Tres años, siete meses y doce días esperó la hondureña Keldy Mabel Gonzáles para darles un abrazo a sus dos hijos, de los que fue separada en 2017 en la frontera sur de Estados Unidos por la política que fracturó a miles de familias durante la administración del expresidente Donald Trump.
El pasado martes, esta mujer se convirtió en una de las primeras beneficiadas de la decisión del ahora presidente, Joe Biden, de reunir a las familias inmigrantes que cruzaron desde México en busca de asilo y cuyos integrantes -en muchos casos menores de edad- fueron separados y terminaron en centros de detención o deportados a sus países.
“Yo estaba sólo esperando un milagro”, relató esta mujer en una entrevista con Efe, al recordar la odisea que vivió desde que huyó de su país impulsada por la violencia.
El pasado martes, Gonzáles apareció por sorpresa en una reunión familiar en la ciudad de Filadelfia y se fundió en un abrazo con Erik y Mino, a quienes no veía desde el 22 de septiembre de 2017, cuando ellos tenían 13 y 15 años, respectivamente.
También se reencontró con su hijo mayor, de 21 años, su mamá, su hermana y el resto de su familia.
Ese día había vuelto a pisar suelo estadounidense, como tantas veces pidió en sus oraciones, con la “cabeza en alto”, después de haber sido deportada a Honduras y de esperar luego casi dos años en Ciudad Juárez, México, por una oportunidad para el anhelado reencuentro.
“Esto para mí fue como que no nos trataron como humanos, nos estaban tratando como que no fuéramos humanos, porque ni aun a un animalito se le tiene que quitar su cachorrito y más a nosotros que somos humanos que nos hicieron tanto daño. Eso fue tan doloroso. Yo nunca me imaginé que iban a hacer esto así”, dijo al recordar el haber sido apartada de sus hijos.
Gonzáles, quien es pastora evangélica, y su familia vivieron una de las muchas historias de violencia en su país. En cuestión de seis años perdieron a seis de sus integrantes, el último de ellos, en 2012, el cuarto de los hermanos de esta mujer, que fue asesinado.
“Ese 2012 pues fue que tomé valor y dije: ‘No. Me matan, me asesinan o los meto presos. Tengo que decidir algo, pero ya basta’. Y tuve que denunciar”, relató sobre lo que recuerda fue el comienzo de una persecución “más fuerte” y de “amenazas por todo lado”, lo que la obligó a huir con sus tres hijos y gran parte de su familia.
De Honduras cruzó al vecino Guatemala y de ahí a Tapachula, en México. El 20 de septiembre de 2017 se entregó junto a Erik y Mino a la Patrulla Fronteriza, en la que por entonces era una práctica común entre quienes buscaban asilo o refugio.
Confiesa que estaba confiada en obtener un asilo, pues tenía “pruebas fuertes” de lo que habían vivido.
Pero su caso fue distinto, parte de lo que se consideró un plan piloto para la implementación, en abril de 2018, de la llamada política de “Tolerancia cero” de Trump, que permitió enviar a los adultos inmigrantes interceptados en la frontera a centros de detención separándolos de los menores que los acompañaban.
Esa política estuvo vigente hasta junio de 2018, cuando un juez federal ordenó suspenderla, pero su aplicación se mantuvo unos meses más y sus secuelas aún perduran.
Fue así que el 22 de septiembre Gonzáles fue informada de que sería trasladada a un centro de detención. Ese día fue además separada de sus hijos.
“El 22 de septiembre de 2017 me los apartaron y desde ahí yo no los volví a ver hasta el día de la reunificación”, lamentó.
Ella supuestamente iba a estar detenida cinco días. Al final, fue llevada a una prisión en El Paso, Texas, donde permaneció un año y medio peleando por su derecho a un asilo. Sus hijos terminaron en un albergue donde permanecieron un mes sin que su familia -ni ella- tuviese noticia de ellos, hasta que fueron entregados a la hermana de Gonzáles en Filadelfia.
Pero aún quedaban pruebas por superar. El 23 de enero de 2019, Gonzáles fue deportada a Honduras, después de que le hubiesen negado el asilo.
“Una noche vinieron a las 11 y media me dijeron: ‘alista tus cosas que te vas'”, relató esta mujer, que fue trasladada en un avión esposada y amarrada por la cintura y los pies.
“Fue tan duro porque uno va como que fuera un criminal de que tal vez ha asesinado a alguien”, afirmó esta inmigrante, quien al llegar a su país empleó un mes en recopilar más pruebas para su caso y emprendió su retorno hacia la frontera estadounidense, pese a que su proceso de asilo había sido denegado.
Sin embargo, para ella, lo más duro y cruel ha sido separarse de sus hijos.
“Esto fue lo más cruel que yo pude vivir. Lo más triste de que me hayan así deportado quitándome a mis hijos que los cargué en mi vientre, que los amamanté, que los cuidé, que no permití que nadie me les hiciera daño”, lamentó Gonzáles, para quien es un dolor que no le desea a nadie.
Ya en Estados Unidos, esta hondureña -quien, según su abogada, Linda Corchado, cuenta con un permiso de permanencia temporal (“parole”), que le permite trabajar y vivir legalmente durante tres años- tiene como principal sueño “ayudar a los que necesitan acá también”.
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