Johnson, de cuarentena forzosa en su semana de Gobierno más complicada

Esta es la historia de un político que toda la vida ha querido gustar a la gente y que no soportaba la idea de perder a chorros su popularidad; de dos mujeres que coordinaron fuerzas para salvar a ese político de sus propios errores; de un asesor extravagante y huraño que fue brillante hasta que dejó de ser útil; y del hundimiento de una banda de iconoclastas que dieron un vuelco a la política británica con el Brexit y llegaron a pensar que también podrían cambiar el sistema de arriba abajo, hasta que llegó una pandemia que les reventó en la cara y les mostró que la realidad es siempre más difícil de gestionar que las promesas.

Dominic Cummings buscó en la noche del viernes la teatralidad y el dramatismo que siempre ha querido dar a su enigmática presencia en la política. El supuesto genio que susurraba ideas osadas y visiones de grandeza en el oído de Boris Johnson abandonó en soledad el número 10 de Downing Street, la residencia y oficina del primer ministro del Reino Unido. Llevaba una caja de cartón con las pertenencias personales retiradas de su despacho. Recorrió con parsimonia y gesto serio los escasos pasos que separan el edificio de la calle Whitehall, la arteria londinense que concentra el poder político del país. Desde una ventana, alguien descorrió unos segundos la cortina para observar al personaje. Poco antes, Johnson y Cummings habían tenido una tensa discusión que ponía fin a una semana tormentosa en el seno del Gobierno. “El Sr. Cummings ha abandonado el número 10 de Downing Street de modo permanente”, zanjaba el día un portavoz del entorno del primer ministro. Johnson se deshacía de su último juguete roto. Soltaba lastre para evitar el hundimiento de su mandato.

El político británico más popular y la mente estratégica más eficaz de los últimos años tienen algo en común: son dos lobos solitarios, incapaces de tejer más lazos y alianzas que los que convenga en cada momento. Pero uno ostenta el poder, el otro es prescindible. Johnson sabe, como dijo Enoch Powell, que toda carrera política conduce inevitablemente al fracaso, aunque intuye que para él aún queda recorrido. Cummings sabe que, cuando un asesor se convierte en la noticia, ha llegado el momento de irse.

La ruptura de esta unión de conveniencia se explica en tres fases. La más inmediata, la ocurrida esta misma semana, es una cadena de anécdotas que ha derivado en la tormenta final. La más remota comienza el día en que el genio del Brexit entró en Downing Street, de la mano de su jefe, para acumular un poder sin precedentes. La más inesperada llegó en marzo, con un virus que dio al traste con todos los planes de la pareja.

Dos mujeres han sido capaces de poner punto final al secretismo y arbitrariedad con que se movía ese entorno cerrado de Johnson, que le ayudó en la batalla para sacar al Reino Unido de la UE y que le aupó más tarde al frente del Gobierno: Carrie Symonds, la actual pareja del primer ministro y ex asesora de comunicación del Partido Conservador. Y Allegra Stratton, la experiodista de la BBC elegida para poner un rostro amable a Downing Street.

El primer objetivo de ambas fue Lee Cain, director de Comunicación de Johnson y férreo aliado de Cummings. Stratton, recelosa ante las filtraciones y favoritismos con que Cain manejaba a la prensa, exigió tratar directamente con Johnson y responder solo ante él. Temeroso de perder a un operativo que le había sido leal, el político se dejó convencer para solucionar el problema por elevación y destinarle al poderoso puesto de jefe de Gabinete. Una maniobra redonda: Cummings retenía a Cain a su lado y se aseguraba de que nadie mandaría más que él. Johnson dejaba contento a todo el mundo. Aparentemente.

