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Ibn Arabí, el maestro del instante

El filósofo Ibn Arabí, en un grabado del siglo XIX.getty images / Universal Images Group

Genio prolífico y viajero infatigable, Ibn Arabí fue uno de los grandes visionarios y místicos de todas las épocas. De padre murciano y madre bereber, creció y se educó en Sevilla, pero en seguida se entregó a una vida itinerante en busca de maestros ocultos. Heredero del neoplatonismo y del sincretismo greco-oriental, asumía con naturalidad la identificación de las inteligencias angélicas con las esferas planetarias, sirviéndose de ambas para explicar las relaciones entre el Creador y lo creado. Describió, como haría después Teresa de Ávila, las moradas de ese itinerario, las diez inteligencias que median entre la divina unidad y la tosca materia. Y anticipó a Darwin en su descripción de la perfecta continuidad de las especies. Una escala de los seres en la que el último mineral es el primer vegetal (transición que obra la trufa) y el último animal (el mono) el primer humano. Arabí recorrió Al-Ándalus y el norte de África, visitó El Cairo y Jerusalén (una noche en el desierto contrajo nupcias con los astros celestiales) y, tras dos años de experiencias intensas en La Meca, siguió hasta Bagdad, para finalmente regresar a Siria, donde se estableció hasta su muerte en 1240. Su sepulcro de cristal puede visitarse hoy en la cripta de una mezquita de Damasco.

Todos los viajes son viajes al interior. Al tiempo que Ibn Arabí recorría la tierra y el mar en busca de signos divinos, vagaba también por las geografías sutiles de la imaginación. Es creencia común del sufismo que todo cuanto existe se halla inmerso en un viaje infinito. No solo se desplazan los planetas, también lo hacen las criaturas que, al respirar, insertan su ser en el itinerario divino. El origen de la existencia es el movimiento y el viaje no cesa, ya sea en los mundos superiores o inferiores. El sedentarismo es una ilusión, como la de una tierra plana o estática. La condición de lo creado es el movimiento y el amor su combustible. Ese viaje puede ser de tres tipos: desde Dios, en Dios y hacia Dios. El primero es el viaje del vivir, de la cuna a la sepultura. El segundo, el de los poetas, caracterizado por el extravío y la perplejidad (“si eres de los valientes, zambúllete en mi océano y bésame en la espuma”). El tercero tiene dos rutas, la de la fe y la confianza, que es la terrestre, y otra más aventurada, marítima, que es la del entendimiento. Cualquiera que se escoja, el viaje es interminable y cuando se cree haber llegado a destino, se abre un nuevo horizonte.

En las tradiciones abrahámicas, ese periplo se encuentra guiado por un ángel tutelar. Lo esencial del viaje no es tanto la voluntad o el esfuerzo como la gracia, un don infuso y no buscado. Ibn Arabí describe uno de ellos, nocturno, ocurrido en Fez. Se trata de un viaje horizontal a través de los elementos (tierra, fuego, agua y aire) y a través de los reinos animal, vegetal y mineral. Todos ellos son manifestaciones divinas, una especie de teofanía natural que glorifica lo divino en su propio lenguaje. La jerarquía parece invertida: la planta se encuentra por encima del animal, pues solo la mueve la búsqueda de la luz. Por encima de ella está el mineral. Ninguna criatura más elevada que la piedra. El guijarro simboliza la posición más humilde, la receptividad suprema al influjo divino.

