la ciudad de Mariinka, escenario de duros combates al principio de la guerra y que llegó a estar bajo control separatista un par de días, Luba Vetrova y un grupo de amigas charlan animadamente sentadas en los bancos de un parque bajo el sol de invierno. “Qué podemos hacer, no hay luz en casa”, dice Vetrova, de 69 años. Todas están furiosas. Culpan al Gobierno de la guerra y de la escalada. Creen que todo sería “mejor” si los soldados del ejército de Kiev se fuesen, alguna incluso piensa que varios de los proyectiles que caen de vez en cuando son ucranios. “Por accidente o no, yo solo sé que a mí me han roto el tejado cuatro veces. Sea quien sea nosotros estamos aquí en medio”, dice una de ellas. Vetrova, que vive de una pequeña pensión, echa de menos los tiempos de la Unión Soviética, cuando iba de vacaciones al mar Negro o a Bakú (Azerbaiyán). “Ahora llevo sin salir de aquí dos décadas”, se lamenta.
Tamara Mavrova también tiene cierta nostalgia. Pero de la ciudad que pudo ser y que quedó truncada por la guerra. “El año pasado vino el circo y compramos entradas para mi nieta. Hubo varios ataques y no pudieron actuar”, cuenta. La mujer, de 70 años, que trabajaba en un pequeño comercio hasta que la guerra lo cerró, lleva dos días sin luz y sin agua. Tiene la casa sembrada de velas y linternas, y el pasillo lleno de garrafas de agua. “Al principio de la guerra nos fuimos con unos familiares a otra zona. Pero ahora somos todavía mayores y dónde vamos a ir”, se lamenta. Asegura que, pese al paso de los años, no puede acostumbrarse a los bombardeos: “Cuando llegan me muerdo la lengua y me siento a esperar a que pasen”, dice.
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