Cuando su madre se moría, Julián Herbert (Acapulco, 1971) se sentó a su lado a limpiarla. Y a escribir. Canción de tumba (Random House) es la historia de esa madre, que se ganaba la vida como prostituta, y la suya propia, plagada de huidas y búsquedas en las adicciones. También su poesía o cuentos son una celebración desatada y una lucha contra sí mismo, su miedo y su soberbia. “Lo malo de ser hijo de una puta es que muchos actúan como si la puta fueras tú”, dice mientras caminamos en Ciudad de México. Pide que le disculpe: él tiene que andar por el lado de la calzada. Es su instinto protector. “O machista, si quieres”. En un puesto de tacos pide un sidral. No para de dar pesos a todo el que le pide. “Es parte de estar aquí. En Saltillo es distinto”. Acaba de llegar en autobús para devolver a su hijo Leo a su madre. Tiene dos hijos anteriores. “Y la hija de Sylvia, de 18 años, que he adoptado”. ¿De dónde saca fuerza para casarse cada vez? “Le tengo mucha fe a la vida de pareja”.
“Soy un huérfano cínico, ex hijo de puta que ha leído a San Juan de la Cruz: sé que la tribu no me dará palabras más puras que las vulgares de Lorenzo Santamaría para hablarle a mi hijo: ‘Para que no me olvides, ni siquiera un momento”. ¿La vida está en esas canciones?
Son una de las grandes escuelas. Pero varía. El Gangnam Style no me dice nada. Y Bad Bunny, tampoco. Lo tradicional es lo que va quedando.
¿Hace falta que nos haga llorar?
Puede hacernos bailar. Dos o tres de Madonna. O Zorba el Griego, que tras la muerte de su hijo baila de dolor. El baile y el llanto tienen una conexión profunda.
Cuando reivindica a Santamaría, ¿crítica el esnobismo de cierta escritura?
No. Creo en el lenguaje culto. Lo que no encuentro es distancia. Mi trabajo es reducir esa distancia artificial entre la alta y la baja cultura.
¿Qué la ha provocado?
Pasar la vista por encima de las cosas y no entrar en ellas. Venía caminando con el GPS. Es enloquecedor. Uno puede sentarse a mirar un mapa o caminar, pero las dos cosas a la vez…
Cuando quiso ser padre con 21 años, su madre le dijo: “Ya no eres mi hijo, cabrón, no eres más que un perro rabioso”.
Mi mamá creció con un lenguaje sumamente violento. Su experiencia del mundo era la que reflejaba su lenguaje. Palabras que me resultaban habituales hace 15 años ahora me parecen violentas.
¿Por ejemplo?
Cabrón. Aprendí a ser muy mal hablado desde niño, pero en mi casa no se decían obscenidades: ni referencias a partes del cuerpo ni asuntos sexuales. Mientras me relacioné con mujeres de mi misma clase social no era un problema. Mis últimas dos parejas vienen de la clase media ilustrada. No me han impuesto un lenguaje, pero la experiencia cambia. La forma violenta del lenguaje tiene momentos de insulto y momentos en los que la costumbre hace que no se perciba como insulto.
A su madre acabó limpiándola cuando estaba “borracha de transfusiones”. ¿Hay forma de amor mayor que cuidar?
La gravedad y la gracia, de Simone Weil, dice que no podemos dar a quienes amamos más de lo que nos da una obra de arte: que nos mejora la vida porque existe. Para mí, ese es el sentimiento del amor: dar. Creo que los sufrimientos amorosos tienen que ver con que no podemos dejar de ser egoístas. El amor no hace sufrir. Es el egoísmo de querer que las cosas sean como tú quieres y las personas se queden y no se mueran sometiéndose a tu voluntad. Eso no es amor. Son cosas que estorban al amor y a las que no podemos renunciar porque no somos monjes.
Acompañando a su madre, durante su leucemia mielítica, escribió su obra maestra Canción de tumba, a tumba abierta como casi todo lo que hace. ¿Fue un escape? ¿Una defensa?
Creo en la experiencia radical de la escritura. No quisiera escribir de otra manera. Aunque dejé de escribir poesía cuando Leonardo aprendió a hablar: qué flojera escribir obras maestras sin parar como esos novelistas tipo Vargas Llosa.
