Irán: cuando las mujeres lideraron la revolución verde

Témoris Grecko

«¡Aláaaaá-ju-ákbar!», gritó la joven vestida de verde y negro, y cuando se lanzó a correr hacia el frente, la siguieron cincuenta o sesenta personas que gritaban «¡Alá-ju-ákbar!», armadas con piedras y palos. Hasta ese momento, los milicianos nos habían tenido arrinconados al fondo de un callejón, donde nos asfixiaba el gas lacrimógeno. Pegábamos las narices al suelo o a los rincones, en busca de aire.

Ella era una de varias chicas con aspecto de delicadas muñequitas, de unos veintidós años, que poco antes se habían acomodado junto a mí llorando por los efectos del gas. Llevaban gafas de sol Gucci y bolsos Armani. Yo pensé que deberían haber tenido en cuenta los riesgos de participar en una marcha como ésta y que ahora, que estábamos atrapados por los milicianos, sería difícil que salieran de allí. No tenía sentido que las muchachas se estuvieran lavando los ojos con el agua de una botellita, porque estábamos rodeados por una nube. Entonces una de ellas se puso de pie, avanzó unos pasos, se irguió frente a nosotros y levantó una gran piedra que nos mostró como si fuera una granada. Su figura delgada parecía flotar entre las capas neblinosas. La gente se empezó a levantar. «¡Aláaaaaá-ju-ákbar!», gritó. Sus amigas se lanzaron hacia delante. Y empezó el contraataque.

Los milicianos basiyíes debieron de sorprenderse cuando de pronto vieron que, desde las nieblas de gas, se les venía encima una granizada de pedazos de cemento. Aunque trataron de retirarse en orden, pronto sus líneas se desintegraron y ellos se dieron la vuelta para huir. «¡Bong!, ¡bang!, ¡bong!», sonaban las pedradas en sus cascos. En sus espaldas no eran tan sonoros, pero se disfrutaban más.

La multitud regresó así a la avenida, de donde había sido expulsada minutos antes por una carga de antidisturbios motorizados. Cuando los gobiernos están arrinconados por fuerzas populares, el ejército se atrinchera en las ciudades, pero el campo es de los guerrilleros. Algo parecido ocurría aquí. El objetivo de las autoridades era controlar la vialidad principal, como si fuera un gran río, para impedir que por él se desplazara la ola verde, y dispersarla por calles secundarias para que perdiera fuerza. A la policía y a las milicias les costaba un gran trabajo alcanzar una presencia dominante en la avenida, en tanto que las vías y callejones aledaños eran territorio rebelde.

El recorrido de la manifestación era el mismo de la megamarcha del lunes 15, entre las plazas Enguelab («Revolución») y Azadí («Libertad»). Pero aquélla fue una fiesta. Ésta era una batalla. Extenuante, dolorosa, a lo largo de cuatro kilómetros interminables por la avenida Enguelab.

***

Agosto de 2019: Acabo de darme cuenta de que apenas se cumplieron diez años de “La ola verde”, la revolución con la que los iraníes desafiaron el fraude electoral de 2009, y que cubrí hasta que tuve que escapar de ese bellísimo país.

Me acordé de él por las marchas feministas de la semana pasada, por los pañuelos verdes, casi idénticos a los que llevaban en el cuello las jóvenes de aquellos días, y porque en aquel poderoso movimiento popular –que sólo pudo ser detenido a balazos, torturas, cárcel, desapariciones y asesinatos-, las mujeres desempeñaron un papel del liderazgo, como lo han hecho siempre en la civilización persa, desde que en los tiempos del emperador Ciro el Grande capitaneaban unidades militares y dirigían enormes proyectos de construcción.

Pude atestiguar sus impresionantes despliegues de valentía, a pesar de que corrían riesgos inmensos. Muchos murieron en la manifestación que narro aquí, la del 20 de junio. La muerte de Neda Agha Soltan, una chica de 26 años a la que, en una calle atestada de gente que trataba de llegar a la marcha, un miliciano basiyí le disparó en el pecho, quedó registrada en un video que nos ha hecho llorar a millones.

