Joaquín Fermandois: “Todavía está en peligro la democracia chilena”


Chile no será el mismo cuando acabe 2021. En estos 12 meses habrá elegido y renovado a los principales cargos electos, justamente cuando el país enfrenta en paralelo una crisis sanitaria, económica, social y política. El 11 de abril los ciudadanos escogerán a los 155 convencionales que escribirán la Constitución, las autoridades municipales y los gobernadores regionales, que por décadas fueron designados por el Ejecutivo. El 21 de noviembre se celebrarán las parlamentarias y presidenciales.

Mientras los hechos se suceden a un ritmo vertiginoso con una sociedad que se siente poderosa y distanciada de sus líderes, los intelectuales buscan desde sus distintos ámbitos buscar explicaciones de este proceso de cambios, que arrancó el 18 de octubre de 2019, con las revueltas sociales. Joaquín Fermandois (Viña del Mar, 1948), profesor en la Universidad San Sebastián, la Universidad Católica y presidente de la Academia Chilena de la Historia lo hace desde la historia contemporánea, de la que es uno de los principales exponentes de su país. A la amplia obra de este académico conservador, que contempla estudios sobre la izquierda chilena y el Gobierno de la Unidad Popular de Allende (1970-1973), se agrega recientemente La democracia en Chile. Trayectoria de Sísifo (Centro de Estudios Públicos y Ediciones UC), que introduce una mirada esencial para comprender los múltiples altos y bajos del complejo proceso de democratización del país, desde la Colonia hasta la actualidad.

Pregunta. ¿Cómo se explica las revueltas sociales de 2019?

Respuesta. Desde fines del 2019 se ha publicado una veintena de libros y ensayos sobre lo que devino en llamarse el estallido. Como en tantos otros aspectos, este solo hecho indica la singularidad del fenómeno. Hay varias explicaciones e inevitables afirmaciones o fanfarronadas de que se había pronosticado. El recurso más inmediato es asumir que fue la desigualdad lo que lo originó, y la frustración e ira que lo acompañaba. No es una tesis que me convenza.

P. ¿Cómo lo calificaría, entonces?

R. Prefiero calificarlo con un gigantesco mayo del 68, un fenómeno político-cultural, si bien no separado de una grieta social. En Chile desde un comienzo se citó a Tocqueville, en el sentido de que la propensión revolucionaria es más fuerte en los primeros estadios de la mejoría: “El yugo mientras es más liviano se hace más insoportable”. Grandes revoluciones como la francesa, la rusa, la iraní e, incluso, la cubana no se dieron en países estáticos, simplemente atrasados o desesperanzados. Se produjeron en sociedades dinámicas que, por lo mismo, veían deslegitimados los usos e instituciones heredados.

P. ¿No habrá sido un espejismo el éxito chileno?

R. La visible y estadísticamente demostrable mejoría material y en ingresos desde fines de la década de 1980 hasta hace poco, profundiza en el ánimo la percepción de las insuficiencias. Cierto es que al gran crecimiento sostenido hasta 1998 le siguieron dos décadas menos vigorosas. No creo, sin embargo, que ello fue lo que provocó el estallido de octubre de 2019. Sería como culpar a los 30 pesos, lo que subió la tarifa del billete metro de Santiago y desencadenó las revueltas. Ha habido en estas décadas extraordinarias inversiones en salud y educación, pero sin mejoramiento cualitativo en muchos sentidos.

P. ¿Qué ocurrió, entonces?

R. La extensión considerable de la esperanza de vida y mejoría en la salud de los chilenos abrió los ojos a la demanda por un sistema más ágil y accesible razonablemente para la población. Los principales fondos han ido a la educación superior y no tanto a la educación básica y media, donde reside la gran falencia del país. Desde hace medio siglo la educación pública ha recibido –con oscilaciones– más recursos, pero al finalizar de extenderse a la casi totalidad de la población infantil y juvenil se dio un decaimiento cualitativo.

P. Se le suma el gran problema de las bajas pensiones…

R. Una de las grandes transformaciones de Chile fue el sistema de pensiones de comienzos de los años ochenta, que fortaleció considerablemente el mercado de capitales y evitó los déficits del fisco –hechos extraordinarios–, pero falló en su tercer pilar básico: la promesa solemne de mejores pensiones que el sistema tradicional de reparto. En la segunda década del XXI, al comenzar a jubilar masivamente las generaciones que primero se afiliaron al sistema, vino un shock de desilusión. Quizás esto fue un acelerante de las protestas. Con todo, no puede tampoco ser considerado como la causa. En diciembre de 2017 fue elegido por segunda vez con buena ventaja Sebastián Piñera como presidente, a pesar de que en su primera Administración había habido una precuela del estallido en 2011.

