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Jane Fonda, actriz de puño en alto



Cuando Jane Fonda (Nueva York, 1937) tenía 33 años había sido nominada al Oscar, pero no sabía ubicar Vietnam en el mapa. Dos años después, en 1972, viajó sola a Hanói, la capital comunista del país asiático, en calidad de activista. Quería acabar con la guerra. Con todas. Se volcó por completo en la lucha por los derechos de los nativos americanos, abrazó el movimiento de los Panteras Negras y clamó por el retorno de las tropas estadounidenses. El primer tropiezo de este repentino despertar no tardó en llegar. En su viaje al epicentro del conflicto bélico se sentó entre risas sobre un cañón del bando enemigo de EE UU. A su regreso era “Hanói Jane, la traidora”, declarada persona non grata por el FBI. Reconoció su ingenuidad y pidió perdón a los veteranos del Ejército. A sus 81 años sigue disculpándose por el episodio —“Me iré a la tumba lamentándolo”, asegura—. También sigue luchando, sedienta de nuevas causas.
Su madre era una socialite bipolar que se suicidó cuando ella tenía 13 años y su padre, el aclamado actor Henry Fonda, abandonó a Jane y a su hermano cuando eran adolescentes. De esa familia nace la activista que ha tenido que batallar contra sus propias contradicciones para convertirse en el referente de lucha que es hoy. Desde hace un mes se la puede ver cada viernes plantada frente al Capitolio acompañada de estrellas de Hollywood como Rosanna Arquette o Ted Danson para exigir a los políticos acciones concretas frente al cambio climático. El compromiso con la causa es tal que se mudó temporalmente a Washington para que su voz resonara más fuerte en el Congreso. Pero su faceta agitadora data de hace casi medio siglo.

El origen del activismo de Fonda radica en Klute (1971). Interpretar a una prostituta en la película de Alan Pakula la llevó a un sitio oscuro que no había visitado hasta entonces. Fue entonces cuando comenzó a entender el feminismo y la urgencia de protestar contra las injusticias sociales. Meses antes, la actriz ya había dado muestras de estar harta de ser eso en lo que se había convertido: la novia de América. Dio pistas pasando del cabello rubio ondulado a una melena marrón tiesa.
La culpa de décadas de ignorancia le pesaban. La intentó sanar, en su ímpetu novato, gritando cuantas consignas fuese posible. El terremoto le llegó en un momento personal turbulento: se recuperaba de una depresión posparto tras dar a luz a su primera hija y los desórdenes alimenticios la tenían comiendo un huevo duro y una porción de espinacas al día. Se mantenía activa a base de speed, como reconoció en el documental de HBO Jane Fonda in Five Acts (2018). Después de su primer divorcio, del director francés Roger Vadim, sintió la necesidad de encontrar un guía. “Siempre buscaba un hombre para ello”, admite. Lo encontró en Tom Hayden, un famoso activista autor de varios libros y defensor de la desobediencia civil. Fonda vivió su época más revolucionaria durante esos años. La apertura de su mente fue de la mano de la de su casa, parada obligatoria para activistas de la época, hippies y mendigos. Junto a Hayden creó la Campaña para una Democracia Económica (CDE), una organización para los desfavorecidos. Para mantenerla a flote publicó el libro En forma con Jane Fonda, que ocupó el primer puesto de la lista de los más vendidos de The New York Times durante dos años y dio pie a un vídeo de ejercicios convertido en el VHS más exitoso de la historia. Todo el dinero recaudado iba al CDE, pero a Hayden no le gustó el rumbo que adquiría la carrera de su esposa, ni el éxito en las librerías que había logrado, según su relato. Esa rutina de ejercicios acabó con el segundo matrimonio y con la bulimia y la anorexia de la actriz.

Su faceta de activista arrancó en 1972, con una polémica fotografía contra la guerra de Vietnam

Si Klute fue el primer despertar de Fonda, su tercer marido, Ted Turner, creador del canal de noticias CNN, fue su emancipación. “Me convertí en feminista cuando estaba con él”, apunta en el documental. Acostumbrada a complacer a los hombres que tenía al lado, Fonda dejó Hollywood por un rancho en Montana. Fundó una organización para reducir los embarazos adolescentes, pero acudir a una conferencia siempre suponía una negociación desgastante con su pareja. Tras 10 años, lo abandonó. No en busca de un nuevo guía, sino de una coherencia en su activismo. “No podía decirme feminista cuando estaba en un matrimonio donde mi marido no sabía estar solo”, reconoce ahora, soltera.
La feminista sin complejos apoyó a Hillary Clinton en 2016. Tras su derrota salió a las calles de Los Ángeles para reclamar equidad y protección de los derechos reproductivos de las mujeres amenazados por “el depredador en jefe” Donald Trump. A un año de las próximas elecciones, apoya al precandidato demócrata Steve Bullock y, bajo el paraguas del movimiento MeToo, es altavoz de los abusos sufridos por campesinas, en general mujeres de color e inmigrantes.
El pasado viernes Fonda pasó la noche en la cárcel. La policía la detuvo por cuarta vez en el último mes en una mañana invernal en Washington. En la celda le prestó su distintiva chaqueta roja a una mujer, aunque luego se la pidió de vuelta para dormir —los agentes le aconsejaron evitar los colchones disponibles—. Al salir del encierro, la activista reconoció que los huesos le dolían. Ya no es la joven que detenían por protestar contra la guerra de Vietnam. Ahora ya no tiene por qué pedir perdón.


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