Juan Ignacio Vidarte: “Hoy no sería posible crear el Guggenheim Bilbao”


Juan Ignacio Vidarte (Bilbao, 66 años recién cumplidos, casado y con dos hijas) lleva un poco menos de la mitad de su vida con las palabras “Guggenheim Bilbao” grabadas a fuego. En 1992, cuando el joven y brillante licenciado por la Comercial de Deusto ya había tenido tiempo de cursar estudios de posgrado en el prestigioso Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT) y de vivir intensamente el mundo de la gestión política, económica y fiscal en la Diputación de Bizkaia, fue nombrado director del consorcio que daría vida al primer satélite mundial de la marca creada en 1937 por el multimillonario y filántropo estadounidense Solomon R. Guggenheim. En 1996, Vidarte fue designado director general del museo, que abrió sus puertas en octubre de 1997 y que este año cumplirá sus bodas de plata tras un cuarto de siglo de éxitos.

La institución a la que dio forma de titanio el arquitecto Frank O. Gehry transformó literalmente la vida de toda una ciudad. El denominado efecto Guggenheim fue estudiado en las mejores escuelas de negocios y objeto de debates y congresos por todo el mundo. Pero la génesis no fue fácil: el escepticismo social, la dificultad del consenso político y el terrorismo de ETA (que asesinó al ertzaina Txema Agirre el 13 de octubre de 1997 ante las puertas del museo) marcaron los balbuceos del que quizá siga siendo hoy el mayor exponente español de las posibilidades económicas de la cultura. En cuanto a Juan Ignacio Vidarte —un gestor ajeno al mundo académico o empresarial del arte, pero rodeado siempre de estrechos colaboradores en materia artística—, el consenso en torno suyo y la energía personal parecen irrompibles: 25 años como director y ni una arruga.

El director del museo bilbaíno, sentado en su despacho. Vidarte lleva al frente de la institución desde su apertura en 1997. Markel Redondo

El suyo es un caso de verdad llamativo. 25 años como director de un museo. Juan Ignacio Vidarte ya casi parece una obra más del Guggenheim Bilbao.

[Risas] Bueno, en realidad llevo más de 25 años, porque empecé en 1991 como director del consorcio que se creó para desarrollar este proyecto. Así que llevo viviendo con esto 30 años. Eso demuestra mucha paciencia por parte de mis jefes, del patronato y también de las instituciones políticas, porque siempre han creído en un proyecto de futuro, a largo plazo.

Treinta años de una vida son muchos años. ¿Nunca se planteó tirar la toalla?

Son muchos, son muchos, y claro, los riesgos son la pérdida de frescura, el anquilosamiento, la pérdida de tensión como consecuencia del éxito y sobre todo el bloqueo de relevos generacionales que resultan imprescindibles.

No estará aprovechando esta entrevista para anunciar que, coincidiendo con los 25 años, se va, ¿no?

No, de momento no, ¡ja, ja, ja! De momento es una reflexión de carácter general.

Tiene fama de discreto, serio, tenaz y “conseguidor”. ¿Le ayudó su formación jesuita en Indautxu y Deusto a forjar ese armazón?

Para lo bueno y para lo malo, creo que soy un puro producto de la factoría jesuítica. Bastantes de esos valores están en mi carácter. Y desde luego hay una cuestión que viene de ahí, y es la convicción de que las cosas hay que trabajarlas, y al máximo, y todo el tiempo.

El famoso efecto Guggenheim… ¿está ya amortizado o sigue su curso? ¿También eso hay que trabajarlo al máximo y renovarlo todo el tiempo?

Por supuesto. Algo esencial para cualquier institución es saber que el futuro depende de las decisiones que se toman hoy. Y que por muy bien que las cosas vayan hoy, si no tomas decisiones para adelantarte al futuro, es muy probable que este sea peor que el presente. Y es cierto, la gente relaciona hoy el Guggenheim Bilbao con el éxito, pero este proyecto, cuando nació hace 30 años, no se veía así ni mucho menos. Había críticas, se veía como algo…

… antipático, casi.

