Bajo una lluvia que no cesa y empapa hasta los huesos, unos perros raquíticos deambulan entre el hambre y la desesperación que se palpan ante la fachada del Instituto de Migración de Trojes, municipio del Departamento de El Paraíso. En esta localidad hondureña fronteriza con Nicaragua, las estadísticas de la crisis migratoria que atraviesan los territorios de Centroamérica se perfilan en el cansancio de los rostros demacrados, se alzan en testimonios que tratan de explicar los motivos que los arrastraron hasta aquí.
La historia de Joel Yamil encierra toda esa extenuación. “Llevaba dos años viviendo Uruguay, trabajaba en un matadero, pero no alcanzaba… Los salarios allí son muy bajos y la comida carísima. Es un país maravilloso, ¡muy bellas personas las de allí!, pero la economía está muy mal. Así que decidí salir”, cuenta este cubano de 55 años. “Durante la travesía solo pasamos penurias. Nos extorsionaron y golpearon, me pusieron una escopeta en la cabeza y hasta me rompieron el pasaporte, solo por maldad. El trato que recibimos por querer trabajar es inhumano”, relata Yamil, recién llegado a Honduras, país al que solo en la mitad de 2022 ingresaron más de 54.000 migrantes en situación irregular. “El flujo de personas comenzó a triplicarse en marzo y en el último mes se están disparando los datos. Cada vez llegan más, y en peores condiciones”, señala Lidia Rodríguez, responsable de temas migratorios de la Comisión Permanente de Contingencias (Copeco) del país.
Ante la creciente afluencia, los gobiernos municipales de la región decretaron hace meses la emergencia humanitaria, una declaratoria que resaltaba la falta de logística y recursos de las alcaldías para atender el alto porcentaje de personas en condiciones de vulnerabilidad extrema que estaban recibiendo. El 15% de la población que cruza la frontera de forma irregular ya son menores, revelan los datos del Instituto Nacional de Migración (INM) de Honduras. “Ha aumentado significantemente el número de mamás con niños pequeños y familias enteras”, declara Karen Alemán, coordinadora de salud y nutrición de Acción Contra el Hambre, una de las primeras ONG que se instalaron en la zona nada más estallar la crisis.
“Me duele mucho, ya no puedo estar de pie. Pero tengo que seguir. No puede detenerme ahora”, expresa Nadine, haitiana que dejó en su país a su hija de 16 años con su madre para llegar a Estados Unidos. “Quiero trabajar y mandar dinero a mi familia”, relata mientras se envuelve con los brazos sus cinco meses de embarazo. Cada vez le cuesta más moverse, caminar, y todavía le queda una larga travesía. “Atendemos a muchas embarazas que llegan con los tobillos inflamados y en estado crítico. Algunas de ellas lo están porque fueron violadas durante la travesía”, destaca la cooperante nicaragüense. A su alrededor niños muy pequeños se aferran a las piernas de sus madres, madres lo hacen a sus panzas abultadas.
“La situación se ha agravado muchísimo, la llegada en masa de gente nos ha agarrado con las manos para arriba, no podemos atender a tanta cantidad, no tenemos capacidad ni recursos”, señala Abraham Kafeti, el alcalde de la localidad perteneciente al Partido Nacional de Honduras (PNH), opositor al Gobierno encabezado por Xiomara Castro.
“Somos 18 entre todos, contando a los nenes chiquitos. Sabíamos que viajar con niños y con mi mamá, ya viejita, era arriesgado. Pero allá en Venezuela está todo muy mal, vivíamos en la absoluta pobreza. Allí ya se puso muy peligroso”, cuenta Nelson Sánchez. El grupo con el que viaja, nueve de ellos menores, acaba de llegar al Centro Pastoral de Trojes, el único lugar que está brindando refugio a los migrantes en tránsito. “Al principio llegaban hombres solos, pero últimamente son familias”, asegura Mario Ramos, el presbítero salvadoreño responsable de la congregación que ha acomodado en uno de los pabellones de su terreno un espacio para que los extranjeros descansen después de una dura travesía. “Nuestra capacidad es limitada, las instalaciones sólo pueden acoger alrededor de 100 personas. Damos prioridad a familias con niños”, destaca el sacerdote.
