“¿Estamos ante una repetición de lo ocurrido en Irak?”. Es la pregunta que se hace, década y media después de aquella guerra y esta vez con Irán en el punto de mira, el periodista de investigación Bob Dreyfuss en un artículo en la revista The Nation. “¿Busca el presidente Donald Trump, impulsado por dos asesores ultra militaristas como el asesor de seguridad nacional John Bolton y el secretario de Estado Mike Pompeo, lanzar una guerra ilegal y no autorizada contra un país en Oriente Próximo después de demonizar a sus líderes e imputarles falsamente la tenencia de armas de destrucción masiva?”, escribe el periodista.
Dreyfuss repasa el triple movimiento belicoso del Gobierno de Trump en las últimas semanas: por un lado, Trump envió el 6 de marzo un portaaviones y un puñado de bombarderos al golfo Pérsico, bien guarnecido por tambores de guerra que buscaban “mandar un mensaje claro e inconfundible al régimen iraní” y las amenazas de usar contra él la “fuerza implacable”. Dicha ofensiva no provocada es, según Dreyfuss, la culminación de una escalada de amenazas e intimidación contra Irán a lo largo del último año, coincidiendo con la retirada por parte de EE UU del acuerdo de no proliferación nuclear firmado por Obama. Desde entonces, Estados Unidos no ha dejado de imponer duras sanciones a Irán.
A mediados de abril, el departamento de Estado anunciaba la designación como grupo terrorista de la Guardia Revolucionaria Islámica de Irán, el principal cuerpo armado de Teherán. “Tal y como Bush fabricó acusaciones falsas contra Sadam Husein de tener lazos con Al Qaeda y el 11-S”, escribe Dreyfuss, “el Gobierno de Trump pinta a un país como Irán como amenaza terrorista”. La designación suponía un salto cualitativo sin precedentes: por primera vez, el departamento de Estado designa a las fuerzas armadas de un país en su conjunto como grupo terrorista.
Poco después, Washington apretaba aún más las clavijas a Teherán al poner fin a la exención que permitía, pese a las sanciones, que países altamente dependientes del petróleo iraní como India, Turquía, y China importasen crudo del país persa. Washington, que capitaneada por los perros de presa Bolton y Pompeo tiene la costumbre de ladrar alto y claro sus intenciones, reconocía en una nota su objetivo de “reducir a cero las exportaciones petrolíferas” de Irán. O, como apunta Dreyfuss, de ahogar la vía del sustento del país.
Por último, y pocas horas antes de desplegar el portaaviones en aguas del golfo Pérsico, el Gobierno de Trump atacó el corazón del acuerdo de no proliferación nuclear, al anunciar que no permitiría a Irán enriquecer uranio o transferir uranio enriquecido a cambio de uranio natural, actividades permitidas, ambas, por el acuerdo firmado con Obama. “Con su acción, Estados Unidos amenaza con forzar a Irán a cerrar su limitado y altamente regulado programa de enriquecimiento de uranio o a pasarse por alto esas cláusulas del acuerdo y avanzar hacia un régimen de enriquecimiento sin restricciones. Y de acuerdo con el jefe de la Organización Iraní de Energía, esto último es precisamente lo que Irán podría hacer”.
John Bolton tiene entre ceja y ceja a Irán desde hace décadas. En un colosal perfil del incendiario asesor de Trump en la revista New Yorker, el periodista especializado en Oriente Próximo Dexter Filkins revelaba esta semana que Bolton lleva desde noviembre instigando desde el Despacho Oval el bombardeo del país persa. La obsesión de Bolton por derrocar el régimen iraní no es altruista. Poco antes de aceptar el cargo de asesor de Trump, recuerda Filkins, cobró 40.000 dólares por dar un discurso al Mujaideen-e-Khalq (MEK), un grupo extremista de iraníes en el exilio, con tintes de secta y un gusto por la violencia que llevó al propio Gobierno estadounidense a declararlo —caprichos del destino— organización terrorista en 1997. “Vuelvo a deciros lo que llevo diciendo los diez años que he venido a esta manifestación: ¡Hay que derrocar al régimen de Teherán en cuanto surja la oportunidad!”. La oportunidad de Bolton y sus aliados golpistas parece haber llegado.
Para Dreyfuss, las consecuencias de la última escalada podrían ser catastróficas, tanto en la cada vez más probable guerra entre ambos países como dentro de la política iraní: “Al intentar asfixiar la economía iraní, al designar a la Guardia Revolucionaria Islámica como grupo terrorista, al poner en el punto de mira el programa legal de enriquecimiento de uranio, y al hacer amenazas militares abiertas, Estados Unidos debilita a las fuerzas reformistas y moderadas en Irán, al tiempo que se da alas a los extremistas –los Bolton de Irán—, incluidos los clérigos ultraconservadores y algunos elementos de la Guardia Revolucionaria, muchos de los cuales se oponían al acuerdo nuclear de 2015 por considerarlo demasiado complaciente para con Estados Unidos”.
