Cuando el 15 de abril de 2019 comenzó un incendio arrasador en la catedral de Notre Dame, en París, el monumento más visitado de la historia, el mundo casi al completo contuvo el aliento y sufrió por una de las joyas mundiales de la arquitectura. Casi al completo, porque uno de sus vecinos, a menos de 150 metros, no estaba en su casa. El cineasta Jean-Jacques Annaud (Juvisy-sur-Orge, 78 años) pasaba tres días en la región de Vendée, en la costa Atlántica, en un edificio con la televisión rota. “Por la noche encendí la televisión, porque quería escuchar el discurso que iba a dar Macron y entonces me enteré de la tragedia”, cuenta en Madrid poco después de que se cumpla el tercer aniversario de aquella catástrofe. “Conozco la iglesia al dedillo, me la sé de memoria porque es que hasta de crío grabé en su interior con mi primera camera”, recuerda el director de El nombre de la rosa, Siete años en el Tíbet o Enemigo a las puertas, que ahora estrena en España Arde Notre Dame, su reconstrucción de las 12 horas en las que las llamas casi acaban con la catedral parisiense.
Arde Notre Dame nace como encargo, pero Annaud la ha hecho suya. Más popular entre el público que entre la crítica, el cineasta pidió por internet grabaciones de aquel día. “Al final recibimos más de 6.000 vídeos y fotos, que nos sirvieron para completar la narración. A finales de 2019 me contactaron para hacer un documental. Leí toda la información, y me sorprendió el cúmulo de despropósitos que se acumularon en el arranque del fuego, y las heroicidades de las horas posteriores, Parecía escrito por guionistas de Hollywood, de puro inverosímil. Así que rechacé la oferta porque yo quería reconstruir aquella lucha entre el ser humano y el fuego, aunque desde la ficción”. A su disposición, 30 millones de euros, con los que, además de filmar en la explanada enfrente de la auténtica Notre Dame, ha rodado en templos como el de Saint-Denis, la primera catedral gótica del mundo y construida con la misma piedra caliza que Notre Dame, Amiens y Bourges. En un gran plató reconstruyó los interiores y las llamas: la temperatura alcanzó los 1.200 grados (los trajes de los bomberos soportan hasta 700 grados, y en pantalla les preocupa ir secos: mojados a ese calor se cocerían en su interior) en el “bosque”, el armazón del siglo XIII del que ardieron 1.300 vigas de roble. En esa explicación de la concatenación de desdichas, errores nacidos de la desidia y una falta de previsión Annaud encadena sus mejores momentos en un filme al que la crítica francesa ha sacado los colores por su endeble guion y su falta de ritmo y de calidad interpretativa, procedente de un reparto de actores poco conocidos necesario, según el director, “para que la acción gane en credibilidad, para que el público entienda que lo inverosímil es real”.
Annaud rinde homenaje a los bomberos, a sus acciones valerosas para lograr enfriar el edificio sin que se derrumbara por el peso del andamio desde el que se realizaban reparaciones aquellos días o cedieran las paredes de la nave central. También se salvaron los tesoros artísticos y sus reliquias que los católicos veneran, como la corona de Cristo, uno de los clavos con los que fue crucificado o un fragmento de la cruz. Sí se vino abajo la aguja central de 40 metros. “El ser humano vive preso de una certeza: es imposible que ocurran hechos terribles… hasta que pasan. Y eso es tremendo. Pensamos que ese edificio es eterno, y, por tanto, nadie se prepara ante una posible contingencia. Lo mismo pasa ahora: no imaginábamos que nuestros antiguos amigos rusos podrían invadir un país, hasta que ha ocurrido”, reflexiona. “La creencia humana no acepta que pasen hechos dolorosos. Es un tema que he tratado poco en mi cine y que me hubiera gustado afrontar más”.
En lo que sí ha ahondado Annaud una y otra vez —El oso, En busca del fuego, Dos hermanos, El último lobo— ha sido en la relación entre el ser humano y la naturaleza. “Aquí el fuego aparece como el demonio, y en realidad también es la base de la vida. Nosotros mismos estamos en combustión, a 36 o 37 grados, habita nuestro interior. Como decía Hitchcock, es el mejor villano posible. Fotogénico, carismático, encantador, formidable, de una violencia extraordinaria… El fuego es tan amigo como enemigo, y aquí y en El nombre de la rosa destruye el saber y lo sagrado”. ¿Le preocupa que le haya quedado una película muy religiosa? “Para nada. Yo soy ateo, aunque me atraen mucho los lugares sagrados, donde se siente auténtica emoción”. Y confiesa su auténtico miedo: “Cada vez que escribo un guion, me aterra pensar si me creerán, si lograré que el espectador le acompañe en ese viaje”.
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Para que las autoridades, empezando por el presidente de la República, Emmanuel Macron, no molestaran, los bomberos crearon un puesto de mando espejo, una simulación para que posaran los políticos. “Yo hago lo mismo en mis rodajes cuando vienen visitas”, cuenta entre risas. Por cierto, ¿qué opina de las elecciones, del enfrentamiento final entre Macron y Marie Le Pen? “Me inquieta”, y gesticula resoplando. “La tragedia es que los franceses están contra todo, incluidos los propios vecinos. Es aterrador, veo en mi país el eco de lo ocurrido con Trump en Estados Unidos y me asusta cómo se repite en Europa. Me siento profundamente europeo”.
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