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SuscríbeteUna mujer revisa a una migrante en el albergue Jesús está vivo, en la localidad de El Paraíso, Honduras.Gonzalo Hohr
Cuando la emergencia estalló hace unos meses y la orden religiosa comenzó, en medio del confinamiento por covid, a dar asilo temporal—colchonetas en un extenso salón con ventanas sin cristales ni cortinas—, la policía se presentó en el centro pastoral. “Nos dijeron que no podíamos recibir a nadie, aunque hubiera gente en la calle muy enferma, deambulando bajo las fuertes lluvias. Aun así, el obispo dio la orden de que nosotros teníamos que ayudar y nos arriesgamos”, explica el religioso, lamentado la ausencia de acción efectiva por parte de las autoridades.
La Amnistía Migratoria que salva a los migrantes de pagar una multa
“Ya no nos queda nada, lo invertimos todo en el viaje, fueron muchos países que cruzar. ¡Todos los ahorros los perdimos, o nos los robaron! Nos alimentamos de lo que la gente buena nos regala. ¿Cómo le vamos a hacer para seguir?”, se pregunta Nelson Sánchez. Hasta el mes de agosto, “en Trojes solo atendía a las personas que pagaban la cuota parar pasar”, explica la trabajadora de la Copeco. Para transitar por Honduras los ingresados de manera irregular debían pagar una multa de casi 5.000 lempiras, unos 230 dólares. Un incremento de 40 dólares más de lo que estaban pagando hasta junio por el reciente reajuste del salario mínimo del país, y que no aplicaba a los menores de 14 años. “En Nicaragua hasta los bebés tienen que para la multa”, comenta la haitiana Sterencia Valvat con una criatura de cuatro meses en brazos.
La sanción administrativa, la más elevada de la región, y que permitía transitar, salir o regularizar su situación en un lapso de cinco días, era “una constancia de registro, no un salvoconducto, que no servía para transitar por Guatemala”, recuerda uno de los tres trabajadores del área de derechos humanos del INM. “No tenemos recursos técnicos y no podemos hacer una atención integral. Nos la tenemos que ingeniar para organizarlos, si llueve mucho intentamos ubicar a los más débiles en el pasillo”, detalla el agente.
Bajo la presión de las organizaciones internacionales y tras su votación en mayo en el Congreso, este mes de agosto el Gobierno aprobó la Amnistía Migratoria, la excepción de la multa para aquellas personas en situación de irregularidad que ingresaron al territorio hondureño antes del 1 de diciembre de 2022 y que no han regularizado su estatus migratorio. Hasta la aprobación de esta medida, para eludir la sanción administrativa a quienes no podían pagarla, el INM aplicaba un estudio de vulnerabilidad, esto es, una entrevista de 15 preguntas que analizaba su situación socioeconómica, los abusos sufridos, los motivos por los que salieron de su país, entre otras. Este cuestionario no se implementaba en Trojes, sino en Danlí, posicionado en julio como el municipio del país con más puntos ciegos para el tránsito migratorio irregular de personas que ansían llegar a Estados Unidos a través de México. Según datos oficiales, en los primeros días de julio, unos 400 migrantes estaban llegando a esta localidad de forma diaria. “Esos son los que se registran, pero calculamos que hay unos 200 más que cruzan la frontera que no lo hacen”, explica personal del INM.
Organizaciones internacionales desbordadas por la crisis
En Danlí, solo un centro religioso con la coordinación de ONG está brindando apoyo a la población exhausta que llega con picaduras de víboras en las manos y esguinces en los pies. El albergue Jesús Está Vivo se ha convertido en el único escenario de empatía para los migrantes que llegan a la ciudad transfronteriza.
Migrantes hacen fila en Instituto de Migración de Trojes en Honduras, el 5 de julio de 2022.Gonzalo Höhr
Entre bolsas de comida, kits de higiene y consultorios improvisados, el personal sanitario atiende desde primera hora hasta la noche a los más vulnerables. “La mayoría de los niños vienen con diarrea, gripe, neumonía y muchas infecciones. El 70% de ellos traen alguna enfermedad. En las evaluaciones que estamos haciendo no salen altos índices desnutrición, pero sí los riesgos de caer en una desnutrición aguada asociada a patologías”, comenta la cooperante después de pesar y medir a Roseleica, una bebé de 15 meses a la que su madre intenta distraer mientras la examinan con detalle. “El perímetro braquial tiene un peso bajo, de 8,9 kgs”, apunta la joven en una tabla. “Salimos hace tres meses de Brasil y de allí cruzamos por Colombia, Panamá, Costa Rica y Nicaragua. La travesía fue un horror, pero lo peor fue la selva”, explica la haitiana Rosemanise Maxime, madre de la pequeña y de otra niña de nueve años muy atenta a su hermana.