Tenían claro el peligro. Aun así, no dejaron de salir a protestar por los derechos negados, derechos que tenían sus madres y que les arrebató otra revolución, la de 1979, en la que ellas lucharon y que las traicionó.

Reproduzco aquí dos fragmentos de mi libro “La ola verde”. El de esa jornada de rebeldía, en conmemoración de la bravura de esas mujeres. Y el de Neda, en su memoria.

***

El gobierno trató de desalentar la participación: hizo correr el rumor de que la marcha había sido cancelada, el jefe de la policía advirtió que lanzaría a sus fuerzas y, en puntos visibles de la ciudad, desplegó a basiyíes mal disfrazados de soldados, con uniformes de camuflaje incompletos, escudos, cascos y porras de segunda mano.

Cualquiera que quisiera aproximarse sabía que no iba a salir indemne. Sin duda, el esfuerzo tuvo efecto y desanimó a miles. Pero muchos acudieron. No sólo estudiantes. También madres, padres, ancianos, trabajadores, profesionistas, empleados.

—Vine con mis amigas —me dijo Golalem, una chica con bolso Gucci, gafas oscuras Ray Ban sobre el pañuelo multicolor del cabello y mechas rubias. Como si se tratara de una salida al café.

La convocatoria estaba fijada para las cuatro de la tarde. Llegué poco antes de esa hora y me dirigí a la Universidad de Teherán, que se encuentra a unos trescientos metros, para ver cómo se organizaban los estudiantes. Estaban encerrados. Una doble fila de antidisturbios y otra de basiyíes bloqueaba el acceso principal. A través de las rejas, los jóvenes sacaban carteles escritos a mano en los que denunciaban la «dictadura» de Ajmadineyad y la «traición al pueblo» de Jameneí. Varios policías les daban porrazos en las manos para que se alejaran. Las personas que pasaban por la calle saludaban con los dedos en V. Los de adentro respondían con gritos de «¡Alá-ju-ákbar!».

Regresé a la plaza y empecé el recorrido por la avenida Enguelab caminando sobre la acera, disimulando, como si fuera un simple peatón de paseo. El problema era que cientos de personas habían tenido la misma idea, pronto serían miles, y siempre rumbo a Azadí, hacia Libertad. Habíamos avanzado unos cien metros cuando escuché gritos y disparos detrás de mí: un grupo de antidisturbios motorizados embestía a la multitud, que se revolvía y estrellaba contra una valla de protección. La salté. Y corrí entre los coches atascados porque, como es norma, nadie había dado la orden de cortar el tráfico y cientos de vehículos estaban atrapados. Muchos más hicieron lo que yo y los policías se quedaron persiguiendo a pocos, del lado equivocado.

Ésa era una de las principales debilidades de la estrategia represiva: cuatro vallas de un metro y medio de altura dividen la avenida Enguelab en tres flujos de circulación (uno de ellos, el central, para anchos autobuses articulados) y separan las aceras. Para un manifestante es mucho más fácil cruzarlas que para un agente con movimientos limitados por el equipo antidisturbios que acarrea. Además estaban los coches: para los conductores era un infierno terrorífico porque por sus ventanillas y parabrisas entraban lo mismo piedras que las porras de los policías frustrados. Quienes teníamos que escapar, en cambio, los encontrábamos idóneos para escurrirnos ágilmente y dejar atrás a los perseguidores con su torpeza.

Culpar a Ajmadineyad por los terribles hábitos de conducción de los iraníes es, como dije en la introducción del libro, injusto. Pero su doctorado en dirección del tráfico bien podría servirle para descubrir las ventajas de interrumpir la circulación en situaciones como ésta. Si no le importa aliviar el caos vial, por lo menos le interesaría facilitar las tareas represivas.

Pronto me di cuenta de que la importancia de alejarse de policías y basiyíes no era sólo para evitar que me atraparan. Ante sus ataques, la gente se dispersaba del otro lado de las vallas y empezaba a arrojar piedras contra los guardias, y con frecuencia golpeaban el objetivo equivocado. Los iraníes pueden tener un inmenso valor, pero en general la puntería no es una de sus habilidades destacadas, y estar a diez o quince metros de un grupo de agentes era convertirse en diana. El antidisturbios que me veía huir despavorido cometía un error si pensaba que era principalmente por temor a él.

