Por la mala fama que generalmente tienen, pasar horas grabando a adolescentes —aborrescentes, como se les suele llamar entre el cariño y el miedo— que cuentan sus problemas, preocupaciones y formas de ver el mundo, no parece el plan más divertido que a uno se le pueda pasar por la cabeza… Sin embargo, eso es exactamente lo que ha querido hacer Jonás Trueba para su última película, Quién lo impide, estrenada el pasado mes de octubre.
No es una cinta al uso, y no solo porque esté protagonizada solo y exclusivamente por un buen puñado (casi 200) de chavales que oscilan entre los 15 y los 19 años. No lo es, sobre todo, porque Trueba les deja que se expresen a su aire, que hablen de lo que les importa y con su propio lenguaje, a veces con escenas reales de estilo documental; otras ficcionadas aunque basadas en sus experiencias. Casi cuatro horas de cine inmersivo que ayuda a entender y, por qué no, a disfrutar de la adolescencia del siglo XXI.
PREGUNTA. ¿Qué es lo que querías contar sobre la adolescencia?
RESPUESTA. Lo primero que quiero dejar claro es que esta peli no nace con una finalidad sociológica. Eso sería muy presuntuoso de mi parte. Más bien buscaba un cine puro, de sensaciones, emociones… Lo que me interesaba de los jóvenes era su vitalidad, algo que vamos perdiendo a lo largo de los años. Sentí que con estos jóvenes tenían una oportunidad de retratar la vida en su momento más poroso, más de piel.
P. Para esta película has pasado horas filmando a adolescentes, de los que todo el mundo quiere huir…
R. Me parece alucinante que la gente les tenga tanto miedo a los adolescentes. He realizado talleres de acercamiento al cine en institutos públicos en Madrid y tengo un contacto con ellos muy natural y muy fácil. Por eso me asombra que se les tenga tanta manía.
P. ¿En uno de esos talleres conociste a Candela Recio y Pablo Hoyos, dos de los protagonistas de Quién lo impide?
R. Ellos dos aparecen en otra película mía, La Reconquista, que rodamos cuando tenían 14 años. Al acabar me quedé con ganas de hacer más cosas con ellos. Decidí quitarme el equipo de encima, ir solo con una cámara y ponerme a su servicio. Así empezó Quién lo Impide, que coge el título prestado de una canción de Rafael Berrio.
P. Además de ellos dos, salen muchos más. ¿Dónde les encontraste?
R. Partimos de ellos dos, que trajeron a más amigos. Y esos, a otros. Y pensé: ‘quién lo impide’. Así que escribimos cartas a institutos y centros escolares contando que queríamos hacer un retrato de los jóvenes y de sus inquietudes. Fuimos a donde nos abrían las puertas. Allí aparecían otros jóvenes que se querían sentar con nosotros a charlar y de esas charlas, a su vez, salieron otras historias y otras posibilidades…
P. Cuéntame, ¿cómo veías a los adolescentes antes de hacer la película y cómo les ves ahora?
R. Ahora, me siento más cerca de ellos y tengo la sensación de que estaban más cerca de mí de lo que yo podía sospechar. Se les llama generación Centennial como si pertenecieran a otro planeta, como si fueran un poco extraterrestres. Pero su retrato me resulta muy cercano, se parecen mucho a mis amigos de la adolescencia. Si yo fuera adolescente ahora, creo que sería más o menos como ellos. Porque al final lo importante sigue siendo lo de siempre. Cuando les quitas esa primera capa superficial de las redes sociales, lo que queda es lo esencial, lo profundo, que son cuestiones eternas. De hecho, me encantaría corregir el rumbo de la promoción de la película, porque no es una película sobre jóvenes, sino una película sobre personas que son jóvenes.
P. ¿Qué es lo que más te ha sorprendido de los adolescentes del siglo XXI?
R. Quizá que son una generación más cuidadosa y consciente de las diferencias entre ellos. Tienen mayor sabiduría y respeto a las diferencias, a las tribus, tratan de manera naturalizada la diferencia. También están acostumbrados a una sociedad en constante crisis, con mucha efervescencia política, lo que les hace estar muy vivos. Cuando yo era adolescente, en los noventa, todo iba más lento; no tengo la sensación de que pasaran tantas cosas como ahora.
P. ¿Esa sensación puede ser también porque la redes sociales les hacen ir mucho más rápido?
R. Puede ser. La inmediatez me parece un problema. Por ejemplo, muchos de ellos están angustiados porque no han tenido éxito con sus canciones en las redes. ¡¡Y tienen solo 16 o 17 años!! Pero tienen un montón de ejemplos de gente de su edad con millones de seguidores, chavales que han ganado dinero y se han hecho famosos. Y yo les intentaba convencer de que eso no puede ser bueno. Si te llega el éxito, es mejor que sea con más edad para que sepan gestionarlo. Y eso no lo entienden, incluso les hace sufrir de una manera muy cruel. Nosotros no tuvimos para nada esa presión.