Muy. Y eso tiene una lógica, porque hablamos de un proyecto —y yo creo que es uno de los gérmenes de su éxito— de innovación disruptiva; es decir, un proyecto que creaba algo que no existía, que rompía esquemas, que se anticipaba, y en la anticipación siempre hay un riesgo. Se planteó como un proyecto en el que la inversión cultural era un elemento fundamental —el catalizador, diría yo— de un proceso de transformación mucho más amplio. Eso hoy se ve con normalidad, pero hace 30 años se veía como un disparate. Y esa idea del potencial transformador de la cultura no se refirió solo a lo que todos conocemos de enriquecimiento espiritual, humanístico, artístico, sino también a lo material, lo urbanístico, lo económico, la proyección exterior y lo psicológico en una comunidad.

¿Qué cambió para que todo fluyera?

Dos cosas. Una, que los museos empezaban a ser algo diferente a lo que siempre habían sido… sin dejar de ser lo que siempre han sido: espacios donde se atesoran, se conservan, se investigan y se presentan al público unas obras de arte. Pero además empezaban a ser algo distinto, lo que hoy claramente son: espacios de interacción social.

“Destinos experienciales”, los llaman ahora.

Sí, y esa idea de la experiencia es también algo innovador en este museo. Porque cuando se concibió en los años 1991-1992, quienes criticaban el propio edificio y argumentaban que era contrario a las obras de arte porque iba a competir con ellas…

Que no era más que una escultura gigante y carísima, decían, y que solo traería una “cultura Disneylandia”, llegó a decir Jorge Oteiza…

Eso es, pero se olvidaban de una cosa: que lo importante en un museo es la experiencia que provoca en el visitante, y la experiencia no es solo el resultado del contenido, que es fundamental, sino también del contexto, de cómo ese contenido es presentado. Y para eso la arquitectura puede desempeñar un papel fundamental. Y aquí lo hace.

Juan Ignacio Vidarte tiene como prioridad actual la celebración de las bodas de plata del museo. Markel Redondo

Hoy en los museos se habla del “relato”, “el mensaje”, “los documentos” y “las redes” casi más que de las propias obras y de la historia del arte. El Museo ­Nacional Reina Sofía puede servir de ejemplo. ¿Adónde vamos? ¿Cómo lograr el equilibrio sin volvernos locos?

Creo que los museos no deben ser de autor. Lo cual no quiere decir que el responsable del museo no tenga su criterio y su sello, pero han de estar basados en su interpretación de los intereses fundamentales de la institución. Un museo no tiene que depender del carácter del director, sino de la personalidad que ha ido forjando la propia institución.

Se llega a hablar del “no-formato”, del “no-soporte”, se antepone “el concepto”.

El valor fundamental de un museo es propiciar una experiencia física y presencial del visitante con las obras de arte. El mundo virtual es inmenso, y hoy hay infinitas formas de disfrutar e interactuar con las obras además de las que ofrece el espacio del museo, y eso lo hemos comprobado con la pandemia. Pero creo que el papel de la obra real, de la obra física, sigue siendo fundamental. Un museo es una institución social donde se cuentan historias a través de colecciones y exposiciones, no algo aséptico.

¿No hay a veces en las grandes instituciones culturales un exceso de solemnidad y de elitismo y una excesiva alergia a conceptos como “divertido”, “heterodoxo” o “popular”?

Cada museo es distinto y es bueno que así sea. Una parte de nuestra identidad es hablar al mundo desde la periferia. Esto no es París, ni Nueva York, ni Londres, ni siquiera Madrid. ¿Cómo lo hacemos? Mediante la conexión en red, porque tenemos el privilegio de una relación especial con la Fundación Guggenheim de Nueva York o la ­Peggy Guggenheim en Venecia, que nos permiten abordar grandes proyectos. Otra parte de esa identidad nuestra es que nos dirigimos a una audiencia universal. Nuestro interés es que nuestra oferta atraiga a todo tipo de público. Y el entretenimiento es un instrumento para ello.