La marcha se dispersó en decenas de grupos, grandes y pequeños, que avanzaban cada cual a su ritmo y por donde pudiera hacerlo. Serían unos diez mil manifestantes, a quienes trataba de detener un número similar de elementos del «orden». Era evidentemente desigual, pero la superioridad física de los represores se desperdiciaba con una pésima organización. Era una pena mirar cómo corrían de un lado a otro, confundidos por la capacidad de los grupos de manifestantes de disolverse en un sitio y reintegrarse velozmente en otro lado, fuera de su alcance. Y la fuerza bruta enfrentaba, además, tenacidad, determinación e ingenio.

***

En los puentes peatonales, dotados de techo y rejillas, decenas de iraníes observaban la protesta, hacían fotografías, saludaban a los manifestantes y coreaban eslóganes. «¡Muera el dictador, muera el dictador!» Desde uno de ellos, alguien tuvo la mala idea de arrojar piedras. Y el jefe de un grupo de antidisturbios envió a sus hombres al ataque para desalojarlos. Por las únicas dos escaleras de acceso: en lugar de subir por una de ellas para empujar a la gente hacia la otra, bloquearon cualquier ruta de escape. Era dramático: los que estábamos en la calle contemplábamos impotentes cómo treinta o cuarenta personas se apretaban desesperadas en el centro del puente, mientras a quienes estaban en los extremos los golpeaban incesantemente con porras. En su afán por alejarse, se subían encima de los que estaban detrás. Parecía una escena sacada del infierno del Bosco. Junto a mí, una madre con sus dos hijas gritaba y gritaba de terror.

Un miliciano se acercó. Y la mujer se le echó encima, con las dos muchachas detrás. No puedo imaginar cuántos terribles insultos recibió el hombre en unos pocos segundos. Levantaba la porra como para atizarlas, la bajaba, otra vez arriba, y abajo, conteniéndose. Hasta que la madre halló la forma de meter una mano por debajo de la visera del basiyí y lo empezó a abofetear. El tipo alzó la porra, ahora sí dispuesto a hacerlas pedazos.

Entonces alguien más gritó, con voz poderosa. Era un oficial de policía que había llegado en una moto.

—¡A las mujeres no! —ordenó.

No es una norma del régimen respetar a nadie, pero esta vez funcionó. El basiyí gruñó de frustración, se dio la vuelta y se fue. Con mirada benigna de salvador, el agente dedicó una media sonrisa a las mujeres. ¡Que se le echaron encima también! Ahora las maldiciones las escuchaba él, en tono muy alto. Yo no pude contener la risa al ver la expresión de incredulidad en su rostro. Y la madre, que ya le había agarrado gusto al truco, volvió a meter la mano por debajo de la visera y lo abofeteó. No recuerdo haber escuchado un aullido de indignación más sonoro.

—¡Aaaaaaaaaaah! — profirió el gendarme. Arrancó a todo gas y desapareció en un rugido. Las quince o veinte personas que estábamos alrededor aplaudimos entre carcajadas.

 

***

La mayor parte del armamento que pude ver no era letal. Pero algunos policías llevaban pistolas en la cintura. En un momento de tensión en la avenida, cuando una decena de antidisturbios huía de un contraataque verde, un oficial que se encontraba fuera de peligro, a unos cincuenta metros de la multitud y a sólo cinco de donde yo estaba,desenfundó su arma y apuntó contra la gente. Sólo era una amenaza. Pero el dedo jugaba sobre el gatillo.

***

Avancé dos kilómetros, la mitad de la distancia, en un par de horas duras. Faltaba lo más difícil. Hasta ese momento, mi táctica para evitar ser golpeado, arrestado o identificado como extranjero (y por lo tanto, como periodista) había funcionado bien: mantener los ojos muy abiertos, moverme tanto como me fuera posible, caminar camuflándome entre los grupos de manifestantes pero separarme de ellos y saltar las vallas a la primera señal de que venía un ataque, y no hablar con nadie. Esto era lo más difícil: los iraníes son sumamente dicharacheros. Le dicen cosas, le hacen preguntas y le piden la opinión a cualquiera que esté al lado. Sólo podía poner cara de gruñón y negarme a hablar.