P. ¿Crees que es más difícil ser adolescente en el siglo XXI que cuando tú lo fuiste?
R. No sé si es más difícil, pero sí sé que antes no se nos exigía tanto. Y eso sí se dice en la película: están angustiados con la falta de tiempo para el disfrute de las cosas que les gustan. De hecho, fue uno de los temas recurrentes cuando me sentaba a hablar con ellos. Me llamó mucho la atención. Considero que tiene que ver con una especie de superexigencia y de utilitarismo que invade el mundo, que afecta a los adultos, pero que no tendrían por qué sufrir a edades tan tempranas. Además, tienen la presión de tener que tomar decisiones sobre hacia dónde dirigir su vida laboral a los 15 años, algo que forma parte de un sistema educativo viejo que no funciona.
P. A pesar de ello, nos seguimos quejando mucho de ellos. ¿Piensas que son unos incomprendidos?
R. Para empezar, opino que la sociedad tiene la manía de usar etiquetas. Opino que las etiquetas nos llevan a desatender, en lugar de a profundizar. Y quizá la etiqueta más pesada y más injusta es la que le ponemos a los adolescentes porque a menudo se tiende a espectacularizarles, a referirnos a ellos con lo más conflictivo. Reiteramos dos o tres ideas muy negativas sobre ellos y nos olvidamos realmente de reflexionar cómo son y qué consideran cuando están solos en su habitación, cuando les pasan cosas, cuando sufren, cuando se plantean la vida y la muerte. No trabajamos para conocerles y comprenderles más allá del botellón que puedan hacer…
P. Una de las claves de la película es la intimidad que consigues con ellos. ¿Cuál es el truco?
R. Quizás esa intimidad se consigue hablándoles como a adultos, no como a adolescentes, ni siquiera como a jóvenes, sino como a personas.
P. ¿Y por qué piensas que a los padres nos cuesta tanto conseguirlo?
R. La dificultad de su relación con los padres es algo sobre lo que he hablado a menudo con ellos: son excesivamente egoístas. Hay un conflicto claro, yo también lo he vivido. A veces es difícil relacionarte con tu madre y con tu padre, mostrarte con ellos como realmente eres… Durante la adolescencia se rechaza una parte de uno mismo que los padres conocen muy bien; y ahí surge el conflicto. La película ha sido un espacio en el que los chicos han podido mostrarse tal y como son cuando no están en casa que, por otro lado, es como verdaderamente son. Por eso creo que la película les puede gustar a los padres.
P. De hecho, no hay escenas familiares en la película.
R. En efecto, la película está casi siempre en la calle, que es donde pasan más tiempo con amigos, es su espacio de libertad, donde están más tranquilos, donde son ellos mismos en la búsqueda de su verdadera identidad. Si hubiera rodado con madres y padres, hubieran sido escenas de confrontación, y la película hubiera caído en el cliché. Precisamente quería mostrar la parte más liberada de ellos y ofrecérsela a los padres. En ese sentido, la peli es tranquilizadora porque lo que hacen es menos de lo que seguramente imaginen los progenitores. La imaginación es perversa y tiende a pensar cosas mucho peores de lo que son en realidad.
P. Otra de las claves es recordar que hace poco nosotros también fuimos adolescentes.
R. Esta película, en realidad como todas, funciona así: trata de recordarnos ciertas cosas, sensaciones y emociones que vamos perdiendo y que olvidamos…
P. ¿Por ejemplo?
R. La vitalidad, las emociones, las intuiciones que tenemos a esa edad. Eso me fascina de la adolescencia. Ver cómo de pronto empiezas a pensar en las relaciones, en el amor, en la sociedad… Cómo te intuyes a ti mismo en el futuro. Una de las chicas, Claudia, dice algo que me gusta mucho: ‘la frustración puede ser un motor positivo para hacer cosas siempre que no te detenga’. Eso, que ella intuye con solo 16 años, yo lo entendí a los 30 y después de varias películas… Por eso me gustan los adolescentes. Y por su apertura, su curiosidad, sus contradicciones, sus errores… ¡Qué bonito eso de poder equivocarte y admitirlo! Además, son muy honestos y transparentes. Cuando nos hacemos mayores nos vamos parapetando, haciendo más oscuros. Pero no pueden evitar que cuando les miras, incluso cuando no quieren, sean transparentes. Eso me encanta.
P. En estos casi cinco años les has visto crecer y madurar, ¿qué te ha llamado la atención de su evolución?
R. Esto que te cuento es muy significativo: estando en el visionado de la peli en San Sebastián, se gira Gavira —uno de los actores, Pablo Gavira— y me dice “ahora es el momento en el que soy un gilipollas y digo un montón de tonterías”. Eso es lo más bonito, que hayan cambiado, que no tengan las mismas opiniones ni piensen las mismas cosas que cuando rodamos. Me preocuparía si no lo hubieran hecho. Tienen derecho más que nadie al cambio de pensamiento.
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