Michel Houellebecq lo ha logrado de nuevo. Genio de las letras contemporáneas para unos y sobrevalorado fenómeno mediático-literario para otros, Houellebecq tiene un olfato indiscutible para captar lo que los alemanes llaman el zeitgeist: el espíritu de los tiempos.
Su novela Plataforma, que incluía un atentado en Tailandia, se publicó un mes antes del 11 de septiembre de 2001 y un año antes de un ataque similar en Bali. Sumisión, donde imaginaba una Francia gobernada por un islamista, llegó a las librerías el mismo día del ataque terrorista contra el semanario satírico Charlie Hebdo, en enero de 2015.
En su nueva ficción, Serotonina (Anagrama, en castellano y catalán), una de las escenas centrales es el bloqueo de una autopista por parte de agricultores en cólera contra París, “que como todas las ciudades [está] hecha para engendrar la soledad”, y la Unión Europea, una “gran puta”, en palabras del protagonista. La protesta termina en un enfrentamiento sangriento con la policía, como si el sismógrafo houellebecquiano hubiese anticipado los chalecos amarillos, la revuelta de las clases medias empobrecidas que ha convulsionado Francia en el último mes. Serotonina se pone a la venta el 4 de enero.
La desesperanza en la Francia de provincias —desertificada y descristianizada, como la describe el narrador— es uno de los temas que recorre esta novela sórdida y pesimista, la historia en primera persona de la desintegración de un hombre y quizá de una civilización.
“Todo el mundo, como de costumbre, condenaba la violencia, deploraba la tragedia y el extremismo de ciertos agitadores; pero, también, había una incomodidad en los responsables políticos, un malestar muy inhabituales en ellos, ninguno dejaba de subrayar que, hasta cierto punto, era necesario comprender la desesperanza y la cólera de los agricultores”, dice el narrador tras una orgía de explosiones y disparos en la autopista A13 que deja 12 muertos. Sus palabras parecen calcadas de las que estos días se han escuchado en Francia tras las manifestaciones de chalecos amarillos, con coches incendiados y comercios y monumentos saqueados en París, o peajes incendiados en las autopistas.
El protagonista y narrador es Florent-Claude Labrouste, exempleado en el ministerio de Agricultura, 46 años, un hombre en las últimas, profundamente solo e infeliz, “en el estadio en el que el animal envejecido, herido de muerte y sintiéndose mortalmente golpeado, busca un refugio para acabar su vida”, como se define él mismo. El médico le receta Captorix, un medicamento que aumenta la secreción de serotonina, una sustancia producida por el cuerpo humano, “una hormona”, explica Labrouste, “ligada a la autoestima, al reconocimiento dentro del grupo”.
En el estilo entre trepidante y deslavazado de las novelas de Houellebecq, la novela se desarrolla en tres planos. Uno, la biografía de Labrouste, contada a través la relación con Claire, una actriz fracasada, y con Camille, una veterinaria que es el amor de su vida. Dos, su descenso a los infiernos cuando, en una época que describe como contemporánea a la presidencia de Emmanuel Macron en Francia, decide abandonar su trabajo, su apartamento y su novia japonesa para vivir de incógnito en un hotel en un barrio apartado de París. Y tres, su fase terminal, un futuro inconcreto desde el que narra su historia.
Todo esto, en un paisaje de hoteles, carreteras y centros comerciales —la Francia fea— y salpicado de expresiones cuarteleras y provocaciones propias de tertulia de bar, que son marca del autor, como las descripciones sexuales gráficas para epatar (hay escenas de zoofilia y pedofilia). Pero también trufado de aforismos y máximas en la mejor tradición de los moralistas clásicos. “Los hombres en general no saben vivir, no tienen ninguna familiaridad verdadera con la vida”, dice, “nunca se acaban de sentir cómodos en ella, así que persiguen diferentes proyectos, más o menos ambiciosos más o menos grandiosos depende, en general claro está fracasan y llegan a la conclusión de que habría sido mejor, simplemente vivir, pero en general también es demasiado tarde”.
Houellebecq no es un ideólogo, es un novelista. Y es peligroso confundir la voz del narrador con la del autor. No siempre son la misma y Houellebecq juega con esta ambigüedad. ¿Suscribe el autor lo que dice el narrador, su xenofobia, su clasismo, su sexismo? ¿O lo parodia? La visión del mundo, en todo caso, es coherente con las de sus anteriores novelas, aunque la obsesión por el islam esté ausente esta vez. Y es una visión que podría describirse como reaccionaria, una versión literaria y más talentosa de los argumentos del polemista Éric Zemmour, a quien Houellebecq citaba, en un artículo en defensa de Donald Trump, como víctima en Francia de “una partida de caza” por sus opiniones antiprogresistas. La decadencia y la infelicidad de Labrouste son la del hombre blanco, la de Francia y la de Occidente: “He aquí como muere una civilización, sin inquietarse, sin peligros ni dramas, ni demasiadas matanzas, una civilización muere por cansancio, por asco de sí misma”.
El Houellebecq de Serotonina, o mejor dicho Labrouste, no es un cínico ni un descreído. Cree, y aquí es donde, más allá de su valor documental sobre esta época —el sismógrafo houellebecquiano— la novela se adentra en un terreno filosófico. Cree en Dios, “un guionista mediocre” porque “todo en su creación lleva la marca de la aproximación y del error, cuando no de la maldad pura y simple”. No es que Dios haya muerto en el mundo de Houellebecq, es que Dios ignora a este mundo o el mundo ignora a Dios. Pero el vacío no es total: queda el amor. ¿Houellebecq romántico? “El mundo exterior era duro, despiadado con los débiles, casi nunca cumplía con sus promesas, y el amor seguía siendo la única cosa en la que aún se podía, quizá, tener fe”.
Elogio a Franco
Las primeras escenas de Serotonina, la nueva novela de Michel Houellebecq, suceden en España. En una gasolinera cerca de Almería, el protagonista se cruza con dos mujeres jóvenes que identifica con los “indignados”. “¿La hembra del indignado era una indignada? ¿Había estado pues en presencia de dos encantadoras indignadas?”, se pregunta. El narrador pasa unos días en un complejo de apartamentos naturistas frecuentado por jubilados del norte de Europa. “Había gente un poco como yo, pero en peor, en la medida que tenía veinte o treinta años más que yo y para ellos el veredicto se había emitido y habían sido derrotados”. En el camino de regreso a París, pernocta en el parador de Chinchón. El episodio da pie, en la ficción houellebecquiana, a un elogio de Franco como “verdadero inventor, a nivel mundial, del turismo con encanto” y a la vez del turismo de masas. “¡Piensen en Benidorm! ¡Piensen en Torremolinos!”, dice. Franco, añade el narrador, “era en realidad un auténtico gigante del turismo, y es bajo esta luz que se le acabará revaluando, de hecho, ya empezaba a serlo en algunas escuelas de hostelería suizas y más generalmente, en el plano económico, el franquismo había sido objeto recientemente de trabajos interesantes en Harvard y en Yale”.
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