En 1967, poco después de que Israel capturase el este de Jerusalén ―y otros territorios― en la Guerra de los Seis Días, dos periodistas entrevistaron a Uzi Narkiss, el general que lideró la toma de la ciudad vieja y que aparece allí en una famosa foto junto al ministro de Defensa, Moshe Dayan, y al jefe del Estado Mayor, Isaac Rabin. Cuando le preguntaron cuánto tardaría en estallar una revuelta palestina por la ocupación de su territorio, respondió: “Fui agregado militar israelí en París durante la revuelta del Frente de Liberación Nacional contra la dominación francesa en Argelia. No se puede comparar a los árabes de Jerusalén y Cisjordania con los árabes argelinos. Aquí no habrá resistencia armada”, recordaba en 2017 uno de los periodistas, Uzi Benziman. Pocas semanas después de la entrevista, tres palestinos dejaron una bolsa bomba bajo el asiento de un popular cine de la ciudad. Un policía logró sacarla antes de que explotase.
La pasada semana, 56 años más tarde, dos palestinos de Jerusalén Este cometieron sendos atentados contra israelíes, en ambos casos en la parte ocupada de la ciudad. El primero, el viernes en el asentamiento de Neve Yaacov, fue el más letal en el término municipal desde 2008. Mató a siete personas al abrir fuego a quemarropa cerca de una sinagoga. El segundo, un día después en Silwán, fue obra de un adolescente de 13 años, que hirió a dos, también con una pistola.
Entierro de Rafael Ben Eliyahu, una de las víctimas mortales del atentado del pasado viernes, este domingo en un cementerio de Jerusalén.RONEN ZVULUN (REUTERS)
“Jerusalén es el microcosmos de todo el conflicto palestino-israelí. Todo empieza y acaba en Jerusalén […]. La tensión se vive cotidianamente y, de tanto en tanto, explota”, asegura por teléfono Meir Margalit, exconcejal de la ciudad por el partido pacifista de izquierdas Meretz, autor del libro Jerusalén, la ciudad imposible (Catarata) y hoy profesor en el centro académico ONO. Ese “imposible” se refiere a que Jerusalén es una “no ciudad” porque “carece del mínimo denominador común entre la población judía y la palestina, que son dos planetas que transitan por caminos distintos”.
En el vocabulario político israelí hay palabras que riman con violencia. Como Gaza, el territorio controlado desde 2007 por el movimiento islamista Hamás, o Yenín, el bastión de los jóvenes armados en Cisjordania en el que el ejército israelí mató a 10 palestinos (al menos dos de ellos civiles) en la redada que desencadenó la actual escalada de violencia, el jueves. En cambio, Jerusalén es la capital “única, eterna e indivisible” de Israel (aunque casi ningún país la reconoce como tal) y la gran mayoría de sus 350.000 habitantes palestinos (un 40% de la población) puede trabajar y desplazarse libremente por el país. Con estatus de residentes permanentes (más del 90% rechaza pedir la nacionalidad israelí), viven principalmente en la parte oriental ocupada de la ciudad, que Israel anexionó en 1980 y en la que unos 220.000 judíos residen en asentamientos residenciales: ilegales, según el derecho internacional; “barrios”, en el argot oficial del país.
Paradoja
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Una de las múltiples paradojas de la ciudad es que la dimensión política choca con la de seguridad, como ha quedado claro la pasada semana. En 1967, las autoridades israelíes ampliaron el término municipal de seis kilómetros cuadrados hasta 76, al absorber decenas de pueblos de Cisjordania. La propuesta inicial de expansión era mayor, pero al final imperó la lógica de reducir el territorio para no tener que absorber a otros 30.000 palestinos.