Los dos hombres cometieron el error de adelantar la decisión a la prensa amiga, y regalar así un tiempo esencial a sus enemigos para poner en marcha una rebelión exprés. Fue encabezada por la pareja del primer ministro, Symonds, y secundada por todos los diputados conservadores, miembros del Gobierno y altos funcionarios hartos del desdén y la arrogancia del núcleo de fanáticos del Brexit, a los que acusaban de ser los causantes de una política errática y confusa durante la crisis sanitaria y económica. “Había una clara preocupación por la actitud despectiva que mostraban en ocasiones tanto Cummings como Cain hacia miembros del Gobierno o diputados. Ahora se abre una oportunidad de superar todo esto y de buscar un enfoque más colaborativo”, ha dicho Theresa Villiers, exministra de Medio Ambiente. “Me gustaría que el primer ministro aprovechara esto para fijar directrices, y para rodearse del equipo que necesita y se merece”, sugería Roger Gales, el veterano parlamentario conservador.

Johnson sentó frente a él a los dos asesores el viernes y les mostró los mensajes de texto contra Symonds que ambos habían ido enviando a diestro y siniestro, en su creciente enfrentamiento con la pareja del primer ministro, según aseguraron varios medios británicos. Y les enseñó también la puerta. Con ellos se va un modo excesivamente revolucionario de entender la política, pero sobre todo surge la incógnita de cómo será la siguiente “era Johnson”.

Cummings estimuló con éxito la parte más temeraria y osada del político, como cuando le empujó a suspender temporalmente el Parlamento para poner fin a los interminables debates sobre el Brexit. O a expulsar a los diputados más díscolos con su ruptura con la UE, algunos de ellos con una veteranía y prestigio indiscutibles. O a convocar por sorpresa unas elecciones en las que obtuvo un éxito arrollador y se apropió de bastiones históricos del Partido Laborista. Pero también fue un constante problema con su actitud de desprecio hacia las instituciones que debía ayudar a gobernar. Desprecio hacia la necesaria colaboración con una Cámara de los Comunes cuyas mayorías nunca deben darse por aseguradas. Desprecio hacia la ciudadanía, cuando se escapó al campo con su mujer y su hijo en medio de un confinamiento que mantenía enjaulados en sus casas al resto de británicos. Desprecio hacia el sacrosanto Civil Service del Reino Unido (los altos funcionarios de carrera), a los que consideraba un poder en la sombra sobrado de arrogancia y escaso de preparación.

La pandemia acelera la caída

La pandemia ha sido un desastre de gestión y de comunicación, y Cummings, que no supo ver desde el principio la amenaza, se ha convertido en el chivo expiatorio. Su visión de inundar el empobrecido norte de Inglaterra con inversiones en infraestructuras y tecnología, comprada ciegamente por Johnson, se ha visto paralizada por unos presupuestos destinados íntegramente a combatir los estragos del virus. Y ha sido precisamente en ese norte, que Johnson soñó con adherir a la causa de un nuevo Partido Conservador, donde la enfermedad se ha cebado con más fuerza, y donde han resucitado agravios territoriales históricos con un Londres rico y distante.

El primer ministro vuelve a estar solo. Con una urgencia inmediata, un escenario alterado por completo, y cuatro años de mandato por delante sin un proyecto definido. La urgencia se llama Brexit. Ahora más que nunca debe intentar cerrar Bruselas un acuerdo que evite a finales de año una salida desordenada de la UE. Y para colmo, su principal negociador, David Frost, que ha sido estos años parte de ese núcleo duro que con Cummings, se desvanece. El nuevo escenario, con la llegada a la Casa Blanca del demócrata Joe Biden, obliga a que el Reino Unido presente una cara más amable, colaboradora y previsible. Y el mandato restante será la penúltima oportunidad para que el exalcalde liberal y progresista de Londres, el euroescéptico entregado al populismo, el exministro de Exteriores desleal al Gobierno que le acogió, o el primer ministro acongojado y confuso ante la pandemia sobrevenida, vuelva a intentar reencarnarse en un nuevo Johnson que logre sobrevivir.


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