El avión despegó de la pista del Aeropuerto Internacional de Managua y dentro del aparato estallaron gritos de alivio, risas y llanto. Atrás dejaban horas de angustia desde que a los presos políticos del régimen de Daniel Ortega en Nicaragua sus carceleros les ordenaron limpiar las celdas durante la noche, una orden rara, porque siempre limpiaban por la mañana, y les sirvieron la cena más temprano de lo habitual: un sándwich con Coca Cola, un verdadero lujo respecto a lo que estaban acostumbrados. Las especulaciones viajaron de celda en celda. ¿Traerían a nuevos detenidos? ¿Habría inspección de las autoridades? ¿Los enviarían a otra prisión? Nadie les decía nada. Entraron luego los jefes de El Chipote, la temida prisión del régimen de Ortega, y ordenaron a todos los presos que se quitaran el mono azul y se vistieran con ropa de calle. Además, autobuses comenzaron a entrar al patio de la cárcel. La sorpresa fue mayúscula.
“Cuando escuchamos el motor de los buses afuera de las celdas, el nerviosismo aumentó”, dice una de las detenidas tras la llegada a EE UU, que prefiere no dar su nombre porque tiene familiares en Nicaragua. Las personas consultadas para este reportaje temen aún represalias del régimen. “Nos van a liberar, nos van a liberar, pensábamos. Pero no teníamos nada de información. Y también se imponía la realidad. No era posible que nos dieran libertad”, comenta. “Otras compañeras creían que nos iban a sacar a dar una vuelta por Managua, tomarnos una foto y un video para decir luego que estamos muy bien en la cárcel, que comemos bien… qué sé yo”, agrega. A las 21.30 del pasado miércoles, la incertidumbre podía sentirse en las celdas de mujeres de El Chipote. Ser una presa política bajo el régimen de Ortega es acostumbrarse al secretismo de los carceleros, a estar atenta a cualquier cambio por pequeño que sea en la rutina de la prisión, a especular sobre el futuro entre tanta incertidumbre, según sus relatos.
“No parábamos de preguntarnos qué iba a pasar y de pronto llega el jefe y ordena que nos abran las celdas. Salimos y, al ver a las otras presas, comenzamos a abrazarnos y besarnos, a llorar. Los buses no se apagaban, escuchábamos los ruidos de que estaban metiendo a gente a los buses, y luego nos tocó a nosotras. Cuando subí al bus vi que en el fondo estaba Dora María Téllez, custodiada por tres guardias”, recuerda otra mujer. Téllez, la mítica Comandante Dos de la revolución sandinista, era considerada una de las principales presas del régimen y siempre estuvo aislada y sufrió tortura. En el autobús también viajaba Cristiana Chamorro, aspirante a la presidencia frente a Ortega enviada a prisión en junio de 2021.
Las reclusas creían que serían trasladadas a la cárcel de mujeres La Esperanza, pero cuando los autobuses iniciaron su recorrido, y aunque habían bloqueado las ventanas para que no vieran nada, entendieron que tomaban la ruta al aeropuerto. “¿Dónde nos enviarán? ¿Cuba, Venezuela, China?”, comentaban. “Comenzamos a llorar de nuevo, porque entendíamos que nos estaban expulsando de nuestro país”, dice una de ellas. “Yo tenía a Cristiana Chamorro muy cerca y me sorprendía su cara de desconcierto”, agrega.
Les pasaron un papel en el que debían firmar que estaban de acuerdo con el traslado, aunque el espacio en el que debería poner a dónde las llevarían estaba en blanco. “Cuando se acercó a mí, una oficial escribió ‘Estados Unidos’ en el espacio en blanco y me sorprendí. Volteé a Dora María, ella asintió y firmé”, recuerda esta mujer detenida durante 18 meses por plantarle cara “a la dictadura”. Solo una de las detenidas que viajaba en ese autobús se negó a firmar en un principio: María Fernanda Flores, esposa del expresidente Arnoldo Alemán, quien fue procesado por corrupción durante su mandato (1996-2001). Flores, sin embargo, viajó junto con las otras detenidas. “Me impresionó su decisión. Me pareció valiente”, dice una de las fuentes consultadas en el hotel Westin, en las afueras de Washington, donde fueron alojados los presos tras aterrizar en Estados Unidos.
