EL PAÍS

Jersón celebró con júbilo el fin de la ocupación rusa; ahora el Kremlin se venga arrasando la ciudad

Stanislav aguza el oído y cierra apresuradamente el maletero de su destartalado Lada rojo. El coche está a rebosar de garrafas de agua, latas de leche y paquetes de té que carga para los pocos vecinos que quedan en la zona. No hay tiempo para el reparto. Un soldado corre desde la ribera del río y se pone a cubierto, agazapado contra el muro de ladrillos rojos de una casa. “Uno, dos, tres, cuatro… 15”, recita el uniformado, a la espera. Una explosión retumba en el barrio de Naftohavan, en Jersón. Y luego otra. Y otra.

Al otro lado del Dniéper, a menos de un kilómetro, hay una posición de las tropas del Kremlin. Las aguas del río se han convertido en zona gris, en la línea del frente de batalla sobre la que vuelan los misiles rusos que asolan Naftohavan y toda Jersón. Una ciudad que en noviembre celebró con júbilo la retirada de las fuerzas de Vladímir Putin tras ocho meses de ocupación, y en la que el gozo de la liberación se ha desvanecido como un azucarillo en las fangosas aguas del Dniéper, bajo los misiles, los morteros, los drones bomba. Rusia ha perdido Jersón y ahora la revienta, como si quisiera derrumbarla hasta los cimientos.

Naftohavan, de casitas bajas, algunas extremadamente coquetas, y otras construcciones de madera precaria, estuvo en otro tiempo sembrado de casas rurales y negocios de actividades acuáticas. Ahora, su cercanía al río la ha convertido en uno de los puntos más peligrosos de Jersón, en la mira de los proyectiles rusos pero también de los francotiradores. “No solo es que quieran volver, se están vengando. Y si no nos matan los misiles, quieren matarnos de miedo”, dice Stanislav, un hombre enjuto, de piel morena y uñas amarillas de la nicotina de los cigarrillos que fuma sin parar. “Pero si no nos atemorizaron cuando estaban aquí tampoco ahora”, lanza.

Desde que las tropas de Vladímir Putin salieron de Jersón —robando todo lo que pudieron, incluidos los tesoros y reliquias del museo de arte— a principios de noviembre, la cotidianeidad de la ciudad, que antes de la invasión tenía unos 300.000 habitantes, se resume en ataques constantes, explica el comandante Kostantin. Musculoso y esbelto, el antiguo miembro de las fuerzas especiales reincorporado al ejército ucranio en los primeros compases de la invasión, se mueve con seguridad por el aeropuerto en ruinas de la ciudad en la que nació, un lugar sembrado de aviones destripados y restos de lo que fue uno de los aeródromos más prometedores del sur de Ucrania.

Las pistas más alejadas aún esconden minas. Como un artefacto redondo, sin explotar, que el comandante Kostia descubre entre la hierba y señala con su moderno fusil americano, su arma personal. “Nada será seguro del todo hasta que no saquemos a esos orcos [como muchos ucranios llaman a los soldados rusos] de las madrigueras”, dice el militar. El ejército ucranio ha reforzado sus posiciones en Jersón y está tratado de empujar a las tropas rusas de la ribera contigua del río, pero de momento todos los intentos de hacerse con el control de ese punto del Dniéper y de enviar incursiones más allá de la zona gris han sido infructuosos.

Jersón, considerada una ciudad estratégica y la puerta de la península de Crimea —anexionada ilegalmente por Rusia en 2014—, cayó rápidamente en manos rusas a principios de marzo, durante los primeros días de la invasión. El Kremlin se la había trabajado, remarca una fuente de la inteligencia ucrania. Tenía colaboradores dentro: en la Administración regional y local, en la policía, algunos empresarios de la zona. Además, su defensa tampoco fue diseñada de manera ejemplar.

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Pero Putin tomó mucho más de lo que podía abarcar. Y una exitosa contraofensiva ucrania, alimentada por unas tropas bien entrenadas, información y armas que los socios occidentales han proporcionado a Kiev, forzaron a las fuerzas del Kremlin a retirarse. La pérdida de Jersón, que antes de la guerra enviaba grano desde su puerto a medio mundo, ha supuesto un durísimo revés para Putin. Era la única capital regional que había conquistado desde el inicio de la ofensiva en febrero.

Las fuerzas rusas han pasado ahora a posiciones defensivas al otro lado del río Dniéper. Desde allí, someten a Jersón a una lluvia constante de proyectiles. El 25 de diciembre, cuando los aliados de Ucrania y muchos católicos y ortodoxos del país se disponían a comer con sus familias para celebrar la Navidad, Rusia desató sobre Jersón lo que Irina Mijailova describe como “el armagedón”. Desde ese día, la octogenaria no se mueve de su casa. Se pasa el día a las puertas de su edificio, sentada en un poyete sobre unas maderas, aferrada a su bastón de madera y charlando con su vecina Tatiana.

Irina Mijailova y su vecina Tatiana conversaban el 27 de diciembre, en Jersón. ©María Sahuquillo

Tres ataques contra el centro de la ciudad mataron a 11 personas e hirieron a 70 ese día. Más de 40 morteros cayeron en las calles de la urbe. Los proyectiles rusos mataron a una mujer que vendía tarjetas SIM para móviles en la calle, a un trabajador social, a un carnicero, a un joven que había acudido a Jersón a evacuar a su madre, enferma. Segó la vida de personas que se habían acercado al centro de la ciudad en busca de dinero en efectivo o para comprar en el mercado central.