Habla de Leo, como si no tuviera tres hijos.
Nació cuando yo ya era un hombre más enfocado en la paternidad. Pero tiene 12 años. Está a punto de salir de mi marco de referencias. Adoro ser papá.
¿Cuál es el cansancio del padre?
El normal es físico: seguirlo cuando aprende a caminar. Pero lo extenuante es el asunto de las neuronas-espejo: uno siempre está leyendo a los demás en cada rasgo.
¿Tiene que ver con la ausencia de un padre en su vida?
Seguramente. No sé porque no tengo esa experiencia. Mi experiencia de ser hijo está acotada a ser hijo de mi mamá.
Guadalupe, Lorena, Vicky, Juana. Su madre cambiaba de nombre como las de otros cambian de peinado.
Era una experiencia de la identidad. Y la mexicanidad. Una de las formas de expresar el clasismo aquí es sabiendo cuántas generaciones has sido dueño de tu nombre. No lo vi hasta que jugué con eso en la novela. Los que no venimos de ningún lado no venimos tampoco de ningún nombre.
Su nombre de prostituta, Marisela Acosta, era fijo.
Sí. El único. Mi abuelo biológico se llamaba Pedro Acosta, aunque a ella la adoptó mi abuelo Marcelino.
De sus cuatro hermanos, solo usted viajaba con ella. Y cambiaba de colegio: Acapulco, Laredo, Oaxaca. ¿Por qué?
Mis hermanos se enfadarán, pero pienso que era su consentido. O esa es la fantasía que me hago. De ella aprendí a ir por el mundo como si todas las cosas fueran tuyas.
¿Sintió también lástima por ella? ¿Vergüenza?
De niño, no. Me dio en algún momento pena ajena verla muy borracha cuando volvía de trabajar. Su trabajo me avergonzó de mayor. Estaba muy resentido.
¿No sintió agradecimiento porque los sacara adelante?
Es que en la adolescencia te resientes con tu papá incluso si es Carlos Slim. Yo tenía además buenas herramientas para articular mi resentimiento: la pobreza, la prostitución. Eso se volvió para mí un tabú. Para mi hermano mayor, que vive en Japón, sigue siéndolo.
Vivieron en un cuarto levantado con bloques de hormigón y un techo de cartón donde entraban a gatas. Escribió: “Tres años de pobreza extrema no destruyen”. ¿Qué destruye?
Esa frase hoy la veo demasiado entusiasta. Hubo huellas que surgieron después. Lo que hace sangrar las heridas, viejas o nuevas, siempre es lo mismo: el orgullo, la soberbia. Lo que me ha hecho pedazos siempre no ha sido lo que he sufrido, sino no saber administrar las recompensas de la vida. No tener espesor emocional ni una visión suficientemente generosa. Lo más destructivo ha sido, y sigue siendo, lidiar con la soberbia. Soy un hombre muy soberbio. Eso es veneno puro. Y siempre se disfraza de una cosa nueva.
De un desahucio salvó las Obras completas de Oscar Wilde y el tomo 13 de la Nueva enciclopedia temática. ¿Cómo llega a leer y escribir quien no tiene nada?
No necesitas ni ser pobre ni ser rico para escribir. Va a suceder. Uno fantasea con eso, pero pienso que lo supe siempre.
Margarito J. Hernández, el último marido de su madre, le dijo que sería escritor.
Sí. Cuando mi madre me enseñó las primeras letras y logré escribir una palabra lloré. Walter Benjamin cuenta que empezamos a leer antes de saber leer: uno lee el clima, las expresiones… Antes del lenguaje ya existía una forma de leer.
También le recomendó que se fuera de México, que aquí era peso muerto.
Es la lectura de los periodistas: los escritores no le sirven de nada al país.
¿Era periodista?
Del tipo rancho-corrupto mexicano con una visión utilitaria y cínica. ¿De qué vas a vivir? Vas a morir de hambre. Mi hermano Jorge también creía que había que irse de México.
Y se fue a Japón.
Sí. Yo no me fui ni de Saltillo. Un poco para ir contra esa opinión.
¿Se quedó por resistencia?
