Innovación, países pobres y covid-19: más allá de las patentes


Veinte años después de que países ricos y pobres batallasen en la Organización Mundial del Comercio (Doha, 2001) a cuenta de las patentes de antirretrovirales contra el VIH-Sida, a veces da la sensación de que nos hemos detenido en el tiempo. En plena pandemia, mientras el coronavirus arrasa la salud y las haciendas del planeta entero, la opacidad de los contratos de aprovisionamiento y los obstáculos legales para luchar contra la covid-19 han vuelto a poner en el disparadero un modelo de I+D+i biomédico defectuosamente sujeto al interés público.

Lamentablemente, la propuesta de congelar las patentes de productos contra la covid-19 no será suficiente para sacarnos del agujero. Necesitamos alternativas y la reforma del sistema de compras públicas puede ser una de las más eficaces.

Les resumo el problema. De acuerdo con los datos más fiables –que ya tienen unos meses y se quedan, sin duda, cortos–, los Estados del planeta se han gastado a lo largo de esta crisis la friolera de 9.180 millones de dólares (más de 7.600 millones de euros) en partidas relacionadas con la investigación básica y el desarrollo de diagnósticos, terapias y vacunas contra el SARS-Cov2. Esto sin contar los fondos públicos invertidos en décadas de investigación básica sobre la biología del mRNA y su posible aplicación en inmunología, o los miles de millones gastados en compras adelantadas de vacunas o en la expansión de la producción industrial.

Dicho de otro modo, las consecuciones históricas del sector privado en esta crisis, que nadie pone en duda, han sido posibles gracias a las inversiones realizadas por contribuyentes como usted y yo. Y la cuestión es si podemos exigir a cambio algo más que un buen producto.

Si le preguntan a las compañías, la respuesta es evasiva. A pesar de las circunstancias excepcionales, la mayoría de ellas se ha comportado en esta crisis como lo ha hecho siempre: haciendo caja e imponiendo a los contratos internacionales una opacidad norcoreana. Y lo han hecho gracias a un poder de negociación concedido por los mismos gobiernos que luego han tenido que padecerlo. Como han demostrado los rifirrafes entre la Comisión Europea y la empresa Astra-Zeneca, ni siquiera la todopoderosa UE ha podido imponer sus condiciones o ha accedido a mostrar todos los detalles de los contratos firmados bajo cláusulas de confidencialidad.

Por supuesto, la cesión de derechos de propiedad intelectual que permitiría a otros tratar de incrementar la oferta de productos básicos está fuera de cuestión: ni ellas los van a ceder, ni los países ricos se lo van a reclamar.

Y aquí se ha centrado buena parte de la polémica. La primera pregunta clave es si los derechos de propiedad intelectual suponen un obstáculo tan importante en el caso de covid-19. Al fin y al cabo, el cuello de botella en la producción deriva de la escasez de tecnologías e insumos, que no desaparecería con las patentes. Por otro lado, los propios acuerdos de la OMC incorporan vías de escape como las licencias obligatorias, que permiten a un Estado congelar la exclusividad de los derechos de producción por razones de interés público. Y eso si cualquier tipo de flexibilidad en el acuerdo general no está anulada por un acuerdo bilateral de comercio que imponga condiciones más estrictas. Sería más seguro –argumentan los defensores del statu quo– garantizar el éxito de Covax y expandir acuerdos voluntarios entre los propios fabricantes, como el que se ha producido entre la anglo-sueca Astra-Zeneca y la india Serum Institute.

Frente a estas razones, un buen número de expertos, activistas y políticos ­–agrupados alrededor de campañas como La vacuna del pueblo (People’s vaccine)– consideran que las normas de la OMC siguen siendo parte importante del problema. En octubre del pasado año, los gobiernos de India y Sudáfrica hicieron una petición formal ante la OMC para que se congelen, de manera temporal, las patentes, los secretos comerciales y otras formas de propiedad intelectual que afectan a los tratamientos, vacunas y tecnologías contra la covid-19. El propósito es facilitar en la medida de lo posible el interés público y la producción masiva a través de la participación de empresas de genéricos. Como ocurrió hace dos décadas, esta propuesta ha sido mayoritariamente apoyada por los países africanos, del sur de Asia, Caribe y las islas del Pacífico, con algunos gobiernos sudamericanos destacados como Bolivia, Venezuela y Argentina. Enfrente tienen al bloque de los países más ricos, con algunos aliados del mundo en desarrollo como Brasil y Ecuador.

