Hace unas semanas, justo antes de un partido de los playoffs de la Liga Americana de Béisbol en el que los Chicago White Sox se la jugaban frente a los Houston Astros, Dave Williams (colaborador de la web deportiva Barstool Sports), se acercó en un aparcamiento al actor John Cusack (Evanston, Illinois, 55 años). La escena, grabada con un móvil, mostraba a un Williams enfadado, que acusaba al actor de traicionar a su equipo, los Chicago Cubs, el otro equipo de la capital de Illinois. Cusack salió del aprieto sin demasiados problemas e hizo callar al provocador recordándole que él era hincha los Sox desde hacía años y que sabía más de la historia del equipo que él.
Esta es la última noticia que tenemos de Cusack, aparte de lo que el actor sube a diario en su cuenta Twitter, red social en la que permanece muy activo. En su página de IMDB solo figuran dos futuros proyectos: Pursuit, una película de acción poco prometedora y otra titulada My Only Sunshine en la que compartiría pantalla con J. K. Simmons (el tiránico profesor de Whiplash) que todavía no tiene fecha de inicio de rodaje. “A decir verdad, no he estado demasiado solicitado desde hace algún tiempo”, declaró en una entrevista concedida a The Guardian en 2020. Esta aceptación de su situación en la industria hacía aún más irónica su decadencia como galán indie. Su atractivo treintañero en comedias románticas como Un gran amor (1989) nunca terminó de evolucionar hacia otro arquetipo, mayor, pero igual de atractivo.
Con el cambio de siglo, John Cusack entró en racha. En los ochenta había descubierto, gracias películas como Juegos de amor en la universidad (1985) o Un verano loco (1986), que para el puesto de estrella adolescente había demasiados (y más atractivos) contrincantes; en los noventa se especializó en hombres más atormentados, conflictuados y raritos, pero siempre jugando en la línea de lo aceptable para el gran público. Cusack parecía predestinado a interpretar a un tipo culto y desorientado, un héroe romántico entre lo arty y lo comercial: no era un galán al uso, pero tenía un rostro agradable e intrigante; no daba vida a tipos especialmente brillantes, pero sí adorables y divertidos. Era el estereotipo que encajaba a la perfección con el clima de aquella época, que en pleno advenimiento de la metrosexualidad parecía valorar a un tipo como él. Era el representante de lo alternativo colándose en los multicines donde se proyectaban películas taquilleras, el héroe romántico que aceptaban aquellos que miraban con desdén hacia las comedias románticas, el actor del que uno se podía enamorar con coartada intelectual pero que distaba —y mucho— de ser feo.
Entre sus películas más destacables de esa segunda época estuvieron la comedia de culto Los timadores (1990), donde dio vida a un timador con aire romántico, Balas sobre Broadway (1994), en la que interpretó a un joven dramaturgo que se vende a la mafia para conseguir que su obra se represente en un gran teatro, o Un asesino algo especial (1997), con el papel de un asesino a sueldo que ha sido enviado a una misión en Detroit donde casualmente también se celebra la fiesta de antiguos alumnos de su instituto. Para cuando llegó a sus dos siguientes trabajos, crítica y público se rindieron.
La primera fue Cómo ser John Malkovich (1999), con guion de Charlie Kaufman y dirección de Spike Jonze: una comedia negra con tintes fantásticos en la que encarnaba a un titiritero desempleado de Nueva York que encuentra, por casualidad, una pequeña puerta que conduce directamente al cerebro del actor John Malkovich.
La segunda, Alta Fidelidad (2000), basada en la novela de Nick Hornby y en la que un treintañero dueño de una tienda de discos trata de recuperar el amor de la chica que lo acaba de dejar y repasa los errores de sus cinco peores relaciones. El filme fue un gran éxito en y marcó a toda una generación de hombres amantes de la música indie. Sin embargo, vista desde 2021, el personaje de Cusack no ha envejecido demasiado bien. Rob resulta —sobre todo comparándolo con su posterior adaptación a la pequeña pantalla, protagonizada esta vez por Zoë Kravitz—, un interesante ejemplo de masculinidad tóxica. “La pregunta es: ¿era un personaje creíble?”, preguntó Cusack al respecto en una entrevista para The New York Times en 2020. “¿Los hombres eran realmente así? Me alegro de que la gente haya cambiado su visión sobre Rob. Quiero decir, el tío es un insulto. Todos lo somos. Si alguien escribe que Rob es un mujeriego pasivo agresivo, yo le responderé: ‘Vale, por fin alguien lo ha pillado”. El éxito y la credibilidad de Cusack eran tan particulares que el crítico Roger Ebert se maravillaba: de 55 películas, decía, “no tiene ni una mala”.