Puede. Pero todo el tiempo tengo que vigilar que no sea mi soberbia.
¿Por qué salvó las Obras completas de Oscar Wilde?
Para ir en contra de ellas. Es un gran maestro de lo que no quisiera ser. Me gusta mucho que estemos aquí donde las mesas están medio jodidas. Vivo en un edificio viejo frente a una zapatería que antes era un cine. En los cuarenta, Edward Hopper pasó por Saltillo y pintó ese cine que veo todos los días. No es que yo viva allí por eso, pero por qué tiene que venir un tipo educado en Chicago para decirte que eso es importante y aquello otro bonito. ¿Por qué no puedes verlo tú? Si estás pensando en irte, no lo ves.
Se queda, pero es autocrítico.
Creo en la figura de los aguafiestas. La única manera en la que pueden cumplir con su deber es yendo a una fiesta. La relación que tengo con México es intensa pero alejada del mexicano perpetuamente enamorado de su tierra.
¿López Obrador se ha vuelto muy populista?
Hay algo que cuesta ver desde fuera y desde ciertas clases sociales que se preguntan cómo es posible que siga teniendo tanta aceptación. Tras 70 años de gobernantes que nos han arruinado, es difícil cuestionar los errores de un tipo que lleva tres años montando un desbarajuste. No es que no haya corrupción ahora, seguro que hay mucha de la que todavía no nos hemos enterado. No es que el Gobierno sea honesto. Pero sí creo que hay un cambio de dinámica respecto a la corrupción. Y ese tema no se alcanza a ver. Creo que ha habido decisiones legislativas de largo plazo, como realizar consultas. Hacer el plebiscito ahora para él es decorativo: una manera de demostrar que tiene el poder. Pero como norma legislativa de futuro es importante. Significa que el presidente deberá enfrentarse a un control. Esas decisiones serán buenas a largo plazo. Pero lo que se ve ahora es nefastísimo. Se parece demasiado al pasado.
Se define como hartista: hace arte con el hartazgo.
Supongo que aprendí a ir a los extremos. Yo quiero más, de todo.
¿Le viene de la pobreza?
Seguramente. Pero aunque sigo lidiando con esa necesidad del hartazgo, ya no lo veo como una virtud, sino como uno de mis defectos. Es una de las múltiples encarnaciones de la soberbia.
Hay mucho humor en lo que escribe.
Creo que viene de mi mamá, en el fondo sabes que todo es un poco ridículo, dramático pero chistoso. Poderte burlar de ti mismo es importante. Hay una sensibilidad que reacciona peor o mejor al ridículo. En parte viene dada por la cultura y en parte por el temperamento. Todos hemos estado haciendo el amor en una posición ridícula, ¿no? Casi todo puede ser ridículo. Piénsalo: tú y yo no nos conocemos y estamos hablando como si nos conociéramos desde hace 30 años.
Las drogas le dieron para un libro, Cocaína. “Tu novia te quiere, pero las montañitas blancas te quieren más”.
Son un sustituto de muchas cosas: una pareja o haber crecido sin padre. Todos somos yonquis de algo.
¿Sintió la tentación de pensar que cualquier derrumbe le iba a convertir en mejor escritor?
Lo importante es la condición yonqui. No se me ha quitado. Ni se me va a quitar. Me engancharé con otras cosas. La diferencia es que ahora, cuando estoy crudo y me levanto por la mañana, tengo claro con qué tiene que ver mi sensación de resaca: con haberme burlado de alguien, con haber controlado un grado de ira. Son los restos de la vida emocional. He descubierto que necesito estar sobrio para poder ver esos restos y armar algo con eso. De la otra manera, la resaca es como la plastilina, que llega en colores y al mezclarla se vuelve toda de color marrón y pierde los colores. Si te detienes cuando todavía existen los colores, con eso se puede construir.
Ganó 100.000 pesos por un libro y compró bourbon y cocaína con la voluntad de suicidarse. Tenía dos hijos. Había dejado y vuelto a la cocaína.
Uno está tan obsesionado con el límite de la droga o de la pasión que se olvida de una paradoja: el único límite que te falta es la calma. Dicen que llegas al fondo y lo ves. Pero mi experiencia era que siempre puedes degradarte más. Tienes una opción: ser una persona común y corriente, que la mayoría no quisiéramos ser, o seguir entrando en una forma de oscuridad de manera permanente.
