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Joaquín Capilla: ave que hablaba nuestro mismo idioma. Londres 1948-Melbourne 1952

Joaquín Capilla: ave que hablaba nuestro mismo idioma. Londres 1948-Melbourne 1952

Todavía era el pretérito del Apocalipsis.

Ciudad de México era una pasajera que había perdido el tranvía en dos estaciones de la infamia; ajena hasta de su primara persona. Axolote, ojo a medio ombligo; pueblerina del pecado. Sentencia del presagio. Vuelo caído.

Nada extraño sucede en esta localidad de las sombras en la que la existencia es forastera.

Joaquín Capilla se convirtió en el máximo clavadista en un llano que ya era dos sorbos de laguna. Alquimista, hizo del bronce oro y del viento palomas de concreto. Cuando llegó a Londres, en 1948, sobraban las plazas vacías para rendir homenaje a los héroes; cuando regresó de Melbourne, en 1956, ya no existían la plazas; sólo el vacío.

La heroicidad en Ciudad de México consiste en llegar lo más vivo posible a la cita con la muerte; madre consoladora en los óleos del olvido. Todos vamos para allá, dicen aquí, y allá es algo peor: más allá. Si Capilla o Humberto Mariles, oro en la equitación del 48, o Cabañas, plata en en el boxeo de Los Ángeles, no son heroicos se debe una razón cosmética: en Ciudad de México sobrevivir es un epitafio cotidiano que no otorga licencia para la memoria.

El mal no es engaño; ni el bien, mérito. Todo es ilusorio: lucha libre, pastorela y barroquismo de espejos sin ojos.

En otro relato, en otro país, en otra pluma, Capilla (Ciudad de México, 1928-2010) sería el fundador de una estirpe, el causante de un panteón a los inmortales. Después de todo, aquí no abundan los baluartes. Pero en un valle en el que el despertar es un acto de resurrección, el tributo suena a pleonasmo.

Joaquín Capilla -de la constelación de los fundadores del mito urbano, entre los que sobresalen Raúl Ratón Macías, El Santo, Blue Demon, Kid Azteca, “Beto” Ávila y Chango Casanova- se hizo de la medalla de bronce en los diez metros de los Juegos de la posguerra; en los que el agua olía a pólvora.

Con él comenzó un adagio, muy cercano a la moral capitalina: los mexicanos no saben vivir; saben morir. En la tierra donde las águilas caen, Capilla fue plumaje, rehilete que giraba en picada hacia la piscina del fuego.

Pero en Ciudad de México, en la que la física es un movimiento telúrico del destino, sólo desciende lo que ha subido a ras de lona. Capilla viajó a Helsinki 52 para ser el único medallista de la delegación mexicana; ganó la plata en la plataforma.

Cuando volvió ya era otros: actor, ídolo, universitario. Idilio, frenesí, arrebato: consagración del vino. En Ciudad de México, nadie es todos. Aquí, Odiseo es nombre corriente; apelativo sin apellido. Dios salió por cigarros y no volvió.

Ya entonces se prefiguraba la Cruz en la maleta de viaje del ave de los duelos.

La tempestad más larga que las noches. Capilla se consagró en Melbourne con dos preseas en las dos disciplinas: oro en la plataforma; bronce, en el trampolín. Tenía 28 años, y le sobraba adrenalina. Con alas de sobra, se volvió  tormenta. La otra cara de la peseta.

Capilla esperaba, no sin dolor -en Ciudad de México la belleza y el amor duelen; más cuando son reales- su penitencia. Significante del deporte, admiración al aire, querido y admirado por una ciudad sin dotes maternales, Joaquín -nombre del padre de María- llevaba la pena en la garganta. El atleta de las nubes se nubló. Vencedor de la gravedad; teorema hecho poma, escuchó el irreparable sollozar de las mitologías. Caído en el abismo -sin tocar su propio fondo-, el ídolo del vuelo se volvió paloma negra del ruego.

En Ciudad de México el desquicio es trámite para la sanación. Chango Casanova terminó en el santuario de la sinrazón; Mariles en una prisión parisina; Kid Azteca en la concurrencia de la soledad y Capilla imploró cada día sólo por hoy -hágase tu voluntad y no la mía- en un departamento de Jardín Balbuena, cerca del Aeropuerto, con su esposa Sarita; hebrea es la plegaria.

El 8 de mayo de 2010, el ganador de cuatro medallas olímpicas para México, cayó de la plataforma al cosmos.

Sobrio, el ave de todos, alcanzó, por fin, la mortalidad.


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