Con la muerte de Isabel II se inicia un nuevo reinado lleno de incógnitas y novedades. La reina ocupó el trono 70 años, el reinado más largo, superando al largo reinado de su tatarabuela Victoria, que dio nombre a toda una época, la época victoriana, y que reinó 63 años.
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Es destacable que sean dos mujeres las que marcaron época en la historia contemporánea de Inglaterra; una ocupó gran parte del siglo XIX y la otra la segunda mitad del siglo XX y las dos primeras décadas del XXI. Ambas fueron emblemáticas en el desenvolvimiento de la difícil y sutil tarea de ser un rey o reina constitucional, y entre las dos casi abarcan la contemporaneidad; ambas son consideradas ejemplares en el desarrollo de su labor, en su dedicación y discreción, en la entrega absoluta al deber sin apenas errores o vacíos. Ambas tuvieron esposos que han tenido que encontrar su posición tras la reina y que, a la vez, colaboraron intensamente buscando su espacio, y fueron amados por ellas, aunque al contrario que en el caso de Victoria, en el de Isabel II la unión duró casi tanto como su reinado.
El largo reinado comenzó con la Guerra Fría, poco después de terminada la II Guerra Mundial y con un primer ministro emblemático como Winston Churchill, que veneraba la monarquía y fue el gran apoyo y guía de la joven reina; ya solo este nombre nos coloca en otro tiempo, otra época, otra cultura política, más cercana al XIX, a la época victoriana, pues fue bajo el reinado de Victoria cuando él entró en el Parlamento, en 1900 como diputado conservador. Es decir, la reina que acaba de fallecer tuvo como primer ministro a un hombre nacido e iniciado en política en la época victoriana (¡estuvo en la guerra de independencia cubana!).
Además de este aprendizaje, la que luego fue reina, fue miembro activo en las Fuerzas Armadas de su país durante la II Guerra Mundial, con 18 años, y participó en la defensa y resistencia de Inglaterra frente a los bombardeos nazis de la ciudad, formándose y actuando como conductora de ambulancias y mecánica en el Servicio Territorial Auxiliar de Mujeres, en un momento de máximo peligro y cuando la familia real se había retirado fuera de Londres. Ya entonces se ganó la fama de princesa sin miedo a ensuciarse las manos.
Después de aquello, la reina consiguió ser plena y dignamente la representante del Estado, de la nación, que parecía personificarse plenamente en ella de modo permanente e imperturbable, garantizando la propia permanencia y estabilidad del país; es decir, consiguió representar la principal virtud que tiene la monarquía constitucional precisamente por no ser electiva, la de la continuidad imperturbable, la unidad, la permanencia, garantizando la neutralidad, la representación de todos, sin que nadie pudiera sentirse excluido; ese es el gran reto y la gran tarea de un rey constitucional: actuar sin que se note, impulsar, aconsejar, prevenir, como establece el libro de instrucciones de la monarquía inglesa —la obra de Walter Bagehot de la época victoriana— a su primer ministro, en la intimidad de las reuniones cotidianas, sin que ni ellos, ni la población puedan sentir que el poder neutro tiene una opinión, un deseo, distinto al de cada uno de ellos.
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Es una garantía para los reyes ingleses tener esa guía inapreciable; la obra de Bagehot sobre la Constitución inglesa de 1867 la leen todos los herederos de la monarquía británica, y así se formó ella una vez que cambió la línea de sucesión al abdicar su tío Eduardo VIII; de modo que todos los primeros ministros, los 14 que acabaron con ella su mandato, salieron satisfechos de su relación, aunque no siempre fuera fácil, unas veces por la situación de predominio de Churchill, en el que tanto confió, y otras por el carácter decidido y a veces imperativo de otros, como el caso de Margaret Thatcher, aunque a ambos los condecoró, y eso no sucedió con todos.
Setenta años dan para mucho, y la reina tuvo que superar el famoso annus horribilis de 1992, y lo que habría de llegar con el divorcio del heredero, la muerte en accidente de Diana y el nuevo matrimonio del príncipe Carlos. La muerte de Diana dio lugar a uno de los errores más flagrantes de la reina en su relación con la ciudadanía, aunque tras la presión del Gobierno laborista lo enmendó apoyando la figura de Diana y sacando poco a poco la imagen de la monarquía de sus horas más bajas. Le tocó igualmente resolver el difícil problema del nuevo matrimonio, como cabeza de la Iglesia anglicana que era, y que iba a ser su sucesor. Fue todo un reto, pues Isabel II llegó a ser reina por no admitirse el matrimonio con divorciadas en el caso de su tío Eduardo VIII. El reto se sorteó con una excepción extraordinaria a todos los matices que la propia iglesia establecía, y en 2005 llegó el nuevo matrimonio, aunque sin ser nombrada Camila princesa de Gales y con la pretensión, en principio, de que no fuera nunca reina consorte; lo que finalmente se superó.
Todavía tuvo que ver la marcha de su nieto Harry y Meghan Markle con acusaciones de racismo entre algún miembro de la familia real que fácilmente se extendió a toda la familia.
En todos los casos supo sostener con mano firme el timón e ir encaminando la realidad que se imponía hacia los cauces de la normalidad, con resoluciones que parecían quedar todas en la intimidad y garantizadas por el protocolo.
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