No demasiado lejos, la plaza principal de Jersón, presidida por el edificio de la Administración, que acogió jubilosas celebraciones por la liberación de la ciudad y en la que el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, izó la bandera del país en una emotiva visita, está casi desierta. Apenas un par de personas caminan por las aceras en un diciembre desapacible. Ya empieza a oscurecer y una estela amarilla recorre el cielo. En otra vida podría ser una estrella fugaz y sin embargo es un proyectil incendiario.

Irina Mijailova fue maestra durante años en una ciudad que amó profundamente. Le costó mucho hacerse con su pequeño apartamento, cuenta. “Teníamos una buena vida. Ahora lo sé”, se lamenta. En su casa, dice, hace más frío que en la calle. Milagrosamente, hay agua y, de vez en cuando, luz; pero no hay calefacción. Rusia se está aplicando con fuerza sobre el sistema energético de Ucrania para tratar de quebrar la resistencia de la ciudadanía. Y en Jersón, a los problemas de suministro se suma la ansiedad de vivir bajo ataque continuo, sobre todo durante la noche. Desde el 25 de diciembre, se han marchado cientos de personas de la ciudad y las autoridades están pidiendo a los que quedan que se vayan.

En toda la manzana de Irina Mijailova y Tatiana, que durante años condujo una de la rutas de trolebús de la ciudad, solo quedan cuatro personas y una colonia de gatitos, que corretean por el patio lleno de boquetes y desechos. Algunos cristales están rotos, pero el edificio de apartamentos de Irina Mijailova ha corrido mejor suerte que el de la esquina, totalmente reventado. Huele a lumbre. Alguien ha encendido una hoguera.

Muy cerca de las ruinas, zumba el generador que nutre a un pequeño café-bar. Fuera, dos hombres conversan, de pie, mientras beben cerveza en vasos de plástico. “Es temprano y ya estamos borrachos, qué le vamos a hacer”, lanza uno, vestido con un traje de camuflaje rojizo de aspecto impermeable. Las normas prohíben la venta de alcohol en la ciudad, tanto para los civiles como para los militares. Pero el pequeño bar tiene todavía una carta bastante digna de bebidas, y los uniformados parecen hacer la vista gorda. El hombre de traje de camuflaje saca su teléfono móvil y con dedos temblorosos busca en su galería: “Ya no me queda nada, ¿sabes?”. Y muestra un vídeo de una vivienda baja totalmente derrumbada. Vigas, escombros y madera retorcida. Es su casa. Un misil ruso la derribó hace una semana.

No hay un día desde hace semanas en que un ataque no mate a alguna persona en Jersón. O alcance la casa de alguien. El miércoles, un proyectil ruso impactó en el ala de maternidad de un hospital. El jueves, en la de un centro médico especializado en cardiología.

María, o “abuela María”, como le gusta presentarse, se ha arreglado, como cada mañana, en una casa sin luz ni gas. Se ha pintado los labios de color rosado casi a juego con su boina violeta y ha bajado a la calle, donde observa a un grupo de hombres que trata de arreglar un poste eléctrico en el barrio de Antonovka, demasiado cerca del río. El suelo y la hierba están llenos de escombros y la abuela María dice que hace unos días cayeron sobre la zona restos de un cohete. Afirma que celebró como la que más la retirada de las tropas rusas y la llegada del ejército ucranio, tras vivir ocho meses prácticamente encerrada en casa, con “miedo hasta de respirar”. Pero está cansada. Y enfadada.

“Quizá me digan que soy una desagradecida, pero esto es una penuria. No solo los ataques, no tenemos nada, apenas quedan tiendas abiertas aquí, no hay bancos y se hace casi imposible cobrar la pensión”, asegura. Los hombres que se arremolinan para levantar el poste apuntan disgustados que la ayuda humanitaria llega con cuentagotas al barrio. Y la que lo hace es de una organizaron privada, una iglesia evangélica. Se quejan de la Administración. Se sienten desatendidos. “No es que viviéramos mejor con los rusos, esos fascistas, eso es verdad, pero pensé que las cosas serían de otra forma”, se lamenta la abuela María.

Ciudad adentro, en uno de los pocos supermercados abiertos estos días, no cabe un alfiler. Las cajas con nuevos productos se acumulan en los pasillos, todavía sin colocar. El surtido es bueno y vistoso. Y los precios, similares a los de otros lugares de Ucrania. Mientras tiran de una cesta de plástico con una solitaria botella de aceite de girasol, Oleksandr y su esposa Sveta explican que durante la ocupación rusa los precios estaban en rublos y todo era mucho más caro. Sveta, cabello rubio recogido en una coleta, corpulenta, se aferra al brazo de su esposo y susurra que su hijo, veinteañero, estuvo detenido por las tropas de Moscú al principio de la invasión. Pasó 10 días desaparecido. No volvió a salir de casa: “Yo ya he vivido una pesadilla, ¿qué más nos puede pasar? ¿que nos bombardeen? ¿que nos maten? Con que no vuelvan me conformo. Espero que los barran de la faz de esta tierra, aunque ya no esté aquí para verlo”.

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