El infierno de una selva
Cada vez que un testimonio menciona la selva, la voz quiebra. Esa palabra evoca al Tapón del Darién, el cruce fronterizo entre Colombia y Panamá que parte en dos la ruta Panamericana. Esta impenetrable área selvática —edén de la biodiversidad convertido en purgatorio para la supervivencia humana—, se impone como paso obligatorio para llegar hasta el norte de América. Un infierno de travesía tras la que quedan, en el mejor de los casos, relatos sobre cadáveres abandonados en los caminos y “hombres que deambulan por la selva sin rumbo, porque perdieron la cordura”, detalla Yamil.
Hace solo unos días que dejó la selva atrás y asegura que no volvería jamás a hacer ese viaje. “La preocupación que yo tengo es esa muchacha embarazada de ocho meses que andaba sola y a la que recomendamos que se uniera a nosotros. Pero no nos hizo caso, siguió adelante por la selva, ella solita con esa barriga, porque ella quería llegar antes de que su hijo naciera”, lamenta el cubano.
La falta de logística y recursos de las alcaldías pone en condiciones de vulnerabilidad a los migrantes.Gonzalo HöhrLos venezolanos, a la cabeza de las cifras migratorias
De la carpa improvisada que Médicos Sin Fronteras instaló frente a la delegación del Instituto de Migración de Danlí, dos padres salen de la mano con sus hijos, uno de 8 años y las chicas de 12 y 14. “Llegaron ayer y les acaban de hacer un test de embarazo a cada una. Les pasó en la selva”, lamenta Rodríguez con la mirada fija en la familia que transita por la carretera rumbo hacia el refugio religioso donde pasarán su primera noche en Honduras. Son de Venezuela, el país cuya nacionalidad, en los primeros días de julio, adelantó a los cubanos y haitianos en las caravanas. Según los reportes oficiales del INM, hasta junio la migración cubana representaba casi un 70% de los ingresos irregulares al país. Haití y Ecuador son las procedencias más comunes que le siguen. También están aumentando otras menos frecuentes como la de Senegal y Angola. Y este mes se reportan algunos ciudadanos de Ghana y hasta de Etiopía, de entre otros países del continente africano.
“Al principio había más solidaridad entre las personas, ofrecían su hospitalidad. Hasta que los migrantes empezaron a verse como un negocio”, explica Kenia Zerón, defensora de los derechos humanos. La activista, que acaba de asumir el cargo de regidora de regidora de Danlí, difundió hace una semana en su perfil de Facebook un vídeo en el que un policía trataba de extorsionar a un migrante. “En esta frontera se están cometiendo vulneraciones de derechos humanos gravísimas y aquí no pasa. La migración no está entre las prioridades agenda política, no hay interés”, reprocha Zerón, para quien la amnistía no es una solución final “pero sí la única opción a corto plazo para suavizar la emergencia que afrontamos”.
“El Gobierno central está descargando la responsabilidad de la migración en los municipios y en la iglesia. Pero, desde que el problema empezó, han podido recaudar millones de lempiras. Y su respuesta cuando pedimos ayuda es no pueden hacer nada. ¿Por qué no invierten esa cantidad de dinero que entra en las arcas del Estado en los mismos migrantes? No hay refugios, los hospitales están abarrotados. ¿A dónde va ese dinero que ingresa el paso irregular?”, denuncia el alcalde de Danlí.
Ante la falta de lugares de resguardo y las lluvias torrenciales, Alice Shackelford, coordinadora residente de la ONU en el país, hizo una llamada telefónica al obispo de la localidad para que permitan seguir alojando personas en las instalaciones de Jesús está Vivo hasta encontrar otra solución. El 29 de junio recibió una carta respuesta. “Me trasladó que iba a prestar su centro como refugio para la labor humanitaria hasta diciembre”, afirma.
“Nos ven como negocio. Se aprovechan de nosotros y nos tratan de forma inhumana, ¡peor que a los perros! Si no tienes dinero no avanzas, te quedas atrás. También si te muestras débil”, sentencia Jamil, que tras una larga travesía por fin descansa sobre un fino colchón en el albergue religioso de Trojes. Esta noche repondrá fuerzas para continuar el camino que trazó en un mapa y cruzar Guatemala. “Y de allá a México. Hasta llegar, no pararé hasta llegar, aunque suponga atravesar el infierno”.
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