Una representante del sindicato de Amazon anima a votar a sus compañeros en un almacén de Staten Island (Nueva York), el 25 de abril.BRENDAN MCDERMID (REUTERS)
Coincidiendo con las elecciones legislativas estadounidenses, los votantes de dos Estados se pronunciarán también sobre derechos laborales el 8 de noviembre, un hecho significativo que revela la nerviosa dinámica acción-reacción ante la primavera sindical de EE UU, la ebullición sindicalista más notable desde comienzos de los setenta. Illinois y Tennessee llevan a las urnas dos visiones antitéticas sobre el futuro del trabajo: el derecho a la negociación colectiva frente al derecho individual, llamado “derecho al trabajo”, que otorga al trabajador la libertad de afiliarse o no un sindicato, y le exime de la obligación de pagar las cuotas de representación, a lo que está obligado aunque no sea miembro del sindicato. Illinois quiere prohibir estas leyes del “derecho al trabajo”, vigentes en 27 Estados y recogidas en la Constitución de nueve de ellos; Tennessee, consagrarlas en la suya. La polarización que desgarra el país ha calado también en las relaciones laborales.
En EE UU son los centros de trabajo, y no los individuos, los que se sindicalizan, como demuestra el rosario de votaciones de los últimos meses en grandes corporaciones y pequeños negocios, de restaurantes a estudios de arquitectura o diarios locales. Es la punta del iceberg de una marea de incierto recorrido, al albur de la marcha de la economía y del reparto de fuerzas que deparen las legislativas, y que se explica asimismo por la atomización del sector servicios, donde la lucha sindical ha tomado el relevo a la tradicional movilización de la industria. Solo la cadena de cafeterías Starbucks, que en diciembre acaparó titulares por formar su primer sindicato en Búfalo (Nueva York), tiene más de 8.000 locales en el país, y deben votar uno por uno… La lucha se desarrolla partido a partido, que diría un conocido entrenador, y, frente al logro de Búfalo, y el centenar de locales que siguieron sus pasos, los empleados de otra cafetería en el barrio de Chelsea (Nueva York) denuncian las amenazas de la empresa, que proliferan en el seno de las grandes corporaciones.
Los empleados de una tienda de Apple en el centro de Manhattan, que en primavera presentó la solicitud para sindicalizarse, rehúsan hablar por temor a significarse. “Aquí las paredes oyen, no está bien visto que hablemos con periodistas, es más, resultaría perjudicial. Pronunciarnos abiertamente sobre los sindicatos no nos favorece individualmente, todo lo contrario”, dice por teléfono un trabajador del establecimiento. Ni el anonimato ni el logro de sus compañeros de Towson (Maryland), que en junio crearon el primer sindicato de Apple, le anima a explayarse. Pequeñas victorias colectivas y miserias cotidianas se combinan en un resultado agridulce, poco concluyente sobre el futuro del movimiento. Tras la histórica victoria del almacén de Amazon en Staten Island (Nueva York) en abril, los trabajadores de otro centro logístico del mayor empleador privado del país rechazaron la semana pasada sindicarse en Albany (Estado de Nueva York), el segundo revés en pocos meses. La tendencia en 2022 muestra mayores logros en los locales pequeños, según el portal de información económica MarketPlace.
Illinois y Tennessee representan dos visiones en las antípodas de la actividad sindical, que ha ganado una colosal tracción en el sector servicios, con cerca del 60% de impulso en el último semestre. Ambas consultas tienen una dimensión histórica, independientemente del resultado. El referéndum de Illinois plantea consagrar los derechos de negociación colectiva en la Constitución del Estado, como han hecho Nueva York, Hawái y Misuri. La diferencia es que sería la primera vez que los votantes afirmasen ese derecho en las urnas en un Estado, Illinois, donde el denominado “derecho al trabajo” está vigente desde 1947.
