Irán ve a los talibanes como una baza ante EE UU


Irán, la gran potencia chií, no ha reconocido a los talibanes (extremistas suníes). No obstante, las declaraciones de sus altos cargos dan claras señales de la aprobación de la República Islámica al recién restaurado Emirato Islámico de Afganistán. El presidente iraní, Ebrahim Raisi, ha celebrado “la vergonzante derrota de EE UU” en ese país y ha declarado que la nueva situación “debe convertirse en una nueva oportunidad para recuperar la vida, la seguridad y la paz”.

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Resulta especialmente relevante la postura del maulana Abdul Hamid Ismaelelzahi, el imam de las plegarias del viernes de los suníes de Zahedán, la capital de la provincia Sistán y Beluchistán, al sureste de Irán. El clérigo ha ensalzado “la victoria enorme y notable de los talibanes” ante “los ocupantes invasores y el Gobierno títere, incompetente y sumido en corrupción”. Según él, “los talibanes de hoy no son los de hace 20 años”.

Las declaraciones de Ismaelelzahi adquieren mayor importancia porque es el representante del ayatolá Ali Jameneí, el líder supremo iraní, en esa estratégica región fronteriza con Afganistán y Pakistán. La población de Sistán y Baluchistán es mayoritariamente suní y sigue la escuela hanafi, la misma que los talibanes.

Significativamente, la Embajada de Irán es una de las pocas que aún sigue activa en Kabul, lo que indica un cierto nivel de sintonía entre Teherán y el grupo extremista suní. Sin embargo, las relaciones han pasado por muchos altibajos desde el rencor del pasado hasta el afecto de hoy.

La matanza de los diplomáticos iraníes en Mazar-e Sharif tras la toma de la ciudad en 1998 por los talibanes marcó la relación de Irán con el primer Emirato Islámico. Teherán también les acusó entonces de hacer la vista gorda al tráfico de armas y drogas desde su territorio y del cierre del río Helmand, cuyo curso bajo riega el sudeste iraní.

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Aun así, no resulta sorprendente el giro de la diplomacia iraní con respecto a este grupo integrista islámico. Para entenderlo hay que volver a octubre de 2001 cuando EE UU invadió Afganistán y contó con el apoyo tácito de Teherán, que no toleraba un régimen suní apoyado por los saudíes en sus fronteras orientales. En lugar de la esperada recompensa de Washington, los iraníes se encontraron con que el presidente George W. Bush los incluía en su “eje del mal” junto a Irak y Corea del Norte.

Desde entonces Irán ha seguido el principio de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo. Un principio simple y al mismo tiempo eficaz para la política exterior iraní con claros resultados en Irak y Siria.

Al mismo tiempo, durante la Administración de Donald Trump, EE UU aumentó su presión a Pakistán con el fin de limitar el acceso de los talibanes a financiación y armas. Esta política facilitó aún más el acercamiento del grupo integrista a Teherán en busca de un aliado alternativo.

Por otro lado, Irán nunca tuvo buenas relaciones con el Gobierno de Ashraf Ghani, debido a las bases estadounidenses en el oeste de Afganistán y a la construcción de la presa Kamal Khan en el río Helmand, que redujo el agua en el este del país. En la inauguración de la presa, el pasado marzo, Ghani ofreció cambiar “agua por petróleo”, algo que no gustó a los iraníes.

Teherán ha intensificado en los últimos años sus relaciones con los talibanes aun a costa de perjudicar su imagen entre los hazara, una minoría persahablante chií, y los tayikos, otra minoría persahablante con fuertes lazos culturales con Irán, que ven de reojo esa aproximación a los extremistas suníes, con fuertes raíces pastunes (la etnia mayoritaria en Afganistán).

Las autoridades iraníes son conscientes de que aún no tienen una gran influencia en la estructura interior de los talibanes, pero confían en que estos van a cumplir sus promesas de respetar los derechos de las minorías chiíes. La estrategia iraní está bastante clara: cualquier grupo en Oriente Próximo que se oponga a la presencia de fuerzas extranjeras, sobre todo de EE UU, es un potencial aliado.

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