El número de opositores había disminuido. Muchos hombres olvidaban que el objetivo estaba mucho más adelante y se distraían en las escaramuzas.

—¡Azadí, Azadí! —gritaban las mujeres.

No en nombre de la libertad, sino para recordarles que había que llegar a la plaza, que no perdieran el tiempo.

Cada vez costaba más trabajo. Los que protestaban ya mostraban las marcas del combate: sus rostros estaban enrojecidos por el gas lacrimógeno, tenían heridas, contusiones, sangre. Algunos caminaban cojeando y se apoyaban en sus compañeros. Y como su número iban disminuyendo, parecía más fácil echarlos de la avenida.

Atacaron el contingente donde yo venía y lo forzaron a desviarse por una calle pequeña. Pude escapar a salto de valla. Me detuve en un punto con buena visibilidad, solo. Vi que la represión estaba teniendo éxito, al fin. Los antidisturbios en motocicleta dispersaron un grupo allá. Otro estaba rodeado y arrestaban a sus integrantes. Los basiyíes gritaban de júbilo porque habían hecho retroceder a unos más, a la izquierda. Y a la derecha habían bloqueado un callejón.

La avenida se quedó vacía de opositores. Pensé que, finalmente, Ajmadineyad y Jameneí se irían esa noche a la cama contentos por haber impedido que el pueblo pasara de Revolución a Libertad. No merecían esta victoria.

—¡Aláaa-ju-ákbar! —escuché a mis espaldas—. ¡Aláaa-ju-ákbar!

Un gran contingente que había avanzado por vías paralelas entraba a la avenida por una calle que yo no había visto. Eran cientos. Venían con las manos en alto y los dedos en V. Con telas verdes, carteles de Musaví, paños negros de luto. Dos muchachas estaban muertas de la risa por alguna razón. Todos sonreían. Por supuesto, había una madre con su par de hijas, no podían faltar. Cuando me di cuenta, mis ojos estaban llenos de lágrimas. Y mi alma, de admiración.

***

La mayor parte de la lucha, sin embargo, se daba ya en las calles aledañas. A este grupo, como a los demás, lograron echarlo más adelante, y después buscaría la forma de retornar a la avenida.

Para mí fue ya también imposible mantenerme en la vía principal. En cierto momento, tres policías se plantaron a unos metros de mí, gritaron algo e hicieron ademán de querer sujetarme. Escapé por una pequeña calle y, sin darme cuenta, me metí entre un pelotón de basiyíes. Por suerte, no me vieron: estaban envueltos en un juego de avanzar y retroceder, enfrentados por un gran grupo de manifestantes, hacia los que corrí en ese mismo instante y de manera poco prudente: a mi alrededor, muy cerca, llovían las piedras. Yo me movía tratando de protegerme la cara con las manos. Ya casi había llegado a ellos cuando sentí un impacto en la pantorrilla derecha, por atrás, que me hizo caer. Dejó una mancha verde y un líquido de ese color que se escurría. ¿Una bala de goma? ¿Un bote de gas?

No lo supe. En ese momento entré en una nube tóxica. El nombre del gas lacrimógeno, tan mejorado el día de hoy por dedicados científicos a los que les envío mis más calurosos saludos, no hace justicia a sus efectos. Está muy perfeccionado: no sólo te hace llorar, la cosa te arde en la piel, sobre todo donde hay sudor, se te mete en el cuerpo y te quema en la garganta, muy adentro en la nariz y en los ojos. Lo peor es que te provoca náuseas intensas y quieres vomitar, pero no puedes, tienes que correr, escapar de quien venga detrás de ti a golpearte, a pesar de las convulsiones que te detienen para echar fuera algo que no existe.