Ojalá me equivoque, pero creo que esta vía tiene un recorrido corto, que ya hemos transitado. A pesar de su reciente experiencia –y del apoyo de un grupo minoritario de europarlamentarios– la UE y otros países ricos seguirán bloqueando en la OMC cualquier propuesta que debilite el modelo establecido de propiedad industrial. Hay mucho en juego más allá del coronavirus y este asunto abriría para el sector farmacéutico un peligroso precedente.

Es mucho más probable que se siga la vía intermedia propuesta por la nueva directora general de la OMC, la nigeriana Ngozi Okonjo-Iweala, dirigida a replicar el modelo de Serum con otros fabricantes y vacunas. Un ejemplo es el inminente acuerdo para expandir a través de India la producción de las vacunas de Novavax y Johnson & Johnson, desarrolladas en los Estados Unidos.

Entiéndanme bien: el sistema de patentes de la OMC debe ser reformado para equilibrar de manera más justa y eficiente los derechos e intereses de inversores, inventores y pacientes. Pero, mientras eso llega, conviene seguir explorando otras soluciones que complementen y aceleren la reforma de los acuerdos de propiedad intelectual.

Piensen, por ejemplo, en el potencial del sistema de compras públicas. Las inversiones y los mecanismos de aprovisionamiento público son utilizados por el Estado en diferentes sectores de la economía para establecer unas determinadas garantías para el interés general. Estas tienen que ver siempre con el precio y la calidad de los productos y servicios, pero a menudo van más allá para incorporar condiciones medioambientales, laborales, sobre derechos humanos o de otro tipo.

Parece por tanto razonable que esta misma lógica se extienda a un sector tan sensible para el interés público como el biomédico. Como ha demostrado esta crisis, el ascendiente del Estado puede ser considerable:

  • Las compañías reciben cantidades multimillonarias de los fondos públicos para la investigación y desarrollo de sus productos.
  • Los ensayos clínicos de las farmacéuticas hacen uso muy a menudo de las infraestructuras y recursos de todos.
  • Las agencias reguladoras evalúan y aprueban la seguridad y eficacia de los productos farmacéuticos antes de que estos entren en los mercados nacionales.
  • Los representantes de las compañías privadas interactúan con los profesionales de salud y de la gestión sanitaria para proporcionar información y promover comercialmente sus productos.
  • Las compañías farmacéuticas participan en concursos públicos y en otros mecanismos de aprovisionamiento de los sistemas de salud.

Estas vías conforman una relación de interés mutuo que el Estado podría aprovechar en su beneficio. Si un sistema de proveedor preferente como el que hemos propuesto desde el Instituto de Salud Global de Barcelona fuese aplicado en el sector biomédico, y en el ámbito de la UE, las compañías que quisiesen realizar negocios con el sector público tendrían que competir sobre la base de unos criterios evaluables basados en el interés general: precios asequibles, una cartera de investigaciones que vaya más allá de las que dan dinero o facilidades para el acceso de los países pobres a los tratamientos, por mencionar solo algunos. Las prácticas de aprovisionamiento responsable ya están presentes en muchos sistemas públicos, contamos con recomendaciones específicas en el marco de la Agenda 2030 y el Global Compact, y existen mecanismos de certificación como las evaluaciones de B Corps. Más aún, esta vía no exigiría sistemas muy complicados de gobernanza o abrir el debate espinoso de las reformas legislativas.

Palo y zanahoria. Inteligencia colectiva y oportunismo táctico en tiempo de coronavirus. Innovación de políticas, transparencia y criterios estrictos de interés público. Todos estos factores van a desempeñar un papel en la reforma de un modelo de I+D+i biomédico que ha vuelto a mostrar sus costuras.


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