En Tennessee, con una tasa de afiliación del 5,9%, sensiblemente inferior a la de Illinois (13,9%, por encima de la media nacional del 10,3%), late también el intento preventivo de los republicanos de neutralizar la demócrata PROAct (siglas en inglés de la Ley de Proteger el Derecho a Organizarse), aprobada en la Cámara en la primavera de 2021 y bloqueada en el Senado, y que defiende exactamente lo contrario. Este proyecto federal de reforma laboral, el más ambicioso desde tiempos de Roosevelt, prohibiría, entre otras cosas, las leyes estatales de derecho al trabajo, además de la sustitución permanente ―otro eufemismo― de huelguistas. Porque hay algo perverso, de pura contradicción conceptual, en oponer la negociación colectiva y el llamado “derecho al trabajo”: la realidad es que a un desempleado le resulta imposible aspirar a la primera.
“Derecho al trabajo es el nombre de una política diseñada para quitar derechos a los trabajadores. Los partidarios de las leyes de derecho al trabajo afirman que protegen a los trabajadores de ser obligados a afiliarse a un sindicato. Su verdadero propósito es inclinar la balanza hacia las grandes corporaciones y amañar, aún más, el sistema a expensas de las familias trabajadoras”, subraya por su parte la Federación del Trabajo de EE UU (AFL-CIO, en sus siglas inglesas), uno de los mayores sindicatos del país.
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La actual movilización refleja “un equilibrio de poder cambiante en los mercados laborales, con los trabajadores ganando más influencia tras la recuperación del colapso de la covid. Pero hay tan pocos trabajadores sindicados que gran parte de este descontento sigue canalizándose de manera individual en vez de colectiva”, señalaba Gabriel Winant, de la Universidad de Chicago, en una reciente entrevista.
Hablar de revolución sindical no es baladí en EE UU, con la menor tasa de representación de la historia: en 2021, 30 Estados y el distrito de Columbia ni siquiera llegaban a la media nacional. Poco más de 14 millones de trabajadores eran el año pasado miembros de un sindicato, en un país de 332 millones de habitantes. “Las leyes laborales de EE UU están fuertemente sesgadas en contra de las elecciones sindicales, como se demostró claramente en las de Amazon en Alabama”, subraya Jack Rasmus, antiguo promotor sindical y hoy profesor de Economía en el Saint Mary’s College de California. En abril de 2021, los trabajadores del almacén del gigante del comercio electrónico en Bessemer (Alabama) rechazaron por amplia mayoría la formación de un sindicato. La Junta Nacional de Relaciones Laborales, que vela por los derechos del trabajador, obligó a repetir la votación tras constatar presiones e irregularidades por parte de la empresa. “Los bufetes de abogados antisindicales son una industria multimillonaria que desde hace décadas impiden la sindicalización de las empresas”, corrobora Rasmus sobre las maniobras corporativas.
Añádase al panorama el hecho, denunciado por su propio sindicato esta semana en Twitter, de que la Junta ―la única agencia federal encargada de proteger los derechos de organización y negociación colectiva en el sector privado― atraviesa una crisis, “tras años de desatención por parte del Congreso, [y] ya no cuenta con los recursos necesarios para cumplir adecuadamente su función”. Desde 2014, la Junta no ha visto aumentado su presupuesto por el Congreso, lo que significa, según el sindicato, que la inflación convierte su actual financiación congelada en un recorte presupuestario.
Por parte demócrata también soplan rachas de vientos cambiantes, pese al claro impulso de Joe Biden, el presidente más prosindical en décadas. Una encuesta realizada a principios de año revelaba que hasta el 69% de los demócratas de Virginia defienden que los trabajadores del sector público puedan “tener derecho a abandonar el sindicato en cualquier momento y dejar de pagar las cuotas sindicales”. El apoyo a las leyes de derecho al trabajo alcanza el 91% entre los republicanos de Virginia, otro Estado sureño, y el 90% entre los que se denominan independientes. Estas leyes están vigentes en la mayoría de los Estados sureños.
En 2017, cuando Donald Trump ocupaba la Casa Blanca, los republicanos del Congreso introdujeron la legislación para intentar hacer del derecho al trabajo, que desde los años cuarenta ha sobrevivido a varias recesiones y dos crisis mayúsculas, la de los setenta y la de 2008, una ley aplicable en todo el país. A trompicones, los Estados han ido legislando uno por uno sobre este aspecto tan representativo, a la postre, de la democracia: si la opinión de la mayoría debe prevalecer sobre los derechos de la minoría o, al revés, si cada uno, como demuestra a diario cualquier ejercicio de supervivencia en EE UU, es protagonista de su particular sálvese quien pueda.
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