Una columna de antidisturbios motorizados llegó a reforzar a los basiyíes. Nos hicieron correr. Mi gran intuición me metió en un callejón sin salida. Como no podía regresar, seguí hasta el fondo junto a decenas de iraníes con los mismos talentos. Los milicianos tomaron el acceso y nos gasearon. Creí que nos iban a dar una paliza y, probablemente, a arrestar. Me vi desaparecido por semanas en las entrañas de la policía secreta del régimen islámico, para reaparecer de pie frente a un tribunal, acusado de espiar para el enemigo sionista. No contaba con el heroísmo de las muñequitas lloronas que encabezaron el contraataque y nos llevaron de vuelta a la avenida.

De donde, por supuesto, nos echaron más adelante. Hubo otra escaramuza con milicianos. Desde detrás de sus filas, alguien pasó velozmente en una motocicleta. Era uno de los verdes: se había colado entre los basiyíes, desmontado a uno de ellos de un golpe, cruzado sus líneas y cabalgado en el vehículo hasta zona libre, donde lo recibieron entre aplausos. Arrojó la moto al suelo, abrió el depósito de combustible y en un instante la gente bailaba alrededor de una gran hoguera.

Cayeron más botes de gas, y con ellos vino otra ofensiva de los milicianos, indignados por la humillación. Yo ya no podía ver, corría un poco sin rumbo, y de pronto no supe qué ocurrió: me descubrí en el suelo, al lado de una alcantarilla a cielo abierto a la que por suerte no caí. ¿Qué me pasó? Supongo que recibí un golpe indirecto de parte de los antidisturbios en moto. Pero ni siquiera los oí venir.

Una muchacha con un pañuelo multicolor en la cabeza me ayudó a levantarme y, tomándome de la mano, me hizo correr con ella. La chica lloraba, como todos. No me soltó hasta que llegamos a un pequeño parque, donde había una fuente, a unos doscientos metros.

Decenas de personas se lavaban la cara, intoxicadas. Un hombre de unos sesenta años se acercó a mí y me sopló humo de tabaco en los ojos. Otras personas recibían a más desconocidos para atenderlos de la misma forma, porque eso alivia el dolor, dijo el que me ayudaba a mí. No quiso darme su nombre, pero entendí que fue ministro o viceministro de desarrollo agrícola del gobierno iraní en los años noventa.

—Esta gente [Ajmadineyad y Jameneí] nos va a obligar a destruirlo todo —me dijo—. Uno no va a la revolución porque quiere. Sólo cuando no le dejan otra alternativa.

La chica que me ayudó había encontrado a sus amigas, que había perdido un rato antes y que también se recuperaban del gas. Todas usaban accesorios caros. Golalem, como se llamaba la primera, era una morena de ojos verdes y pestañas rizadas. A pesar del llanto, ya estaban todas riendo. Como sus ropas estaban muy descompuestas, comenzaron a arreglarse unas a otras. Golalem me pidió ayuda.

Me dio el pañuelo de colores, agitó la cabellera con mechas rubias y se acomodó la parte de arriba de la chaqueta de color negro. Yo estaba atónito. No sólo porque era la primera vez que miraba a una mujer con el cabello suelto en un espacio público. Sino por la naturalidad con que lo hacía. Como si yo fuera su hermano.

Se colocó el pañuelo y me sonrió.

—¡Vamos!

Nos sentamos con su grupo y ellas preguntaron en excelente inglés mi nombre, de dónde era yo.

—¡Témoris! ¡De México! —dijo Golalem—. Entonces ya estás acostumbrado a estas cosas.

—¿A qué?

—México tuvo un grave conflicto electoral en 2006, ¿no estabas allí? —Esta chica era toda sorpresas—. Calderón. López Obrador —añadió.

Yo estaba conversando con cuatro muchachas que invertían su presupuesto en marcas de moda. Que salían a la calle a enfrentarse a la policía, lloraban por el gas lacrimógeno y después se ponían a reír. Y que estaban al tanto de la situación política de un lejano país como el mío. Tenían alrededor de veintitrés años y acababan de terminar la carrera en literatura europea.