Los entonces 70.000 palestinos en esa “nueva Jerusalén” son hoy 350.000 y, al ritmo demográfico actual, crecerán hasta superar en 2045 a la mayoría judía. En su inmensa mayoría están fuera del muro de separación que Israel comenzó a levantar en 2002 y de los puestos militares de control, por lo que un aviso previo de los servicios de inteligencia es casi lo único que puede impedir que quien tenga un arma y voluntad de usarla lo acabe haciendo. Algo particularmente difícil en el caso de los denominados lobos solitarios.
“Como ha sucedido muchas otras veces, se espera que estos dos ataques vayan seguidos de una ola de intentos por imitación. La atmósfera en Jerusalén ya era tensa, en vista del relativamente amplio número de incidentes entre los palestinos y la policía, la polémica por actividades en el Monte del Templo y la sensación general de que este puede ser el origen de otro estallido de cara a marzo y abril, cuando comenzarán y se solaparán Ramadán y Pesaj”, el mes sagrado musulmán y la festividad judía de la Pascua, señalaba este sábado en un análisis Amos Harel, comentarista de asuntos de Defensa en el diario Haaretz.
Amnón Ramon, investigador sénior del Instituto Jerusalén, cree que “más que preguntar por qué ha pasado lo de esta semana, hay que sorprenderse de que haya momentos de calma en Jerusalén”. E insiste en que “no se puede separar lo que sucede en la ciudad de lo que pasa en Cisjordania”, como prueba la onda expansiva de la redada en Yenín. Sus habitantes palestinos, agrega, “se ven como defensores” de la Explanada de las Mezquitas, cuya importancia religiosa se mezcla con la identitaria. Los vídeos de judíos rezando en el lugar, una vulneración del statu quo informal, son cada vez más frecuentes y el polémico ministro de Seguridad Nacional, Itamar Ben Gvir, lo visitó el pasado día 3.
Jerusalén ha estado en la base de los principales estallidos de violencia. La Segunda Intifada nació en 2000 de una visita de Ariel Sharon a la Explanada, que los judíos denominan el Monte del Templo y cuyo único vestigio, el Muro de las Lamentaciones, es su lugar más sagrado. Muy pocos atacantes procedían entonces de Jerusalén Este, pero sí muchos en la bautizada como Intifada de los Cuchillos (2015-2016), una oleada de ataques individuales ―amplificada por las redes sociales― que nació justo del miedo a que el statu quo de la Explanada fuese alterado.
Aunque su situación es mejor que la de los palestinos en Gaza y Cisjordania, se ven sometidos a prácticas discriminatorias, demoliciones de hogares, grupos de colonos ultranacionalistas y descuido de las infraestructuras y servicios públicos. “Tienen lo peor de ambos mundos: plenas obligaciones con el Ayuntamiento (en términos de impuestos y multas), pero servicios muy limitados”, señala en un informe el think tank International Crisis Group. Pueden votar en las municipales, pero la mayoría las boicotea. Algunos, porque las consideran una legitimación de la ocupación; otros, por no ser señalados como traidores en sus barrios. Hamás, además, ha ido ganando terreno en la ciudad.
Tres niñas palestinas, sobre los escombros de una casa demolida por ‘bulldozers’ israelíes en el barrio jerosolimitano de Yabal Mukaber, este domingo.AHMAD GHARABLI (AFP)
También tienen prohibida toda actividad política y no pueden ondear banderas palestinas. El mes pasado, la policía llegó a perseguir a unos jóvenes cuando festejaban el pase de la selección marroquí a semifinales del Mundial de fútbol al interpretar como políticos los eslóganes que proferían. Este mes, en cambio, Yonatan Yossef, concejal ultraderechista de la ciudad, pasó por uno de los puntos más explosivos, Sheij Yarraj, coreando con un altavoz: “¡Queremos una Nakba ahora!”. La Nakba (catástrofe, en árabe) es la expulsión o huida de cientos de miles de palestinos (dos tercios de los que vivían en la zona) en la guerra de 1948, a raíz de la creación del Estado de Israel, y una fibra particularmente sensible.
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