Será difícil que la presidencia de Joe Biden se despegue de los hechos trágicos y excesivos de este mes de agosto: una derrota militar; el derroche de vidas y recursos malgastados durante 20 años en una guerra inútil y en un proyecto fallido de construcción de una democracia; la salida a última hora, precipitada y en desorden, y, finalmente, los sacos de plástico en los que llegarán esos 13 cadáveres de soldados que perdieron la vida en el aeropuerto de Kabul, exactamente lo que el presidente quería ahorrarse cuando ordenó una salida tan apresurada.
En el espejo de la historia se acumulan reflejos de anteriores tragedias. Una derrota súbita e inesperada heredada de la anterior presidencia, como la que sufrió John F. Kennedy en 1961 con el desembarco anticastrista organizado en Bahía Cochinos, a los tres meses de instalarse en la Casa Blanca. La foto de una huida vergonzosa como en Saigón en 1975, hija de las decisiones erróneas de Lyndon B. Johnson y de la conspiración del tramposo Richard Nixon con los norvietnamitas, a los que pidió que no hicieran la paz durante la campaña electoral que le llevó a la presidencia. Un atentado devastador como el de Beirut en 1983, en el que perdieron la vida 241 soldados estadounidenses, sin que afectara a la reelección de Ronald Reagan como presidente en 1984.
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De las derrotas más crueles pueden salir las energías más imprevistas, como le sucedió a George W. Bush tras los atentados del 11-S, y también la siembra de los errores que ahora han madurado. Aunque la entera cosecha pertenezca en partes desiguales a los cuatro presidentes, la de Biden era al fin la más delicada y comprometida. A fin de cuentas, en la guerra no hay derrotas buenas ni retiradas fáciles. Al contrario, aseguran los expertos que son las maniobras más difíciles en cualquier batalla y en cualquier guerra.
Los errores de Biden se suman así a los errores de Trump y a los de sus dos predecesores, Obama y Bush, y se sintetizan en dos: el abandono a principios de julio, con nocturnidad y sin previo aviso, de la enorme base de Bagram, a 70 kilómetros de Kabul; y el establecimiento de la fecha de salida definitiva de todas las tropas occidentales, marcada por Trump el 1 de mayo y aplazada hasta el 11 de setiembre por Biden. Sin Bagram, Estados Unidos perdió una baza estratégica para salir ordenadamente de Kabul ante la entrada de los talibanes. Con la fecha, coincidiendo además con el 20 aniversario del 11-S, los talibanes escucharon el simbólico toque de corneta que da la orden de ataque para su triunfante ofensiva de verano.
Nadie en la Casa Blanca de Bush podía imaginar que veinte años después el odioso generalísimo terrorista Osama Bin Laden sería el vencedor póstumo de la guerra que él mismo inició. Tampoco podía imaginarlo Obama, que dio la orden de terminar con su vida. Ni Trump, el presidente que quería ganar todas las guerras y terminó pactando la paz por separado con los talibanes porque al final solo quería ganar las elecciones. A diferencia de otros presidentes y debido a su biografía familiar, Biden tiene un sentido trágico no tan solo de la historia, sino también de la vida. Pero no es seguro que le sirva en las actuales circunstancias, cuando al comandante en jefe se le pide resolución y acierto más que capacidad de dar consuelo.
Sin Trump no se entiende a Biden. Robert Gates, que consiguió la extraña proeza de ser nombrado secretario de Defensa por Obama después de haberlo sido de George W. Bush, señaló en sus memorias de 2014 que le considera “un hombre íntegro”, pero “equivocado en casi todas las cuestiones de política exterior y de seguridad nacional de las últimas cuatro décadas”. Entre los documentos rescatados de la vivienda de Bin Laden en Abbotabad (Pakistán), tras el ataque en el que perdió la vida el fundador de Al Qaeda en 2011, se encontraron órdenes dirigidas a los terroristas para que atentaran contra Obama, pero ahorraran la vida a quien hubiera sucedido al presidente en caso de muerte, el entonces vicepresidente Joe Biden, “totalmente inútil para el puesto, lo que conducirá a Estados Unidos a una crisis”.
Trump, que cumplió sobradamente con la exigencia de Bin Laden, ha eludido el control parlamentario de sus decisiones. Biden no podrá. Él y su equipo, los mejores y más brillantes en contraste con los equipos caóticos de Trump, deberán dar explicaciones detalladas. Nada está escrito ni tiene por qué ser la ruina y el final. De cara a las elecciones, las de mitad de mandato en noviembre de 2022 y las presidenciales de 2024, en las que es más que improbable su candidatura, entonces con 82 años, contarán los resultados en política interior: la salida de la pandemia, la economía, la creación de puestos de trabajo, el control de la inmigración, la preservación del derecho de voto… Más que la política exterior, determinante para la imagen internacional y, sobre todo, para el legado histórico. Y una decisión correcta, a pesar de su pésima realización, podría terminar incluso pesando a favor de esta presidencia ahora arruinada.
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