No había mucho tiempo para charlar. En cuanto se sintieron mejor, nos levantamos para regresar al combate. Aunque me caían muy bien, tenía que alejarme de ellas: pondrían en evidencia mi condición de extranjero. Pudimos llegar a la avenida sin problemas, los enfrentamientos se producían en otro lado. Nos topamos con un grupo de basiyíes, de quienes las chicas se empezaron a burlar en voz muy alta, a carcajadas, para que ellos pudieran escucharlas. Tirados en la acera, los tipos lloraban y lloraban, entre espasmos, víctimas de sus propios gases lacrimógenos.

—Debo irme —le dije a Golalem—. Te doy las gracias y te deseo lo mejor.

Ella me hizo un guiño.

Y se fueron rumbo a la plaza Libertad, coreando «¡Muera el dictador! ¡Muera el dictador!».

***

Un basiyí solitario vigilaba una calle para impedir que la gente regresara a la avenida. Yo estaba a una decena de metros de él, y un grupo de verdes se acercaba. El tipo los esperaba con la porra en alto y una gran sonrisa. Uno de los manifestantes, de unos cuarenta años, le devolvió el gesto. El miliciano agitaba la porra mientras le hablaba en tono amistoso al opositor, con la idea de persuadirlo de que se detuviera. El otro no se detuvo e hizo un ademán con la mano, como quien dice: «Sé que no nos vas a golpear». El basiyí movió el brazo para darle credibilidad a su desplante, pero con tan poca energía que a su contrario le resultó fácil sujetárselo. Los dos hombres rieron. Y la marcha continuó.

***

Las calles paralelas a Enguelab estaban llenas de manifestantes que arrastraban contenedores de basura para quemarlos. Ahí no entraba la policía. Los dueños de las tiendas regalaban botellas de agua. Damas en chador corrían de un lado para otro con cigarros encendidos, en busca de gaseados a los cuales echarles humo en los ojos. Grupos de jóvenes planeaban cómo retornar a la avenida. Hombres y mujeres de mayor edad, que tal vez participaron en la revolución de 1979, los proveían con el consejo de la experiencia. En la pared lateral de un edificio, un gran mosaico con los rostros de Jomeiní y Jameneí era el blanco de muchos paseantes airados que les arrojaban piedras. Unos niños las recogían y se las entregaban a un clérigo de turbante, quien a su vez las ofrecía a los que pasaban. Toda la comunidad estaba en resistencia.

Yo ya estaba agotado, sin embargo. Habían pasado cuatro horas de batalla y todavía estaba a un kilómetro del destino. Me fui caminando por calles estrechas, crucé dos anchas avenidas y por esta última, veinte minutos más tarde, regresé a Enguelab. Y ahí estaba, la plaza Libertad. Enorme. En el centro, el monumento moderno más hermoso de todo Teherán, una torre que semeja dos antebrazos cuyas manos unen las palmas a cincuenta metros de altura. La ordenó construir el sha, en 1971.

Entre la plaza y yo se encontraba el último cinturón de seguridad: los verdes se habían manifestado y además humillado a las fuerzas de seguridad, que nunca pudieron someterlos, pero a Libertad, no, ahí no llegarían, por decisión del presidente. Eso sería equivalente a una derrota total en la batalla del día. Cientos de antidisturbios y basiyíes estaban congregados ya ahí, y otros pelotones se acercaban. El sitio es gigantesco, no obstante, con una circunferencia que estimo en unos dos mil metros, y pude cruzar por unos montículos ajardinados en los que no había vigilancia. Otras personas habían entrado ya al perímetro asegurado, y nuestro problema ahora era cómo evitar que nos arrestaran.

Me acerqué a un pequeño grupo que descansaba entre los árboles. De inmediato vinieron los milicianos a echarnos a gritos. Tironearon a algunos, persiguieron a otros, los demás nos alejamos. Una mujer insultaba a uno de los tipos mientras caminaba. Éste amenazaba con atacarla, pero no lo hacía. Cuando pasé frente a una columna de antidisturbios, dos de los oficiales me señalaron con el dedo. Yo miré hacia el frente y apresuré el paso. Llegué hasta la base de la Torre Libertad, el monumento de la plaza. Y a mí no se me ocurrió nada mejor que hacerme pasar por el turista más idiota de la historia. Hice fotos como si no supiera en qué situación nos encontrábamos, buscaba ángulos del monumento, me extasiaba con sus líneas. En mis imágenes quedaban registradas también las columnas de humo que se elevaban detrás de la torre. Una de ellas era muy grande, de unos trescientos metros de altura. Hasta que otras personas empezaron a acercarse para decirme que, por favor, guardara la cámara, pues iba a crear problemas.

