Jueces de partido

Donald Trump y Amy Barrett posan en la Casa Blanca el pasado martes.
Donald Trump y Amy Barrett posan en la Casa Blanca el pasado martes.CNP/ABACA / GTRES

Apenas a ocho días de la elección presidencial, el Senado de Estados Unidos ha ratificado el nombramiento de Amy Coney Barrett como magistrada vitalicia del Tribunal Supremo, la máxima instancia judicial que ejerce el control de constitucionalidad. La juez Barrett, conservadora, antiabortista y próxima a un grupo católico ultra, sustituye a la legendaria Ruth Bader Ginsburg, fallecida el pasado 18 de septiembre, la juez que mayor huella progresista y feminista ha dejado en la jurisprudencia constitucional. El nombramiento, el tercero que realiza Donald Trump para el Supremo, ha prosperado con una inusual velocidad, evidenciado así la hipócrita contradicción del Partido Republicano, que en 2016 obstruyó el nombramiento de un juez seleccionado por Barack Obama a diez meses de la elección presidencial gracias a su mayoría en el Senado. Todo el proceso desprende un intenso olor partidista que solo deteriora la democracia estadounidense.

El Partido Republicano es minoritario en el conjunto del país, pero, gracias al sistema electoral, ha adquirido democráticamente el control de las instituciones más determinantes. En seis de las siete últimas elecciones presidenciales —todas excepto la reelección de George W. Bush— el candidato demócrata tuvo más votos que el republicano. El Senado que ratificó este nombramiento cuenta con una mayoría republicana surgida —gracias al sistema de dos representantes por Estado— de unas votaciones que otorgan a los demócratas una amplia mayoría del voto popular conjunto. Todo ello plantea motivos de seria reflexión sobre el sistema.

En cualquier caso, el actual Tribunal, con seis jueces republicanos frente a solo tres demócratas, ofrece escasos márgenes para el mantenimiento de la imagen de imparcialidad que le ha proporcionado su prestigio. De él dependen cuestiones trascendentales para los votantes, como el futuro del sistema de salud reformado por Obama, el derecho al aborto, el libre comercio y exhibición de armas, la legislación sobre igualdad y muchos otros asuntos de máxima importancia. La instancia judicial podrá plasmar el futuro del país, y el riesgo es que lo haga con una importante parte de la ciudadanía escéptica sobre su imparcialidad y representatividad. Un grave problema.

Una institución como el Supremo, que debía servir como contrapeso y garantía para evitar la dictadura de la mayoría, se ha convertido en pieza central de la hegemonía de una parte que obtuvo la presidencia o el control del Senado legítimamente, pero con voto minoritario. A ella corresponderá arbitrar en las elecciones del próximo martes en el caso probable de litigio sobre el recuento y los resultados. Ojalá no ocurra y ojalá, si es el caso, la democracia estadounidense logre gestionarlo con pulcritud y estabilidad.


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