Lleva sobrio tres años.
Estoy ahora como recién licenciado, comprendiendo la sobriedad.
¿Cuántas veces lo ha dejado y ha vuelto?
Como cinco. Pero nunca había estado tres años. Ahora estoy en un programa. Antes siempre pensé que mi voluntad iba a poder controlar eso.
La soberbia.
Exacto. Aceptar que no podía fue liberador. Hace años hice un viaje a Baja California. Un pescador me contó su vida. Era muy hablantín. Dijo que siempre había sido pescador clandestino. Y hacía poco había entrado a trabajar como comisario del mar. “Me mandaron al mar para sacarme del mar”, decía. Entraron a su casa a revisarla y no encontraron nada. Pero esa noche él se despertó para mirar a sus hijos y al día siguiente pidió trabajo. Le dije que escribiría esa historia. Y hace algo más de tres años, Leo estaba conmigo un fin de semana. Me hice unas rayas y fui a ver cómo dormía. Me acordé de la historia del pescador. No fue una gran aventura. Fue eso: verlo.
No hay sobredosis mayor que la realidad.
Aprendí que hay trucos para curarse. Me levanto a las seis de la mañana. Hago una serie de lecturas. Medito. Corro cinco kilómetros. Subo y bajo las escaleras. Hago una hora de pesas. Eso me toma hasta las once de la mañana. Pero me da resistencia. Llego arrastrándome a la medianoche. Y ahí necesito cortar lazos. Menos con Sylvia [Georgina Estrada, también escritora y su pareja], corto con el resto del mundo. Y, claro, no eres buen amigo, no eres buen anfitrión. Jamás había disfrutado de la soledad no creativa. Cuando levantas pesas no tienes chance ni de pensar.
Al final tienen razón los fanáticos del gimnasio.
Hay una cosa de ellos que no me gusta: están muy preocupados por cómo se ven.
Es una religión y para usted una salvación.
El control del cuerpo te da distancia.
A la edad de Leo, su hermano mayor lo salvó de ser violado por lo menos en tres ocasiones. Y le explicó cuáles eran los riesgos con los que tendría que vivir hasta convertirse en adulto.
La violación podía llegar de otros niños, de profesores, de adultos… Ojalá se tratara solo de protegerte de la curiosidad de otros niños.
Su hermano Jorge lo salvó porque él lo había vivido.
Sí. Me quiso avisar. Es un tipo fuerte. De esos peces que nadan con agresividad. Desde joven dijo que quería saber idiomas, salir del país, tener tres hijos, y… lo ha hecho.
Desde los 33 años canta en bandas de rock con nombres como Madrastras, La Dictadora, Bruja…
Ahora el grupo se llama Los Tigres de Borges.
¡Menos mal!
La música fue lo primero que llegó. Empecé escribiendo canciones con 15 años. Y con 18 cantaba en bares de Saltillo por unas monedas. Nunca he sido notable. Como dice Borges, con muy poco éxito, pero con mucha vocación.
De Saltillo, donde vive, ha escrito: “Se habla del problema de la entrada de droga en la frontera, no del tráfico de armas”.
El fiscal de EE UU considera que las drogas son ilegales en origen. Las armas, no. ¿Cómo llegan las armas a México? Los narcos tienen una cantidad de armamento impresionante que no se fabrica aquí. El periodismo no lo está cubriendo. Estados Unidos acusa a México de la entrada de drogas, pero la de armas ni se considera.
¿Qué teme ahora?
No entender cómo lidiar con las cosas de la manera menos destructiva posible. Lo que yo no entendía antes es que las crisis tienen una razón de ser. Y lo que necesito es verlas venir. Y aceptar que no tengo control sobre lo que va a venir. A Leo le van a pasar muchas cosas que yo no voy a poder controlar. No sé si Sylvia se va a enamorar de otro. No sé si tendremos dinero suficiente. Antes todo eso era mi sentido de la realidad. Ahora acepto la incertidumbre. Es esperanzador saber que hay una crisis a la vuelta de la esquina.
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