Las fuerzas de seguridad estaban concentradas en los límites de la explanada. Basiyíes en dúos o tríos vagaban por aquí y por allá espantando al personal, pero la gente sólo se alejaba de ellos sin marcharse. Los contingentes tardaban en llegar. Por fin escuché su clamor y sus protestas, cinco horas después de haber iniciado la manifestación. Los que venían por la avenida Enguelab se toparon con los antidisturbios en motocicleta y varias filas apretadas de policías. No iban a pasar.

Otros grupos rodearon la plaza para acercarse por el norte, por donde está el cuartel del Basij donde cinco días antes habían asesinado a tiros a entre cinco y siete personas. Cada uno de ellos fue rechazado y dispersado por los milicianos. Unos consiguieron avanzar por una avenida lateral hasta el acceso oeste (venían del este), pero cuando llegaron allí eran muy pocos. La ola verde se había impuesto sobre la policía y los basiyíes para avanzar tres mil ochocientos metros desde la Plaza Revolución. Pero en el camino había perdido mucha agua. Sus últimos chorros fueron insuficientes ante el cinturón impermeable que dispuso el gobierno. Les faltaron sólo doscientos metros para llegar a Libertad.

A las 10 de la noche, era claro que las pocas gotitas de agua verde que habían entrado en la plaza tenían que filtrarse o serían evaporadas. Yo lo hice también. Después de salir por uno de los montículos ajardinados, caminé hacia el norte, en busca de una estación de metro que, creí erróneamente, estaba a un lado de la terminal de autobuses del oeste. La policía tenía a grupos de muchachos en el suelo, arrestados. Varios antidisturbios golpeaban a dos de ellos, que habían dejado de defenderse y sólo lloraban ante cada patada y cada garrotazo. Esa avenida estaba infestada de grupos de basiyíes que celebraban con cantos religiosos y otro cuyo coro era el apellido de su líder, «Ajmadineyad». Caminé otro par de kilómetros hasta que por fin encontré el metro. Estaba exhausto. La gente iba a casa después de trabajar todo el día. Me preguntaba si sabían que otros estaban allá afuera, dando la lucha por todos.

 

La voz de Neda

Neda tenía veintiséis años. Su nombre es una palabra árabe que en farsí sólo se usa en el lenguaje poético y que significa «voz» o «llamada». Su segundo nombre y su apellido eran Aga Soltán. Era una joven teheraní normal, como tantas que están tomando las riendas de su vida pero se estrellan con las restricciones impuestas por los fanáticos religiosos. Con lo que Mir Joseín Musaví explicó como «querer llevar a la gente al cielo por la fuerza». Involuntariamente, estaba describiendo lo que hicieron con Neda.

Era una joven con sensibilidad. Le gustaba la música, especialmente el pop persa, y tomaba clases de piano. Cantaba muy bien. Se vestía a la usanza moderna, con la pañoleta para el cabello en posición algo atrasada para poder lucirlo, y usaba jeans. Estaba aprendiendo turco porque quería convertirse en guía de turismo y llevar grupos a la ciudad milenaria de Estambul. El mundo la fascinaba y, como pudo, se pagó viajes al extranjero:

Turquía —obviamente—, Dubai, Tailandia.

Pertenecer al siglo XXI no impedía que Neda valorara la tradición musulmana de su gente. Estudiaba filosofía islámica en la universidad. Tampoco se sentía ajena a los problemas que atravesaba su país.

Sus amigos han explicado cómo es que se sentía indignada por las mentiras y el fraude, por los ataques contra personas inocentes, los asesinatos. No era una activista. No tenía la vocación de organizar gente y promover acciones. Pero era consciente de la importancia de hacer una llamada a los demás, de levantar la voz para corregir los abusos y buscar la justicia.