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La ascensión vertical, por otro lado, conduce a la luz de las luces, al entendimiento divino que ordena el curso de la existencia. Se lo llama el Cálamo supremo (una caña hueca, cortada oblicuamente, que sirve de pluma), pues con ella se escribe el destino de los seres. Quien logra llegar a destino se convierte en ojo mediante el cual Dios se contempla a sí mismo. La mirada que observa la creación y derrama su gracia. La idea la encontramos también en la India (el conocimiento que se conoce a sí mismo, dice Śaṃkara). Con ello se confirma la profecía: “Yo era un tesoro escondido y deseé ser conocido. Creé las criaturas para que me conociesen y así hicieron”. Un autoconocimiento que se realiza continuamente en los ilimitados espejos de la creación. Aquí se anticipa a Leibniz: aunque la luz del ser es única, cada posible tiene su propia capacidad para reflejarla, pues no todos se encuentran igualmente pulidos. La mirada del santo es esencial para el destino del mundo. Si Dios dejase de contemplar su creación a través de ella, el mundo se sumiría en la oscuridad. Una mirada que al mismo tiempo nos protege: en su ausencia el fulgor divino nos aniquilaría.

El octavo clima

Según el mito platónico, la parte superior del mundo alberga, ingrávido, el ámbito inmaterial de los significados. Mientras que la inferior la ocupa la experiencia sensible de los cuerpos. Pero el mundo en verdad es trino y entre los dos anteriores el sufismo coloca el mundo imaginal de las almas. Ese intermundo no es un mundo de fantasía, es una Imaginatio Vera: la realidad del símbolo puede ser más incontestable que la del mineral. De los tres mundos (entendimiento, imaginación y sensación), el de en medio es el eje del cosmos, pues comparte las virtudes de los otros dos. De ahí que se lo llame barzaj, gozne o lugar de encuentro, donde los cuerpos se espiritualizan y los espíritus se materializan. Una tierra celeste de cuerpos espirituales. Los tres mundos, que la cosmología persa representa estratificados en el espacio, se encuentran de hecho entretejidos en la urdimbre del tiempo. Ejercen su influencia aquí y ahora. De ahí que quien los recorre reciba el apelativo de “dueño del instante”. El maestro del instante es quien atiende a su condición originaria, el que experimenta la identidad del origen y el presente.

La fuga de Dios tiene tres voces, tres melodías perfectamente integradas. Ante la magia musical de la creación, el sabio es capaz de seguirlas y dar a cada una lo que le corresponde: al intelecto, las abstracciones; al cuerpo, las sensaciones; y al mundo imaginal, las almas, que son alforjas de imágenes. Esas tres voces suenan al unísono y se encuentran vertebradas por el contrapunto del aquí y el ahora, hilado por el intelecto, la visión y la sensación. El poder que la metáfora tiene para el filósofo procede precisamente del mundo imaginal (que protege de ídolos conceptuales y materiales). Un mundo, sin embargo, que no se entendería sin los otros dos.

Nos movemos entre arquetipos del mundo semítico. El estado intermedio, el barzaj, es la línea que separa la sombra de la luz, y también el estado de transición tras la muerte del cuerpo físico. Mientras el alma del difunto mora en dicho estado, permanece confinado en la forma de sus acciones. Como en el budismo, todo pensamiento o acción tiene su configuración imaginal y genera un “cuerpo sutil” que cobra vida autónoma en el trasmundo. Otro barzaj son los sueños, donde la imaginación une lo que la razón separa, se concilian paradojas e integran contrarios. Dicho ámbito aporta la sustancia de la vida interior. El espíritu es luminoso, simple y sutil, el cuerpo es tenebroso, compuesto y denso, el alma es una mezcla de ambos. El barzaj es además la morada de los símbolos, cuyas leyes solo conocen los “dueños del instante”. Se lo llama el octavo clima porque se encuentra más allá de los siete conocidos por los geógrafos del islam. Un vasto mundo que cabe en un grano de sésamo y donde la imaginación accede adónde no llega la lógica o la percepción. La imaginación es una más de las ilimitadas variaciones de la luz original. Pero se trata de una luz especial, capaz de ver en la oscuridad. Sus contenidos son siempre veraces (lo erróneo, en todo caso, sería su interpretación).

