“Las personas somos como inmensas cuevas subterráneas, inexploradas incluso por nosotras mismas, y no agujeros cavados directamente en el suelo”, afirma el historiador estadounidense Timothy Snider en Pensar el siglo XXI, libro de su colega británico Tony Judt, del que de un modo muy poco ortodoxo es coautor. Es difícil no volver al alma de esta cita cuando se ha tenido enfrente a Jonathan Ruffer (Londres, 69 años) otro inglés sobresaliente, aunque en campos distintos: las finanzas, la filantropía y las artes plásticas.
El salvador de los ‘zurbarán’
Hablar con este joven entusiasta de 69 años resulta tanto o más estimulante que repasar aquella trayectoria vital impregnada de talento, de capacidad emprendedora y de una sensibilidad humana del todo infrecuente en estos tiempos. Quizá por eso escuchar a Ruffer hoy, cuando la pandemia asola al mundo, sea tan reconfortante. Después de todo, ¿cuántos hombres de negocios exitosos predican con realismo y modestia que nadie necesita más de 20 millones de libras para vivir, y convierten en praxis una encarnación de principios judeocristianos donde priman el desinterés, la generosidad y el cuidado del bien común?
Valores raros, pero que Jonathan, un hombre que se crio en Londres, que creció en North Yorkshire, que estudió en una escuela pública y que comenzó su carrera como corredor de bolsa para devenir luego abogado de nivel superior, bancario y especialista en finanzas corporativas y en inversiones estratégicas, seguramente aprendió de una de sus grandes referencias en el mundo de la filantropía: el prominente William Rathbone VI.
“Tengo una especie de gen de coleccionista, y creo que el deseo de coleccionar cosas es típicamente masculino, porque cuando extrañamos a una chica queremos poseerla, del mismo modo en que cuando nos encontramos con una obra que nos gusta queremos tenerla, lo cual por supuesto no es nada noble. Pero como sufro de este mal, hago como si se tratara de una cualidad”, asegura Ruffer a EL PAÍS con ese humor hecho de inteligencia y de nobleza tan típico de las mentes prodigiosas de Gran Bretaña, mientras se prodiga en otra de sus pasiones —la ópera— y especialmente en las voces españolas, desde el timbre hasta un misterio que las envuelve y que, como tal, no se puede explicar.
“En la pintura se puede constatar que a los franceses les ha preocupado la elegancia y que a los italianos les ha interesado la belleza, mientras que a los españoles les atrajo especialmente la verdad. Y por eso España tuvo su Siglo de Oro. Así que resulta natural que el barroco italiano te guste si la estética te encanta y que pienses que los franceses son especiales si la elegancia genera un magnetismo en ti. Pero si te importan la verdad y el alma de las cosas, aquella época de España es extraordinaria. Incluso yo, que vivo bromeando, tengo la teoría de que, si alguien quiere saber si un género es auténtico, debe observar si tiene humor”, añade, con un brillo y una gracia que son su marca de fábrica.
Pero a Ruffer —quien invirtió 18 millones de euros en evitar la dispersión de una serie de cuadros clave de Francisco de Zurbarán, así como en acondicionar el fantástico castillo que las alberga— no le interesa coleccionar como un acto mecánico y esnob, sino que en él esta es una costumbre tan natural como respirar, leer o sonreír. Y así, aunque sin pretensiones, explica qué es lo que le fascina de la gran pintura española: “Soy una persona conducida por el deseo de conocimiento, que acumulo sistemáticamente, y lo cierto es que lo considero una compulsión. Pero esto no sería así si no fuera por el dealer Anthony Mould, un hombre que, con su extraordinario ojo, ha sido una influencia y una guía fundamental durante más de 15 años para que mi colección, que hoy tiene entre 250 y 300 piezas, fuera como es”, dice este graduado de Cambridge que, pese a su modestia, admite una indudable facilidad para darle contexto histórico al arte de excelencia que admira y que colecciona, desde el barroco de la Europa continental hasta el paisajismo inglés.
En la pintura se puede constatar que a los franceses les ha preocupado la elegancia y que a los italianos les ha interesado la belleza, mientras que a los españoles les atrajo especialmente la verdad
“Cuando compro un cuadro español destinado al castillo de Auckland en el pueblo de Bishop Auckland, básicamente mi tarea es de preservación. Pero cuando compro un cuadro del barroco francés, lo hago por puro placer y para mí”, comenta con frescura un individuo que a lo largo de su carrera además ha destinado una enorme cantidad de dinero ya no para preservar arte, para alentar la pintura y para estimular la tarea de los curadores, sino para ayudar al prójimo de un modo que, precisamente por la autenticidad de su espíritu, Ruffer no se atreve a desgranar con detalles contrarios a la verdadera filantropía.
Fanático de artistas que no han sido valorados adecuadamente en su época, pero también de monstruos sagrados como Thomas Gainsborough y George Barret, Ruffer, un liberal que detesta pontificar, que considera que a menudo “las pinturas son ideas” y que ha declarado lo vital que es “mirar la vida a través de los ojos de los demás” para poder “ver las dificultades del otro”.
Casado con la doctora Jane Sequeira, descendiente del notable Isaac Herique Sequeira, Jonathan concede que muchos de sus contactos londinenses seguramente cataloguen como “atolondradas” algunas de sus aventuras, y lo asegura como un simpático modo de quitarles solemnidad y, tal vez, magnitud. Pero nadie puede afirmar que sea ortodoxo este señor que ha venido a volcar generosamente su fortuna allí donde creció, puesto que construir un parque temático de 80 millones de libras relacionado con la Historia, en las proximidades de su castillo, es otro de sus proyectos.
La sombra de Zurbarán y del posible destino sudamericano de sus cuadros perdidos planea en el final de la conversación. Antes de terminar tiene tiempo para manifestar el orgullo que supone haber comprado y devuelto Los hijos de Jacob, una serie de retratos de Zurbarán claves pintados alrededor del año 1640, que para España, y también para el judaísmo, conforman un legado insustituible, al castillo que siempre los albergó, y cuyos vínculos con el episcopado anglicano de Durham son tan estrechos.
Con esa sonrisa cálida que lo caracteriza, el suéter verde rematadamente inglés, la camisa a cuadros debajo y una serie hermosa de reflexiones de semiótica y expresionismo filosófico en el análisis de algunas de las obras que le han hecho feliz, Jonathan remata, no sin antes elogiar a Navarrete el Mudo y con la esperanza como bandera: “Los seres humanos somos fascinantes. Por un lado somos gusanos, pero por otro estamos más elevados que los ángeles. Esa dicotomía es muy interesante, y si hay algo que demuestra el arte es que es más grande que todos nosotros. Esa grandeza es la que como especie tanto necesitamos. Porque si las personas se consideran maestras, se transforman en lentas, en poco interesantes, en insensibles. Pero cuando saben que hay cosas no comprensibles que tienen un poder sobre ellas, entonces se encuentran a sí mismas. Y bueno: eso es lo que creo que yo he hecho”.
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