El asesor de Seguridad Nacional, John Bolton, habla con periodistas ante la Casa Blanca el 1 de mayo. KEVIN LAMARQUE REUTERS
Algunos de esos moderados, como el ministro de Exteriores, Mohammad Javad Zarif, ya advierten de que los acontecimientos empujan a su país a fortalecer las relaciones con China y Rusia, las dos némesis estadounidenses, y únicas potencias con verdadero peso y autonomía en la región, ante el papel sumiso de la Unión Europea, incapaz de hacer valer su voz favorable a la distensión con Irán.
“Trump galopa hacia la guerra contra Irán”. Así de contundentes se muestran los congresistas demócratas Tom Udall y Dick Durbin, que publicaban esta semana un artículo de opinión conjunto en el Washington Post poniendo la voz en el cielo. “Dieciséis años después de la invasión de Iraq por parte de Estados Unidos, nos abalanzamos hacia otro conflicto innecesario en Oriente Próximo, sobre la base de un razonamiento erróneo y basado en engaños”.
Bolton y Pompeo son, pues, los Cheney y Rumsfeld de Trump, y al primer ministro iraní, Hasan Rohaní, se le está poniendo cara de Sadam Husein en 2003.
‘Plan Marshall’ persa
Precisamente por Irak pasa otra de las claves para entender el recrudecimiento de este conflicto, y con él los precarios equilibrios de poder en la región. En Le Monde Diplomatique, la periodista canadiense Tanya Goudsouzian toma el pulso a la pugna por el país donde empezaron las dos décadas negras de Oriente Próximo. No es solo que Estados Unidos fuera incapaz de ganar ahí su guerra, propiciando el ascenso del Estado Islámico con su invasión extemporánea e irresponsable. Es que está perdiendo la paz precisamente contra Irán. El país persa se está imponiendo con una vieja receta estadounidense: el uso geoestratégico de la chequera y las relaciones comerciales. “Con las delegaciones estadounidenses desembarcando en Irak para intentar convencer, engatusar o intimidar a los políticos iraquíes para que estos limiten sus relaciones con Irán”, escribe Goudsouzian, “circula un chiste en la región: ‘Ahora que llega el verano, tendremos que elegir entre los bombardeos aéreos estadounidenses y los aires acondicionados iraníes”.
Con la amenaza del Daesh cada vez menos presente, la actitud de Washington de exigir que Irak se adhiera a las sanciones draconianas sobre Irán parece estar fracasando. Los iraquíes ven cómo su economía apenas despega por la ausencia de apoyos a un plan de desarrollo económico de posguerra y millones de habitantes del sur del país se fríen en pleno verano por no poder comerciar con su vecino iraní. Irán resulta, no solo tiene tecnología nuclear, sino que además destaca en la región en el prosaico arte de la refrigeración. Se esmera asimismo en el de la diplomacia económica.
“En la pugna por la influencia”, escribe Goudsouzian, “Estados Unidos está siendo superado por un Irán cada vez más ambicioso que ve en Irak un país en (nuevo) desarrollo, no un campo de batalla secundario en el que batirse con EE UU. Aunque ha contribuido con un apoyo militar significativo para la lucha contra el Estado Islámico, Teherán ha virado recientemente su estrategia para centrarse en ensanchar las relaciones con Bagdad, con la ambición última de profundizar los lazos económicos y fortalecer los lazos de hermandad entre ambos países”.
Para los iraquíes de a pie, señala Goudsouzian, la ecuación es muy sencilla: “El apoyo militar estadounidense no hace nada para mejorar los servicios básicos ni calmar el descontento popular. Irak necesita de países extranjeros para logar ayuda financiera y económica, y depende de Irán para cubrir sus necesidades diarias, desde alimentos frescos al gas natural o los automóviles, en un flujo comercial que ha aumentado en casi 12 mil millones de dólares al año. Pese a los intentos estadounidenses de impulsar a Arabia Saudí como alternativa a Irán en el suministro de la energía que precisa Irak, dicha solución está a años de distancia. Y las necesidades no esperan”.
Mientras, Irán avanza con China en la reconstrucción del tejido económico Iraquí. En mayo de 2018, el ministro iraquí de petróleo y la empresa china ZhenHua firmaban una contrato para desarrollar parte del campo petrolero del este de Bagdad. Y en marzo de este año, Irán y China ultimaban los detalles de un acuerdo bilateral que otorgaría financiación para proyectos de infraestructuras de hasta 10.000 millones de dólares. “La influencia sobre Irak la logrará quien resuelva sus problemas de abastecimiento de servicios básicos a corto plazo y, a la larga, el que sea capaz de dar respuesta a las necesidades económicas, humanitarias y de reconstrucción. Y en esto, Irán, China y otros países van ganando, mientras los estadounidenses pierden terreno”.