Está hablando de heterodoxia, frente a ortodoxia.

Es que la ortodoxia marca siempre unos límites muy rígidos que excluyen mucho. Una de las claves del mundo de los museos es cómo afrontan su papel en el campo de la diversidad y la accesibilidad. Con accesibilidad no me refiero solo a que no haya barreras de movilidad o sensoriales, sino a que puedan acceder personas con niveles de interés, formación y conocimiento muy diversos.

Bueno, quizá ahora haya un tercer nivel de obligatoria ejecución para ustedes, además de la accesibilidad “física” y “de nivel educacional”: la referida a ámbitos como el neofeminismo, el ­antirracismo, el anticolonialismo…

Efectivamente.

El Museo Guggenheim de Nueva York destituyó a su conservadora jefa, Nancy Spector, tras denuncias internas de “un clima de dominación blanca”. Llegó al cargo Naomi Beckwith, quien exigió “más mujeres y más minorías”. La Tate Modern de Londres reorganizó su colección de manera “más plural y femenina”. El Prado organizó la muestra Invitadas. Fragmentos sobre mujeres, ideología y artes plásticas en España. Ustedes han organizado la exposición Mujeres de la abstracción. ¿­Supone todo esto un nuevo paradigma? ¿Cambiarán las reivindicaciones sociales la programación de los museos?

Nosotros hemos tenido toda la programación del museo en otoño y en invierno dedicada exclusivamente a artistas mujeres. Y no por decisión impositiva ni discriminación positiva, sino por una realidad que se va imponiendo. Los museos somos criaturas que estamos en el ámbito de la sociedad y de la historia, y nos afecta todo lo que ocurre. Y como consecuencia de esa revisión de la injusticia en la valoración de las aportaciones al arte de determinadas personas por ser mujeres, o por ser de otras razas que no sean la blanca, o por vivir en lugares que no sean Europa Occidental o América del Norte, hay un replanteamiento general. Ahora bien, el riesgo es que todo eso se constituya en el criterio. No podemos caer en el error de transformar la programación de los museos con el único objeto de reparar viejas injusticias. Y también hay que tener cuidado a la hora de revisar la historia, y hacerlo con ojos críticos, por supuesto, pero no trasladar los criterios de hoy al mundo del pasado, porque eso nos puede llevar, en aras de reparar injusticias del pasado, a cometer injusticias en el presente.

La inconfundible silueta del edificio creado por Frank O. Gehry manda en el ‘skyline’ de Bilbao.álvaro garcía

Además de dirigir el Guggenheim Bilbao, usted es miembro de la Fundación Solomon R. Guggenheim. ¿Hay instrucciones desde la casa madre relativas a esa necesidad de reflejar en la programación esas “nuevas sensibilidades”?

Sin ninguna duda. Yo creo que, afortunadamente, en Europa estamos en un punto de mayor equilibrio en esas cuestiones. La situación en Estados Unidos en estos dos o tres últimos años se ha exacerbado mucho y está afectando a todas las instituciones del país, y nos ha afectado profundamente en la fundación. Yo creo que la llegada de Naomi Beckwith es una oleada de aire fresco porque es de una nueva generación y viene con una sensibilidad claramente definida, pero con un equilibrio en la visión de las cosas. Somos conscientes de que en 2022 estamos en una etapa distinta a 1992 y que eso va a implicar cambios profundos en la programación, en el desarrollo de las colecciones y en la propia operativa de las instituciones, pero espero que podamos hacerlo manteniendo el equilibrio, de manera que ese factor no se convierta en el único criterio uniformizador de todo lo que hagamos.