P. ¿Cómo caracterizaría las protestas?

R. Existía por cierto un componente social, pero tengo mis dudas de que haya sido una expresión de los humillados y ofendidos contra los poderosos. No así de simple. Las diferencias sociales se han acortado en el acceso a la modernidad, pero los focos subjetivos son muy fuertes. Como en toda etapa de aceleración de cambios, los sectores ascendentes tienden a mostrar con arrogancia el poder adquirido, ahondando las diferencias subjetivas. Contribuyó, sin duda, otro rasgo universal, que me parece sobre todo característico de nuestro mundo latinoamericano: un hedonismo con exigencia de satisfacción inmediata y una cultura de los medios y de la educación masiva que destaca derechos por sobre los deberes, olvidándose de toda proporción entre ellos.

P. ¿Lo de Chile tiene conexiones con el resto de la región?

R. Tras esto existe un problema de fondo en América Latina. En 200 años ni Chile ni otro país ha llegado ser lo que se llama desarrollado. ¿Por qué? Basta de culpar a las elites o al imperialismo. Hay que retornar a explicaciones afincadas en la cultura, como las de Octavio Paz y la pobreza de la experiencia de la Ilustración en el continente. O del chileno Mario Góngora sobre el gozo y el trabajo, diferente a la experiencia de los fundadores de la economía moderna.

P. ¿Estuvo en peligro la democracia chilena en medio del estallido de 2019?

R. Ciertamente sí y todavía está en peligro la democracia chilena, solo que más atenuado. Si la fuerza pública no hubiera sido capaz de contener la violencia, lo que estuvo a punto de suceder la segunda semana de noviembre de 2019, solo un estado de sitio muy duro, con uso de las Fuerzas Armadas, hubiera sido capaz de imponer orden, pero con un precio gravoso. Sin embargo, el estallido hirió a la democracia al acentuar la confusión de la clase política y mostrar estupefacción en el Gobierno. El país político comenzó a rodar cuesta abajo, lentamente por ahora.

P. Chile tenía fama de alumno aventajado en la región, sobre todo por la fortaleza de sus instituciones y su estabilidad democrática y económica. ¿Esto sigue vigente?

R. Bastante alicaída quedó esta fama, aunque subsiste ese patrón histórico de dos siglos de períodos de pacificación que duraban algunas décadas, seguidos por crisis subsecuentes. Su economía le ha permitido capear los temporales del estallido y la pandemia, pero su libertada financiera ganada a tanto costo se está agotando. El desprestigio de la economía política practicada no dará curso a un reemplazo más fecundo.

P. ¿Ha calmado las aguas el proceso constituyente?

R. Al final, el Gobierno y la clase política –ambos desprestigiados–, lograron alumbrar un acuerdo clásico de transacción que, por el momento, ayudó a calmar la situación.

P. ¿Dejará Chile de ser lo que ha sido desde 1990 a la fecha?

R. Ya lo dejó de ser, aunque hay que ver si la pandemia no influye a su vez. Parcialmente ya lo fue dejando de ser en la segunda década del XXI, cuando crecía la dificultad para hacer gobernable al país.

P. ¿Se refundará Chile?

R. Es la tentación latinoamericana, con 250 constituciones desde 1810. En nuestros países, la Constitución ha pasado a ser un mantra, cuando no superchería o juguetito, como la venezolana. Una enfermedad de nuestra cultura política. En el caso chileno, se verá si esta crisis se agrava y abre las compuertas a una ingobernabilidad completa o a la canalización institucional.

P. ¿En qué medida la clase política de todos los sectores está a la altura de los desafíos?

R. No ha estado a la altura y sin clase política no hay democracia. En un país tan político, la despolitización superó a la que intentó instalar el régimen de Pinochet, por medio de la creciente apatía y abulia hacia lo público, más allá de todo tipo de exigencias por esto y aquello. La relativa prosperidad que se debía gozar de inmediato contribuyó al desafecto.

P. ¿Cómo fue que Chile dio vuelta la espalda a los gobiernos de la transición del centroizquierda?

R. Muchos se hacen esta pregunta y no pocos de sus antiguos protagonistas también se lo plantean. Lo verdaderamente increíble fue la transformación de la antigua izquierda de mediados de siglo en una nueva versión aproximadamente socialdemócrata, que emergió en los años 1980, tanto en el exilio como, paulatinamente, dentro de Chile. Y viene la ironía: después de haber protagonizado un enorme salto cualitativo en economía –en cierta medida por continuidad de políticas con el régimen militar–, cayó en el mismo problema de la socialdemocracia latinoamericana, que ha sido tan débil. Le cuesta explicarse a sí misma. Comenzó a avergonzarse ante la embestida de la contracultura y brincó súbitamente a una ruptura con sí misma al desarrollarse el estallido social.

P. ¿Se ha renovado la derecha chilena en las últimas décadas?

R. Difícil pregunta. Hay muchas contradicciones. Salió fortalecida del régimen de Pinochet y no quedó hipotecada por este, pero sigue anémica de ideas y de capacidad de proyectar un ideario acerca del futuro. Esto es más marcado en el caso del presidente Piñera, pero no solo de él.


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