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Siguen ladrando los que dedican su prescindible aunque sórdida existencia a la salvación de las patrias con la matraca de que todos los males que padecen estas se deben al robo, la vaguería y los privilegios que acumulan los inmigrantes. Son su inagotable chivo expiatorio. Pero constato que desde hace muchos años todas las personas que han trabajado en mi casa han sido y son extranjeros. Y debo de haber tenido una suerte espectacular con ellos, ya que limpian mi suciedad, suplen mis carencias organizativas y jamás he constatado que desapareciera algo de mi casa. Son profesionales, educados, eficaces. Mi naufragio sería absoluto si no fuera por el orden que ellos me procuran.
Han trabajado para mí una señora rumana y otra armenia, un señor hondureño y otro nicaragüense. Huyeron de situaciones duras en sus países, son expertos en supervivencia honesta, se han buscado la vida día a día desde que llegaron, no se quejan de su suerte, no reciben subvenciones estatales, algunos han tenido que aprender un nuevo idioma. Ayudan a la familia que dejaron allí, anhelan regresar alguna vez y en condiciones dignas. Una de estas personas me atendió con delicadeza y efectividad los meses que pasé en una silla de ruedas, ante situaciones tan intimidatorias para mí como tener que ayudarme a bañarme y a vestirme. Son esa gente a la que acusan de latrocinio y de zamparse la economía del país.
También constato que durante toda la peste eran inmigrantes la inmensa mayoría de los empleados que te atendían en los supermercados. Percibo que hay muy pocos nativos en los trabajos duros. Y me pregunto qué ocurriría en este país si los inmigrantes decidieran largarse. Ya no sé si poseo una ideología. Hablo en nombre del sentido común.
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