Y todo esto, ¿para qué?
La composición del Oriente Próximo actual es inseparable del ocaso del imperio británico y el advenimiento de la hegemonía estadounidense. Precisamente en esos antecedentes bucea, con un ojo en el presente, la monumental reseña del libro Anglo Arabia, de David Wearing, que publica en la London Review of Books el escritor Tom Stevenson.
El presidente de Irán, Hasan Rohaní, en la planta nuclear de Bushehr en una imagen de archivo. Mohammad Berno AP
Stevenson se adentra, a través de la obra de Wearing, en la obsesión por el petróleo de Oriente Próximo como móvil de tantas injerencias coloniales y neocoloniales. Sin negar la mayor –la cosa va, en efecto, de petróleo— el autor arguye que “la razón de tan cruda obsesión se diagnostica con frecuencia erróneamente. El interés angloamericano en las enormes reservas de hidrocarburos del Golfo Pérsico no deriva de la necesidad de impulsar el consumo occidental. Gran Bretaña importaba antaño cantidades considerables de petróleo saudí, pero hoy en día obtiene la mayor parte de lo que necesita del Mar del Norte y no hay importado demasiado del Golfo desde los años ochenta; el petróleo saudí representa hoy en torno al 3% de las importaciones saudíes. Los Estados Unidos nunca ha importado más que una cantidad simbólica del Golfo y durante gran parte del periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial ha sido un exportador neto de petróleo. La intervención angloamericana en Oriente Medio siempre ha tenido que ver, ante todo, con la ventaja estratégica obtenida por el control de los hidrocarburos del Golfo Pérsico, no con las necesidades petroleras de Occidente”. La cosa no va tanto de alimentar el estómago propio, sino de tener la llave de la despensa que nutre a todos los demás.
Tras un repaso enciclopédico a la historia de las relaciones entre los virreinatos y la metrópolis, primero bajo la Corona de Inglaterra y después en su encarnación washingtoniana, Stevenson ahonda en la explicación de la indomable pasión occidental por controlar Oriente Próximo, opresión y tiranía de los oriundos de la región mediante. “Las economías desarrolladas de Asia son profundamente dependientes del petróleo del golfo Pérsico y el gas natural catarí. Tres cuartos de las exportaciones del golfo van a parar a las economías de Asia, y los cinco importadores más grandes de gas de Qatar son Japón, Corea del Sur, India, China y Singapur. El dominio estadounidense del golfo le granjea una influencia estratégica decisiva sobre cualquier potencial rival asiático”.
Y es que, “el dominio heredado del Golfo por parte de Estados Unidos le ha dado una capacidad de influencia tanto sobre sus aliados como sobre sus rivales que probablemente no tenga parangón en la historia de los imperios. Washington ha establecido un orden regional altamente conservador mediante alianzas con dos dictaduras militares sucesivas en Egipto y un Israel etno-nacionalista. Su control militar de la región asegura que Japón, Corea del Sur, India e incluso China estén obligados a negociar con Estados Unidos a sabiendas de que este podría, si quiere, cortar su principal fuente de energía”.
De ahí, explica Stevenson, la enorme presencia militar estadounidense en la región, desde Qatar, donde tiene la mayor base aérea del mundo, a Bahréin, muelle permanente de su Quinta Flota, pasando por los Emiratos Árabes Unidos, donde cuenta con dos bases navales, 5.000 soldados y una base aérea, Kuwait, que le otorga control sobre otras tres bases terrestres y una aérea, y Omán, donde tiene otras seis bases, cuatro aéreas y dos navales. En Iraq, Estados Unidos sigue teniendo tropas estacionadas en la base de Al Asad, al noroeste de Bagdad, al tiempo que opera una misión de adiestramiento militar en Arabia Saudí.
Estados Unidos se preocupa, pues, de mantener bien engrasadas sus relaciones con los regímenes totalitarios y asesinos del Golfo. Lo hace no tanto comprándoles petróleo, sino asegurándose de que puedan venderlo a terceros en las condiciones impuestas por Washington. Por si fuera poco, los nutre, a cambio de pingües beneficios para el complejo industrial-militar, de toneladas de armas y sistemas de defensa cuyas patentes estadounidenses e interconexión –el adiestramiento, las piezas de repuesto y el mantenimiento de los aviones de combate, los tanques y los equipos de espionaje solo los puede proveer el país de origen— aseguran la dependencia de estos para con el Tío Sam.
Queda, apenas, una aldea gala en la región. “Sólo Irán, que rompió con el sistema estadounidense en 1979, no tiene bases estadounidenses”, escribe Stevenson. Bien pudiera dejar de ser así si John Bolton se sale con la suya.
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