Por eso trató de ir ese sábado, viva y bella, a la manifestación de protesta, de Revolución a Libertad, con su profesor de música, Jamid Panají, y dos amigos más. Iba tarde, y la combinación de la marcha con la renuncia de las autoridades a controlar el tráfico, provocó un atasco que detuvo su marcha. Ella y Panají salieron del coche un momento, para tomar el aire. Cuando Neda hablaba con alguien por teléfono, su plexo solar fue destrozado por una bala. Una sola. Disparada por un miliciano basiyí que pasaba en una motocicleta. Uno de aquellos demonios que salieron del infierno por decisión del representante de Dios sobre la Tierra.

Era una persona llena de alegría —la describiría Panají más tarde—. Era un rayo de luz. Me duele tanto. ¡Tenía puestas tantas esperanzas en ella!

La imagen del vídeo de YouTube tiene la baja definición de un teléfono móvil y las sacudidas de un videoasta amateur sorprendido por hechos demasiado veloces. Pero nos deja ver bien lo que pasa. Corremos con la cámara hacia donde está Neda en el suelo. Hay gritos, la gente está asustada y se acerca a ayudar. Ella no parece darse cuenta de lo que ocurre. O no lo cree. O ya casi se ha ido. Dice Panají que ella musitó «me estoy quemando, me estoy quemando». Él y un médico presente tratan de tapar la herida con las manos. La sangre ya sale por la boca y la nariz. Otro hombre llega y toma su cabeza, entre lamentos, no quiere dejarla:

—No tengas miedo.

¿Miedo a qué? ¿Qué hay del otro lado?

Tal vez una voz. Una llamada.

Neda fue asesinada un día después de que el ayatolá Alí Jameneí saliera a convalidar el fraude electoral y a ordenar la ofensiva que segó la vida de la joven. Él no entiende de los cambios sociales ni tecnológicos, pero ahora un extraño milpiés de bits y bytes le ha dado la vuelta al mundo con las últimas imágenes de Neda. En Irán, los autodesignados defensores de Dios actúan con mezquindad suprema: así como el gran líder les negó las condolencias a las familias de las víctimas, así como llamaron terroristas a quienes ellos mismos mataron el sábado —Neda es una—, después pusieron a sus vergonzosos amanuenses a escribir insultos contra Neda en Twitter y YouTube, y aseguraron que el asesinato fue planeado por periodistas occidentales para desprestigiar a la nación.

Peor todavía: a la familia le prohibieron celebrar un funeral y le exigieron retirar los tradicionales carteles de duelo. Tuvieron que enterrarla en secreto y bajo vigilancia. Los obligaron a mudarse de casa para que no se fuera a convertir en lugar de peregrinación (y por hablar con la prensa extranjera, Panají tuvo que escapar al exilio). Porque el ayatolá puede no tener idea de en qué clase de mundo vivimos ahora, pero sabe bien del poder de transformación política que tienen los muertos —los mártires—en la tradición islámica chiita.

Al menos, la desaparición física —y el renacimiento simbólico— de Neda va a ayudar a transmitir un mensaje que tantos jóvenes iraníes piden a los periodistas que envíen: No somos terroristas. No somos fanáticos. Somos chicos normales, nos gustan la música y los viajes y aprender idiomas. Somos amigables y tenemos un gran sentido de la hospitalidad. Los religiosos megalómanos que nos gobiernan no nos representan. Hablamos por la voz de Neda.

Hacemos la llamada de Neda.

Témoris Grecko

Témoris Grecko es un periodista independiente que ha realizado reportajes en 91 países de todos los continentes y completado tres vueltas al mundo. Ha publicado cuatro libros, con temas como la guerra en Siria, una insurrección en Irán, el racismo y el sida en África y la ultraderecha en México. Acaba de estrenar la película “Mirar Morir. El Ejército en la noche de Iguala”, está escribiendo un libro sobre el mismo tema y trabaja en un documental sobre censura y violencia contra periodistas en México. www.temoris.org

*La opinión aquí vertida es responsabilidad de quien firma y no necesariamente representa la postura editorial de Aristegui Noticias.




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