La imaginación es, además, el fundamento del amor y la devoción. “Cuando Dios creó la tierra de tu cuerpo, dispuso dentro de ella una Kaaba, que es tu corazón”. Son muchas las páginas que Ibn Arabí dedicó al amor, un amor sobrio, atemperado por la sabiduría. Como en el tantrismo indio, nada en el mundo es vil. Cualquier experiencia o emoción, incluyendo la cólera, el apego o los celos, hunde sus raíces en lo divino. La mística suele ser antipuritana. Sin imperfecciones, todo movimiento cósmico es amoroso. La más grave desobediencia es ignorar los derechos del corazón, pues el corazón es la morada de la que la divinidad se ha reservado el privilegio. Dicha ignorancia es la negligencia en el trato con la fuente suprema. “El amor no se oculta en la rosa, sino en la capacidad de oler su perfume. La criatura es el lecho nupcial donde se acuesta la divinidad, el jadeo amoroso de la respiración”. La savia secreta de la vida fluye por doquier. No existe nada inerte o mudo. Los astros, las piedras o las flores dialogan entre sí, pero sólo el que se ha purificado puede oír sus voces. Todo celebra la alabanza del Viviente. Y aunque el Supremo admite todas las afirmaciones y refutaciones, decir que es la causa del mundo supone una descortesía (casi una impertinencia). Él no es causado por nada y no es causa de nada, Él es el creador de las causas y los efectos. Como en las upaniṣad, es el sujeto último de todas las experiencias. Y Arabí añade algo que agradará a los poetas: quien permanece en la perplejidad ante lo divino recorre un sendero circular, pero nunca se aleja de Él. Mientras que quien se empeña en la ruta directa, acaba saliéndose por la tangente.

La insistencia en la imaginación no debería hacer olvidar, como apunta Fernando Mora, otras teofanías más allá de la forma. Hay una luz más allá de las imágenes y sería precipitado decir que todo conocimiento se reduce a la imaginación. Lo imaginal es sólo uno de los múltiples lugares de encuentro de la persona con lo divino. Existen ámbitos de luminosidad inmaculada que solo es posible captar transformándose uno mismo en luz. Para ello se requiere la muerte del ego y la aniquilación de la conciencia ordinaria. Un estado que se conoce como fanā‘, y que supone un olvido de sí, la pérdida completa de anclajes o puntos de referencia. Un éxtasis, que no depende de la propia voluntad (es imprevisible y súbito), sino exclusivamente de la gracia. Un instante donde lo que nunca ha sido (el ego) y lo que nunca ha dejado de ser (el origen) parecen unirse. Pero es una ilusión más. Hablar de unión mística es suponer la existencia de dos entidades independientes y creer en algo desgajado del soporte divino sería la mayor necedad. El místico no se une a nada, simplemente “reconoce” (Abhinavagupta). El amante se confunde con el amado. El corazón será el lugar de encuentro de la divinidad consigo misma, de lo visible con lo invisible. De ahí que a este conocimiento se le llame ciencia del corazón. El corazón es como un espejo pulido por el desprendimiento y el reconocimiento de lo divino, capaz de asumir el color de las imágenes que se proyectan en él (una metáfora india que, a través de Persia, recogerá Leibniz). El agua de la divinidad adopta la forma del vaso de corazón.

Hay una última ironía. Nuestra condición finita exige que no sea a Él a quien se reconoce, sino al Dios configurado por las propias creencias (el vaso de cada cual). El sabio reconocerá al Único bajo diferentes máscaras, mientras que el fanático creerá que siempre se presenta del mismo modo. Sólo es posible ver lo que Él deja entrever. Dios no tiene contrario, se encuentra presente en todos los credos, pero también ausente en ellos, ninguna descripción lo abarca. Y el maestro andalusí anticipa la última broma cósmica: el día de la resurrección, Dios se presentara a cada creyente con una forma distinta a la cultivada por este, como prueba de su compromiso con la recreación del ánimo y el ejercicio del ingenio. Todo un poeta.


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