Esto era en 2010. Desde entonces, ha hecho 25 películas; la mayoría de ellas, han pasado completamente desapercibidas para el gran público: fueron estrenadas directamente en DVD o en plataformas digitales (y cuando aún no eran lo que son hoy) y rara vez han alcanzado el aprobado de la crítica. Buscar explicaciones no es fácil. Quizá se ha hecho demasiado mayor para los papeles las comedias románticas de los noventa o tomó algunas malas decisiones a la hora de elegir sus trabajos.
También es posible que su imagen fuera de la pantalla y su estilo de vida no le hayan favorecido en su carrera artística. Cusack se aleja bastante del prototipo de la clásica estrella de Hollywood cuya vida privada, ya sea por perfecta o por escandalosa, es casi parte de su estrategia promocional para vender sus nuevas películas. Nunca se ha casado ni ha tenido hijos y su intimidad es un absoluto misterio para la prensa del corazón. En su juventud se le atribuyeron romances con Jennifer Love Hewitt o Uma Thurman, pero llevamos años sin noticias sobre sus parejas. En una entrevista para la revista Elle, en la que se le preguntaba sobre su soltería militante, el actor respondió con un cortante: “La sociedad no puede decirme qué hacer con mi vida”.
Además, hace tiempo que ni siquiera vive en Hollywood. En 2016, vendió todas sus propiedades en California tras deshacerse de su casa en Malibú, que había comprado en 1999, y se trasladó a su estado natal, Illinois, donde se compró un ático de 240 metros cuadrados en un edificio de 52 plantas del centro de Chicago desde el que suele fotografiar las puestas de sol que sube a Instagram.
Él lo achaca, sin ningún tipo de ambigüedad, a la manía que le tiene la industria del cine. “Hollywood es una casa de putas y la gente allí se vuelve loca”, sentenció en una entrevista para The Guardian en 2014 tras el estreno de Polvo de estrellas.
Otra de las posibles razones de su ostracismo es que la implicación política de Cusack va más allá de ser la imagen de una ONG o Embajador de Buena Voluntad de la ONU. El actor es uno de los fundadores de la Freedom of the Press Foundation, una organización que se ocupa de financiar y apoyar la libertad de expresión y la libertad de prensa en todo el mundo y que nació después de que Visa, MasterCard y Paypal dejaran de trabajar con WikiLeaks, amenazando la existencia de esta organización.
En relación con este mismo activismo, en 2014 viajó a Rusia junto a la escritora Arundhati Roy y el economista Daniel Ellsberg para entrevistar a Edward Snowden, el analista informático que filtró en 2013 datos clasificados de la Agencia de Seguridad Nacional estadounidense y tuvo que huir del país. Aquella visita dio como resultado el libro Things that Can and Cannot Be Said: Essays and Conversations (Cosas que pueden y no pueden decirse: ensayos y conversaciones), escrito a cuatro manos por Cusack y Roy.
Y esa no es la única forma en la que el actor expresa su compromiso político. Lo ha hecho en muchas más ocasiones, como por ejemplo con su activa participación en las protestas tras el asesinato de George Floyd que galvanizó el movimiento Black Lives Matter o mediante su papel como azote de la ultraderecha a través de Twitter, donde muestra su faceta más crítica y en la que se describe a sí mismo como “apocalyptic shit disturber and elephant trainer (Perturbador de mierda apocalíptica y entrenador de elefantes)”.
El regreso frustrado al primer plano
Hace apenas un año parecía que las cosas iban a cambiar. Tras haberse mantenido alejado del mundo de la televisión durante casi toda su carrera, salvo breve aparición en Frasier en 1996, el actor había accedido a participar en su primer proyecto de serie. Se trataba de la versión estadounidense de la británica Utopia, en la que interpretaba a un magnate de la biotecnología, uno de esos (Musk, Bezos, Zuckerberg) a los que suele criticar en su cuenta de Twitter.
El paso a la televisión intrigaba a Cusack, o eso repetía en las entrevistas de la época. Quizá esperaba que su carrera remontase el vuelo en otras pantallas, tal y como les había pasado a otros muchos actores de su generación. Pero aunque la crítica valoró su interpretación, la serie fue cancelada por parte de Amazon y no habrá segunda temporada.
Al menos nos queda su Twitter, donde cada noche, sin falta, Cusack muestra su ira contra las grandes corporaciones, el régimen de Vladimir Putin, los continuos anuncios del retorno de Donald Trump o el excesivo gasto militar de los Estados Unidos, una afición que aunque quizá no le resulte demasiado sana para su salud mental, confiesa que le resulta difícil de abandonar. “Me encantaría pensar en otras cosas”, confesó en 2020. “Poesía. Amor. Cualquier cosa. Pero no vivimos en un momento en el que eso sea posible. Es verdad que a veces puedo ir demasiado lejos, pero lo único que pretendo es transmitir el mensaje de que estamos caminando sonámbulos hacia un futuro que puede ser increíblemente oscuro. Quién sabe, quizá ser tan franco perjudique mi carrera… Yo solo sé que, saber que no me estoy quedando callado durante todo este tiempo, me ayuda a dormir mejor por las noches”.
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