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Imaginar lo que existe


En estos días de infamia, el novelista a quien más leo es Henry James, pero en el que pienso más es John le Carré. La prosa de Henry James tiene sobre mí un efecto adictivo que en estos días también es calmante, porque dejarme llevar por sus laberintos sintácticos y narrativos me distrae de la sombría obsesión de lo real. La voz escrita, el estilo de James actúan sobre quien es sensible a ellos como si contuvieran una nicotina benéfica que afila la conciencia y estimula la imaginación, y que durante el tiempo de la lectura lo mantiene a uno desconectado del mundo real y absorto en el otro, el mundo a la vez familiar y misterioso de las ficciones de James, tan hechas de matices, atisbos, sugerencias veladas, enigmas desvelados tan gradualmente y de manera tan ambigua que es muy fácil perderse en ellos. En los días en que la covid me impuso un retiro benévolo tuve el sosiego necesario para adentrarme en The Bostonians, una novela más contemporánea ahora que nunca, porque retrata con pormenores sabrosos y algo de ironía los ambientes del primer feminismo americano, el que cobró fuerza después de la guerra civil, cuando el reconocimiento del derecho al voto de los negros no llegó a extenderse a las mujeres. Terminé The Bostonians y, como lo exigente de la lectura había acentuado su disfrute, no quise o no supe salir del mundo de Henry James, y prolongué mi adicción con The Golden Bowl, una novela más tardía y más intrincada, lo mismo en la sintaxis y en el vocabulario que en la historia. Leyéndola tenía a veces la sensación de mirar de cerca uno de esos paisajes del último Monet en los que se disuelven las formas y no se puede distinguir entre lo cierto y lo engañoso y lo reflejado, entre el cielo y el agua.

Para escapar, mientras se pueda, imaginariamente, para evadirse unos minutos o unas horas de la realidad, las novelas de Henry James son insuperables

Para escapar, mientras se pueda, imaginariamente, para evadirse unos minutos o unas horas de la realidad, las novelas de Henry James son insuperables, sobre todo si uno adquirió muy joven el hábito y no ha capitulado con los años del ejercicio exigente de abrirse paso en sus zonas de espesura. A veces el escritor, con la edad, o con la fatiga, se va extraviando en sus propios laberintos: le sucedió a Joyce con Finnegans Wake, a Faulkner con A Fable e Intruder in the Dust, a Onetti con Cuando entonces, tal vez a Nabokov con Ada or Ardor.

John le Carré rara vez se dejó llevar por el ensimismamiento en los propios fantasmas y las propias fantasías porque se mantuvo siempre anclado como un cronista y casi como un espía en la realidad. Y su mirada era tan certera, su inteligencia tan radical, su voluntad de conocimiento tan poderosa que fue quizás el único escritor de su tiempo capaz de imaginar completamente la realidad inaudita del mundo contemporáneo: primero el de la Guerra Fría y después el que nació del derrumbe de la Unión Soviética y del progreso de una globalización cuya prosperidad se hizo a costa, en gran medida, del pillaje de los recursos naturales y la primacía despótica de empresas multinacionales sin escrúpulos, magnates enriquecidos hasta límites inconcebibles por negocios criminales, gobiernos depredadores y corruptos.

Lo que es difícil, y en muchas ocasiones del todo imposible, es imaginar de verdad lo que sí existe, en toda su inmensa complejidad

Contra lo que suele pensarse, imaginar lo que no existe no requiere mucho esfuerzo. Lo que es difícil, y en muchas ocasiones del todo imposible, es imaginar de verdad lo que sí existe, en toda su inmensa complejidad, en toda su rareza y su inverosimilitud, en su desorden, en su perpetua confusión. Novela tras novela, John le Carré imaginó rigurosamente mundos en los que la mayor parte de los escritores no se fijaban. En ellas siempre había altos funcionarios, banqueros, empresarios británicos que conversaban en voz baja con su mejor acento y sus mejores modales, y encubrían golpes de estado, regímenes de tortura, operaciones financieras que dejaban tras de sí un rastro invisible de miseria y de sangre. En las novelas de Le Carré había oligarcas rusos con megayates y mansiones en los mejores barrios de Londres, y ejecutivos de compañías farmacéuticas tan desalmados como los traficantes de armas y los señores del narcotráfico, todos ellos investidos de perfecta respetabilidad gracias a los contactos adecuados en las instituciones occidentales.

Ese mundo que Le Carré imaginó exactamente como era lo vemos ahora en los periódicos y en unos cuantos libros de investigación y denuncia en los que se cuenta la complicidad escandalosa, durante muchos años, de los gobiernos, los bancos, los despachos de abogados, en Europa y en Estados Unidos, y particularmente en Reino Unido, no solo con los oligarcas rusos, sino con un repertorio inmundo de “evasores fiscales, cleptócratas y criminales”, según reza el subtítulo de uno de esos libros, Butler to the World, de Oliver Bullough. Este “mayordomo del mundo”, dice Bullough, son las clases dirigentes británicas, los bancos que ayudan a lavar las fortunas ganadas con el expolio de las riquezas naturales de los países más pobres, los abogados de máxima notoriedad que resuelven todo tipo de problemas legales, los parlamentarios y hasta los miembros de la Cámara de los Lores que se han beneficiado de donaciones multimillonarias a cambio de hacer ciertos favores, los aristócratas que han vendido sus mansiones y sus fincas de nombres legendarios a forajidos que pagaban con sacos de dinero en efectivo, los directores de escuelas y universidades de élite que admitían sin grandes exigencias a los hijos de los oligarcas, las celebridades del espectáculo que aceptaban invitaciones a sus superyates y actuaban para ellos en sus cumpleaños, y de paso les prestaban su brillo, como Leonardo DiCaprio o Paul McCartney, invitados eminentes en uno de los varios yates de Román Abramóvich, que aparte de dos helipuertos, nueve cubiertas y una piscina de 16 metros, también dispone de su propio sistema de defensa antimisiles.

John le Carré retrató como nadie el cinismo corrupto de esa clase dirigente. Él sabía que aquellos arrogantes administradores del Imperio no habían tenido el menor reparo en vestir la chaquetilla de mayordomos serviciales. Los escenarios ingleses por los que antes deambulaban los personajes fantasmales de Henry James se convirtieron en refugios lujosos para los gánsteres al servicio del Kremlin. “En Inglaterra no hay nada ni nadie que no esté en venta”, le dijo en confianza un oligarca a Oliver Bullough. En Moscú, Vladímir Putin, el capo de todos ellos, tomaba nota y sonreía despectivamente.

(Hay una traducción de Las bostonianas en Penguin Random House de Sergio Pitol; La copa dorada la ha traducido para Alba Andrés Bosch Vilalta).

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