https://elpais.com/mexico/2022-11-10/el-trumpismo-que-viene.html

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Los sectores progresistas en Estados Unidos celebran, con toda razón, que las elecciones intermedias de este martes no se hayan convertido en una masacre para el partido Demócrata, como anticiparon los sondeos. En el momento de cerrar estas líneas no está claro qué partido dominará en la Cámara de representantes y en la de senadores, y lo más probable es que tome varios días saberlo a ciencia cierta, pero lo más probable es que concluya en alguna suerte de precario equilibrio: los demócratas manteniendo por las justas la Cámara de senadores, los republicanos posiblemente la de representantes. En todo caso, las llamadas elecciones intermedias no pintaron de rojo el mapa de las gubernaturas o del poder legislativo. Pero no nos engañemos, que no sea por goleada no significa que no sea una derrota para Joe Biden y el partido azul. Si se hubiera tratado de una elección presidencial, la Casa Blanca habría cambiado de manos en estos comicios.

¿Qué perspectivas se abren para México con el escenario que dejan estos resultados? En lo inmediato, pocos cambios. Los dos años restantes de la presidencia de Biden estarán acotados por una mayor influencia de los republicanos en el poder legislativo de la que existía en la primera mitad de su gobierno, con todo el desgaste que ello supone. Eso y la proximidad de las precampañas presidenciales provocará una actitud de cautela por parte de la Casa Blanca, muy poco propicia para alguna sacudida significativa en materia migratoria, fronteriza, drogas, inversiones o estrategia comercial. Con todo, el ambiente que rodea estos temas podría ser más hostil, como resultado del avance republicano, lo cual ejercerá presiones sobre el gobierno en su trato con México. Esperemos que la escalada de esa presión sea moderada y, en su caso, manejable.

Sin embargo, el horizonte a mediano plazo es mucho más preocupante, particularmente si la presidencia vuelve a cambiar de manos en 2024. Y no es que se trate de los republicanos, sino del hecho de que estos republicanos serían trumpistas o neotrumpistas, es decir el propio Donald o, peor aún, alguien que lo rebase por la derecha.

Solía decirse que pese a ser más progresistas, al menos en teoría, los demócratas no necesariamente convenían a México, en particular por lo que toca a temas migratorios. Los intereses sindicales, que constituían buena parte de la base social de ese partido, eran los sectores más reacios a la apertura de fronteras tanto en lo que respecta al comercio como al ingreso de mano de obra del sur. Se afirmaba que los republicanos, mucho más pendientes de los negocios no tenían tales pruritos y actuaban con mayor apertura sobre estos temas. En consecuencia, se asegura que los gobiernos de los Bush fueron más propicios para nosotros que el de Obama, por ejemplo, al margen de las simpatías que esas figuras pudieran generar en nuestra opinión pública.

El tema es debatible cuando se incorporan otras variables, pero incluso asumiendo así, habría que decir que el trumpismo ha sacudido buena parte de estas nociones. America First las borró al hacer un guiño a los intereses de las zonas obreras tradicionales, golpeadas por la apertura o simplemente por el cambio tecnológico, pero con la mano de obra inmigrante como chivo expiatorio. La nueva derecha republicana, poderosamente influida por el trumpismo, ha adoptado como lema de campaña una mayor agresividad hacia la migración y abriga muchas reservas sobre la integración económica indiscriminada con nuestro país. Si bien es cierto que la enorme desconfianza hacia las mercancías de China nos favorece, todos aquellos servicios y productos mexicanos que sean percibidos como una competencia del empleo, la industria o la agricultura locales, tenderán a ser objeto de un mayor escrutinio. Y, por lo demás, la tendencia intervencionista, que siempre ha caracterizado a los republicanos, lejos de haber cambiado de exacerbará, con algunas implicaciones en temas de circulación de armas, combate a las drogas o asuntos de inseguridad fronteriza.

La agresividad contra México durante la primera presidencia de Donald Trump, y ojalá la única, de alguna manera terminó siendo matizada por las relaciones personales entre los mandatarios de los dos países y por un contexto que impuso otras prioridades a la Casa Blanca (las interminables polémicas de Trump en materia de política doméstica, la confrontación con China y en algunos temas con Europa, y el estallido del Covid en su último año de gobierno). La inesperada empatía entre Andrés Manuel López Obrador y el político neoyorquino conjuraron las amenazas más puntuales sobre los intereses mexicanos. La cancelación del TLC o su reanudación en condición leoninas, el aumento de tarifas de manera unilateral o el intervencionismo de la DEA, por ejemplo, pudieron arreglarse en el contexto de la buena relación entre ellos. No podemos olvidar el significativo espaldarazo que López Obrador otorgó a Trump, en plena campaña de reelección, llamándole amigo de los mexicanos en Washington, de cara al voto latino.

El problema es que esa relación ya no existirá el 20 enero de 2025, cuando el próximo presidente despache en la Casa Blanca. Un segundo periodo de Joe Biden hace irrelevante ese antecedente, y en tal caso podríamos esperar más de lo mismo cuatro años adicionales, aunque probablemente en un contexto más desfavorable por el peso de ese republicanismo radical en las cámaras y en las gubernaturas. Pero en este momento no es el escenario más probable, por desgracia.

El regreso de Donald Trump o una versión igualmente radical, podría constituir muy malas noticias sin el parapeto que representó la relación con AMLO y sobre todo tratándose de una segunda versión en un contexto mucho más radicalizado. Tal escenario constituiría una dura prueba para el presidente mexicano que haya llegado a Palacio Nacional apenas unas semanas antes. Esperemos que llegado el caso, estos sombríos pronósticos (los más probables) nos encuentren más unidos que ahora, porque podrían ser tormentosos.

@jorgezepedap

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