Vacuamente mitificador. Rematadamente banal. Voluntariosamente simplificador. Así es Mi rey caído, de Laurence Debray. Como aportación periodística sobre la historia reciente de España tiene un interés más bien limitado, pero desde la primera página no puede dejar de leerse como el reverso de su notable autobiografía Hija de revolucionarios. Entonces esta apología juancarlista adquiere una dimensión tan equívoca como reveladora, conectada con la actualidad, porque se transforma en una confesión involuntaria de un problema esencial. Del protagonista y de su autora. Porque si uno hubiese sido hijo de esos padres “siempre más prolijos a la crítica que a la alabanza”, si ellos me hubiesen machacado desde pequeña diciéndome que era “un monstruo de egoísmo”, probablemente también habría necesitado buscar la manera de vengarme. Ni que fuera convirtiendo a Juan Carlos I en una contrafigura redentora.
El padre de Laurence fue el filósofo Régis Debray, su madre es la antropóloga Elizabeth Burgos: dos revolucionarios profesionales que en su día alcanzaron el poder republicano a través del presidente Mitterrand. Como otros deslumbrantes progenitores de esa generación, digamos que a su hija no se lo pusieron fácil. Cuando te han educado como a una descendiente pura del Mayo del 68 y en 1986, con 10 añitos, te has descubierto en un campo en Cuba aprendiendo a disparar un fusil, ¿cómo rebelarse contra la autoridad paterna? ¿Cómo madurar en esa burbuja cultural y política parisina que evolucionó de la guerrilla latinoamericana al palacio del Elíseo sin excesivo examen de conciencia? Ante tanta severa ortodoxia izquierdista, ¿cómo conquistar la individualidad? Ese era el tema de su libro anterior y allí ya aparecía una anécdota que determinaría su vida. En su habitación colgó de pequeña la fotografía de un hombre “tan apuesto como un actor de Hollywood”: Juan Carlos I vestido de gala. Cuando el padre intentó tapar una imagen que era una afrenta substituyéndola por otra de Mitterrand, ella escapó.
Luego la Transición a través de Juan Carlos fue el objeto de su tesis para obtener el máster de Historia Contemporánea en la Sorbona. En 2013, publicó una extensa biografía sobre el monarca en francés. Se tradujo al español en 2014 y ese año lo entrevistó para un documental que luego emitiría la televisión pública francesa. Hace pocos meses, tras visitar al emérito en Emiratos Árabes, escribió Mi rey caído. Se acaba de traducir al español. Ahora el tema es otro, opuesto: su devoción por el rey emérito. Casi una fe. Es un juego de espejos donde se reflejan ella y su familia, el Rey y una falaz idea de España (“su destino siempre fue una excepción”). Hay muchos pasajes del libro donde se revela el juego, tal vez sin querer. Pocos tan significativos como su visión de Felipe VI. “Es perfecto, demasiado perfecto”. O al regalar al Rey una fotografía, otra, durante su primer encuentro: aparecen Juan Carlos, su padre y el amigo de la familia Jorge Semprún. O al relatar su primera visita al palacio de La Zarzuela, sin poder evitar recordar una acción antifranquista de sus padres en Madrid. “Me atormenta una vocecita en mi interior”.
A lo largo del libro Debray necesita repetirnos un relato providencial sobre el cambio de régimen en el que Juan Carlos actúa como protagonista central. Lo dice él y lo dice ella. Da igual que dicho relato haya sido sustancialmente complejizado por la historiografía más ecuánime o por libros tan honestos como Un rey en la adversidad, de Zarzalejos, o documentalmente tan reveladores como El jefe de los espías, de Fernández-Miranda y Chicote. Ella no quiere modificar su perspectiva. Tal vez porque no pueda. Como si la falta de ejemplaridad del rey emérito pudiese obligarla, otra vez, a la enésima reflexión sobre su propia vida. Como si la revisión crítica de la Transición, que al fin y al cabo creó las condiciones para la fáustica impunidad del Monarca, fuese una amenaza para la estabilidad de su entramado institucional y no una garantía de su fortaleza.
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