El anuncio por parte de la presidenta de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, Nancy Pelosi, de la puesta en marcha de la investigación previa para el proceso de destitución contra Donald Trump constituye un hecho de extrema importancia en la democracia más poderosa del planeta. Pelosi, que por su cargo es la tercera autoridad del país, ha activado un mecanismo excepcional, respondiendo a los indicios fundados que señalan al actual presidente como autor de hechos incompatibles con la dignidad de su cargo. Y pese a las innegables connotaciones políticas que pueda tener, el proceso debe ser interpretado como lo que es: la contundente respuesta institucional de una democracia ante un mandatario que posiblemente ha incumplido su juramento de respetar las reglas del juego.
La gota que ha hecho rebosar el vaso de la paciencia y llevado al Partido Demócrata a dar un paso al que solo se ha recurrido en tres ocasiones anteriores en los más de 200 años de democracia estadounidense ha sido una conversación telefónica mantenida el pasado mes de julio por Trump con el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski. En ella, el mandatario estadounidense animaba a investigar al hijo del exvicepresidente demócrata Joe Biden. El fin de esta iniciativa era, según los demócratas, dañar la campaña de uno de sus posibles candidatos a las elecciones presidenciales de 2020.
Este miércoles, la Casa Blanca hizo pública la transcripción de la conversación. El texto deja poco espacio para las explicaciones exculpatorias. Trump insiste a Zelenski en investigar al hijo de su rival. Todo precedido por un “quiero pedirle un favor”. El presidente implica en la operación a otra institución: la Fiscalía General de EE UU. El final de la conversación es más propio de un guion de cine que de una llamada de un presidente de EE UU: “Vuestra economía va a ir mejor de lo que yo predije”.
En realidad, el comportamiento de Trump en este asunto no debería sorprender a nadie. Desde que juró su cargo enero de 2017 —y antes, durante su campaña electoral—, el millonario neoyorquino ha dado repetidas muestras de su desconocimiento de las instituciones a las que por mandato popular está obligado a servir y respetar. Empezando por su propio Gobierno, convertido en un carrusel donde sus colaboradores son admitidos y despedidos a golpe de Twitter. Además, ha desautorizado y comprometido muchas veces a sus servicios de inteligencia y seguridad, su Administración sufrió el cierre más largo de su historia y ningunea con frecuencia al propio Congreso, ignorando que tiene exactamente la misma legitimación popular —el voto universal y libre de los estadounidenses— para cumplir sus funciones. Y el proceso impulsado por el Partido Demócrata responde precisamente a este mandato.
El inicio del impeachment es una mala noticia, pero el responsable único es Donald Trump. En un momento de gran incertidumbre mundial —provocada en gran medida por la actitud errática del propio interesado—, una presidencia de EE UU cuestionada jurídicamente no es la mejor de las ayudas. Por eso el mensaje y la decisión final deben ser claros. Una democracia se basa en el respeto a las instituciones que presentan al pueblo. La presidencia de Estados Unidos, una de las grandes democracias del mundo, no es un negocio privado de nadie.
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