Beckwith es mujer, negra y especialista en cuestiones identitarias, feministas y antirracistas. Entiendo que su llegada a un puesto así es la demostración, hecha persona, de todos estos cambios…

Eso es así, pero ella añade una valía profesional y personal contrastada que es lo que hace que tengamos esperanza en que los pasos que se van a dar se den con equilibrio.

Usted es desde 2008 responsable de estrategia global de la Fundación Solomon R. Guggenheim. No parece que los planes de expansión de la marca vayan muy bien. El proyecto del Guggenheim Helsinki fue tumbado por el Ayuntamiento de la ciudad. El Deutsche Guggenheim de Berlín cerró sus puertas. Y el proyecto Guggenheim Urdaibai (Bizkaia) sigue en compás de espera…

Bueno, se le olvida el proyecto que sí está en desarrollo, el Guggenheim Abu Dhabi.

Tiene razón [su apertura está prevista para 2025 o 2026].

El éxito del museo de Bilbao hizo que surgieran propuestas de proyectos en muy diferentes partes del mundo. Helsinki tuvo un grado de desarrollo muy avanzado, era un proyecto ejemplar con un gran apoyo de la sociedad civil. Pero en el momento clave, el Ayuntamiento, por pugnas políticas, votó en contra y todo se vino abajo. El proyecto de Berlín cumplió sus plazos, funcionó bien durante 10 años, pero yo creo que las ideas del banco alemán [Deutsche Bank] para su colección iban por otro lado. Urdaibai está en nuestra visión estratégica de futuro desde 2007, dentro de los planes de ampliación. Una ampliación no tanto cuantitativa, sino cualitativa, casi como una antítesis del Guggenheim Bilbao. Frente a un museo tradicional y urbano de arte moderno con visita más o menos rápida, esto es un museo en la naturaleza, más centrado en los procesos, y con una visita lenta. Pero en 2009, con la crisis, se vio que no era el momento, porque no habría las necesarias aportaciones públicas. El proyecto quedó sobre la mesa y ahí ha estado 13 años. Hasta que ahora, con la posibilidad de los fondos ­europeos Next Generation, se abrió una nueva oportunidad.

Entonces, ¿qué falta?

Es un proyecto muy complejo para el que hace falta tejer una red de complicidades institucionales que garantice la viabilidad, y la verdad es que hasta ahora no hemos sido capaces de tejerla.

Sí se pudo tejer hace 30 años para dar a luz al ­Guggenheim Bilbao, ¿no?

Exacto.

¿Sería posible hoy, con el actual panorama político y el nivel general de los políticos, un acuerdo así?

Pues no, políticamente hoy no sería posible. Con la situación que vivimos, crear un proyecto tan rupturista como el Guggenheim Bilbao no sería posible. Fue un proyecto muy coral, y hoy…

Hoy tenemos un fenómeno político que se llama “Me gusta ese proyecto, pero como lo apoyas tú, yo no lo apoyaré”, ¿no?

Pues sí. No quiero parecer el abuelo Cebolleta, pero en aquella época había políticos dispuestos a asumir decisiones que podían ser muy impopulares a corto plazo. Estos proyectos exigen liderazgo. Y el liderazgo es precisamente eso. Ponerse al frente de la locomotora cuando ya va a 200 por hora es muy fácil.

¿En qué estado está hoy ese consenso político en torno al Guggenheim Bilbao?

Está bien. Hombre, algo que el Guggenheim no ha conseguido y que por ejemplo sí ha conseguido El Prado es un consenso político de que es algo que está por encima del bien y del mal, y que siempre hay que protegerlo y respaldarlo. Eso con el Guggenheim no pasa. Hablo a nivel político. A nivel social creo que sí se da. Tenemos una red de apoyo de 100.000 seguidores. El comité de amigos son unos 22.000. Y hay ciento y pico empresas que nos apoyan. Todo eso explica nuestra fortaleza.

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