En la pista de Dulles, funcionarios del Departamento de Estado de EE UU esperaban a todos los presos políticos. Uno de ellos sostenía una caja con los 222 pasaportes, que habían sido emitidos el 4 de febrero, cuatro días antes de la liberación. “Algunas de las personas del Departamento de Estado que estaban en la pista eran conocidas, porque nos habíamos reunido en ocasiones con ellas como parte de nuestro trabajo político”, afirma uno de los afectados. “Se nos salían las lágrimas. No podíamos parar de llorar”, dice una de las liberadas. “Eran unas emociones muy encontradas. Mucha alegría, porque pensaba: ‘Prefiero estar en otro país que seguir presa’. Aunque también sabía que Ortega me estaba sacando de mi país”. El llanto también se desbordaba porque en Nicaragua quedaban hijos, familia, una casa y una vida que esperaban recuperar tras ser truncada por la detención del régimen. Esos seres queridos que se quedaron en casa son también el motivo por el que algunos de los ex-presos políticos prefieren no hablar o no dar sus nombres, por temor a que las represalias vayan contra ellos.
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“Cuando vi los pasaportes nuevos y con la fecha de expedición me dije que era un acuerdo de Estado a Estado. Entre tantas emociones, intentábamos armar el rompecabezas, porque en la cárcel especulábamos con que las negociaciones vendrían por parte de la Iglesia”, comenta otra de las fuentes. Ortega compareció la noche del pasado jueves en cadena nacional para afirmar que fue su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo, quien se acercó a la Embajada estadounidense en Managua para ofrecer la salida de los presos políticos. “No hubo negociación”, afirmó Ortega. Analistas nicaragüenses habían especulado sobre el uso de los detenidos del régimen como moneda de cambio para negociar que se levantaran las sanciones impuestas por Washington al círculo cercano de Ortega. “Veremos qué pasa en los próximos meses. Yo no me creo que no negociaran con Estados Unidos. Algo han recibido”, afirma Óscar René Vargas, analista político liberado el miércoles.
Uno de los momentos más emotivos se produjo cuando otra caravana de buses ingresó a la pista en Managua. Eran los presos políticos de La Modelo, una cárcel localizada a las afueras de la capital. Muchos de ellos habían sido apresados en 2018, cuando estallaron las manifestaciones que exigían el fin del Gobierno de Ortega y que él reventó con una violenta represión que dejó más de 360 muertos. “Los vimos entrar con sus bolsitas negras donde llevaban sus pertenencias y no lo podíamos creer. Muchos llevaban tres o cuatro años presos. Comenzamos a abrazarnos”, comenta una de las fuentes. El momento álgido de la noche fue, sin embargo, cuando las compuertas del avión se cerraron y el capitán informó de que estaban listos para el despegue. “Me sudaban las manos. No me lo creía”, dice un ex-preso político.
“Ese avión se movía más de lo normal porque no parábamos de caminar, de tocar las caras de los otros, de abrazarlos, de llorar”, afirma una de las detenidas. Cuando el avión despegó de Managua, los presos cantaron el himno nicaragüense y los gritos de “¡Viva Nicaragua libre!” llenaron la cabina. “Fue un momento eufórico”, agrega la exprisionera. El llamado “vuelo de la libertad” por algunos presos inició su ruta hacia Estados Unidos, al aeropuerto de Dulles, en un viaje de destierro hacia una nueva vida llena de incertidumbre. Un viaje triste, dicen, y feliz también, porque recuperaban su libertad. En mitad del vuelo sonó un grito repetido por todos: “¡Volveremos, volveremos, volveremos!”.
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