Amparo Dávila nació y creció en Pinos, Zacatecas, un pueblo ubicado en el interior de México y dentro del desierto del Gran Tunal, lugar de altas yucas, matorrales, mesetas cubiertas de minas de oro y plata. Al leer sus cuentos aparecen seres extraños, la intimidad arrasada, casas, jardines con estanques, familias burguesas, la ciudad. Otro paisaje. Pero su imaginación creció en medio de este gótico desértico: no hay demonios del polvo ni de los socavones en su narrativa, pero sí hay una desolación inexplicable, una soledad tan vasta como los grandes espacios de su país. En su texto ‘En la ruta al erizamiento’, Jazmín Tapia Vázquez, especialista en la obra de Dávila en la UNAM, cuenta que en 1965 la escritora se presentó en el Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México para una “pública rendición de cuentas”, un ciclo de conferencias. Leyó un texto autobiográfico en el que definía a Pinos como un pueblo minero “con un pasado de oro y plata y un presente de ruina y desolación”, como un lugar triste y sombrío: “Detrás de los cristales de mi ventana tampoco había esperanzas de vida para mí, y sí muchos augurios de muerte; había perdido a mi hermano, y yo era una niña sentenciada y sola”. La casa familiar era un nido del terror: “El viento se filtraba por las hendiduras de las puertas y las ventanas calando los huesos. Yo siempre tenía frío, ni la chimenea de mi cuarto ni mis perros y mis gatos lograban calentarme; durante el día lloré muchas veces de frío, y por las noches de frío y miedo… Una mujer vestida de blanco, con una vela encendida, muy pálida y sin ojos, buscaba algo a través de la noche, crujían las puertas y los muebles, pasaban sombras, bultos, se oían voces, suspiros, quejidos, y un hombre con una pierna de palo golpeaba sordamente al caminar, entre los aullidos del viento, la música de los fonógrafos y las carcajadas de las prostitutas en el callejón. Así pasaba la noche, así pasaron muchas noches de mi infancia”. En esas noches la acompañaba La divina comedia de Dante, en un ejemplar ilustrado por Gustave Doré. Era un libro que estaba en la biblioteca familiar de su abuelo y que la impactó especialmente por las imágenes. Bernardo Esquinca, escritor y pregonero de Dávila, recuerda: “Ella misma explicaba que creció mirando las caravanas fúnebres que iban hasta Pinos para enterrar a sus difuntos, ya que era el único cementerio cercano. Ya fuera en una carreta o sobre el lomo de una mula, los muertos desfilaban como ‘un espectáculo”. Un territorio impiadoso, dibujos de ángeles caídos, caravanas de cadáveres, una casa encantada: la imaginación de Amparo se poblaba de rincones desconocidos que más tarde estallarían en sus cuatro libros de cuentos, su única obra narrativa —era, además, poeta—: Tiempo destrozado (1959), Música concreta (1961), Árboles petrificados (1977) y Con los ojos abiertos (2008). Se la comparó con Edgar Allan Poe, con Julio Cortázar, con Alfonso Reyes; su obra es breve como la de sus compatriotas ilustres Juan Rulfo o Josefina Vicens. Se discute si su obra es cuento fantástico, de terror, surrealista, una mezcla, realismo salpicado de siniestro: sucede que su obra es única y, sí, se inclina hacia el fantástico de terror, con esas mentes que se descomponen de forma mórbida e irreparable, como la del hombre que escucha el corazón de quien ha asesinado.
‘Cuentos reunidos’, de Amparo Dávila
Pero hay una diferencia muy importante en la obra de Amparo Dávila y sus monstruos. La mayoría de sus protagonistas son mujeres y narradoras. El punto de vista es otro. ¿Era el fantástico, como género no mimético, el que la ayudó a decir sobre las mujeres cosas que no podían pronunciarse, para las que quizá el lenguaje resultaba esquivo, recóndito, secreto, casi tabú?
El debut de Dávila, Tiempo destrozado, fue publicado por Fondo de Cultura Económica: era una escritora respetada, poco leída por el público general, de culto a pesar de su casa editorial y el rumor de su genio. Tuvo que esperar la reedición de sus Cuentos reunidos en 2009 para que sus numerosos entusiastas, entre ellos muchos académicos —su obra fue estudiada en aulas desde los años ‘80 en México— y escritores como Esquinca o Cristina Rivera Garza lograran ser escuchados y Amparo Dávila, por fin, leída. Murió a los noventa y dos años en 2020, en la Ciudad de México. Tenía algo de diva, hay que ver sus fotos: el delineado negro alrededor de los ojos que miran lejanos, el pelo oscuro, siempre un gato a su lado. No hay muchas fotos de Amparo Dávila, menos aún de juventud. Vivió en San Luis Potosí, donde estudió la secundaria y la preparatoria y publicó su primer libro de poemas a los veintidós años, Salmos bajo la luna (1950); después Meditaciones a la orilla del sueño (1954) y Perfil de soledades (1954). Cuando se mudó a la Ciudad de México era 1954 y trabajó como asistente de Alfonso Reyes: su mudanza coincidió con la escritura de sus primeros cuentos. Fue contemporánea de Octavio Paz, Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Elena Poniatowska, Margo Glantz y Julio Cortázar, con quien mantuvo amistad, correspondencia y quien la influenció como escritor, desde su segundo libro. La profesora Alejandra Amatto de la UNAM, especialista en narrativa fantástica, explica que “a pesar de que estuvo muy vinculada con los y las escritoras de su tiempo ella siempre se resistió a ser encasillada en una generación, en su caso la del Medio Siglo mexicano. Estuvo en talleres muy importantes en los que obtuvo becas para escribir y ganó el premio Xavier Villaurrutia en 1977, que era uno de los más importantes de su tiempo”. Pero Amparo iba por el costado, por la trastienda: un poco como Silvina Ocampo. Tenía privilegios, pero también economía en el decir. La escritora Brenda Lozano recoge una anécdota que contaba Poniatowska, y que describe la imaginación de Amparo —y lo que era capaz de decirle a sus amigos, además—. Cuenta Brenda lo que escribió Elena: “Recuerdo que una vez en los cincuentas Amparo Dávila me contó que ya no quería manejar porque sentía —como en los cuentos de terror— que su automóvil la llevaba donde él quería, nunca donde ella tenía que ir. A medio camino tenía que obligarlo a regresar a su casa. Me pareció una historia de pavor muy similar a la de sus libros y poesía. ‘Me acompaña la muerte, Elena”.
‘Cuentos reunidos’. Amparo Dávila. Páginas de Espuma, 2022. 312 páginas, 25 euros.
Puedes seguir a BABELIA en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.