Un día de agosto de 1986 dos hombres de negro se anunciaron en el Hotel Pikes de Ibiza, lugar de hospedaje de George Michael, Grace Jones o Freddie Mercury. Dijeron venir de parte de un cantante “muy famoso” que quería aislarse allí unas semanas. Necesitaba ocho habitaciones. El hotel tenía 20; el cantante las quería para el día siguiente: tras un concierto en Nueva York volaría en su avión privado a la isla. En Ibiza se desplazaba en una caravana de cinco coches blancos y alquiló, para esos días, un yate, un velero y una lancha. Julio Iglesias nadaba por las mañanas, tomaba el sol en alta mar, recibía la visita de ¡Hola! y tenía cada día marisco gallego que le preparaban sus propios cocineros. Vivía rodeado de mujeres que iban y venían de su lado y entraban y salían de su suite bungaló por un acceso privado. Se ganó a las autoridades locales de tal manera que un sargento de la Guardia Civil, que investigaba el hotel por el posible tráfico de drogas (“si tomabas una bebida en el bar, era probable que te encontraras una raya de coca. ¿Significa eso que vendíamos? En absoluto. Quizá ese extra viniera con la bebida”, dijo su propietario, Tony Pike), terminó acudiendo a la fiesta del 41 cumpleaños de Freddie Mercury, que duró varios días en los que se bebieron 350 botellas de Moët Chandom y se rompieron 250 vasos, según la factura.
Julio Iglesias sobrevolaba todo aquello sin mancharse. Todos los testimonios recogidos por el libro coinciden en que le producía rechazo la cocaína, aunque su propio entorno consideraba inhumano el esfuerzo que hacía cada día y lo bien que se presentaba siempre, a pesar de no dormir, a sus citas promocionales. Mucho sexo con muchas mujeres muchas veces al día, mucho -muchísimo- sol y ropajes blancos en piel bronceada para las fotos de la prensa rosa. Había culminado su obsesión: “the top of the last step” (la cumbre del escalón final), era el cantante más vendedor del mundo, y se enfrentaba al último de sus terrores de una carrera repleta de inseguridades y éxitos: cómo seguir escalando y a dónde, tras poner el broche a la última y más asombrosa de sus conquistas, la de Estados Unidos. A ese trayecto a mediados de los 80, sus causas y consecuencias, dedica el músico y ensayista Hans Laguna Hey! Julio Iglesias y la conquista de América (Contra, 2022), un trabajo de 430 páginas en el que repasa con exhaustiva documentación y testimonios los años decisivos de la consagración de Julio Iglesias como artista universal.
Más allá de la caricatura del meme, más allá del personaje fagocitado por la prensa y que él se encargó de no desmentir, aparece la figura de un hombre cuyo éxito global se construyó, en esos años decisivos, sobre un trabajo desesperado por todo el mundo entre discos, conciertos y una campaña sin respiro de promoción para llegar a ser, por fin, el cantante de los 100 millones de discos. ¿Cómo seguir después de eso? “Actuar fuera de la Tierra: dar un concierto en otro lugar de la galaxia”, dijo quien reconocía ser adicto a la fama (“no puedo concebir la existencia de otro modo”) de tal manera que, “si los peces aplaudieran, cantaría en el mar”. “Sufre una adicción enfermiza al éxito”, dijo de él Alfredo Fraile, su mano derecha durante dos décadas.
“Los orígenes de esta obsesión”, dice Hans Laguna, recién llegado a Barcelona tras la gira mexicana de Nacho Vegas, con el que toca, “se situarían en su infancia”. Sus padres no eran felices juntos y aprendió a leer sus reacciones para complacerlos. “A esta capacidad para interpretar las demandas ajenas se le sumó en la adolescencia el deseo de sobresalir. Primero como portero y después, tras un accidente que casi le cuesta la vida y acabó con su carrera en el Real Madrid, como cantante”, explica el autor del libro. Cuenta Ramón Arcusa en el libro una historia que demuestra hasta qué punto Julio Iglesias consideraba insoportable el anonimato. Cuando se instaló en Miami, poco antes de comprarse su primer avión privado, “Julio paraba a muchas chicas o señoras en el aeropuerto y les preguntaba sonriente si sabían quién era él”. Las latinoamericanas, casi todas; las estadounidenses, casi ninguna. Pero para eso estaba en Miami: no para parar a la gente en el aeropuerto, sino para tener que huir de ella.
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“Julio siempre ofrece la misma versión de sí mismo, que también es la mejor versión de sí mismo”, dice Laguna. Tiene tres maestros: Frank Sinatra, Nat King Cole y Elvis Presley. “Tienen estilo, los reconoces al primer compás”. “Cuando el estilo está ahí, la voz es secundaria. La voz no debe ser perfecta. Una nota fría, afinadísima, larga, no tiene emoción ni significado. La voz lo que debe ser es absolutamente personal”, dijo en una ocasión. El estilo de Julio Iglesias, según concluye Hans Laguna, no solo se debe a que evita las situaciones que le pongan en aprietos, “sino sobre todo a que utiliza su técnica vocal para lograr que lo difícil parezca fácil”. Y por eso éxitos como Me olvidé de vivir, Hey o De niña a mujer abarcan al menos una octava y media; “este rango está lejos del que pueden cubrir cantantes con tesituras enormes como Axl Rose o Mariah Carey, pero si uno se pone a cantar encima de tales canciones descubrirá que tiene que gritar para llegar a ciertas notas que Julio ataca sin inmutarse, y sin utilizar el falsete”, escribe Laguna. “La clave de la imagen de un personaje no está en él, sino en lo que los demás perciben de él”, dejó dicho Fraile.
En 2017, muchos años después de cientos y cientos de declaraciones de todo tipo en las que llega a reconocer que dice “muchas tonterías” porque “me entrevistan todos los días y es imposible no decirlas”, Julio Iglesias mira atrás, a la época en la que conquistó América a lomos, entre otros, de Coca-Cola (Pepsi apostó por Michael Jackson; cada bebida, con su estilo), y dice de los años en los que vivió en el número 1100 de Bel Air (título de su primer álbum en inglés), los más agitados de su carrera, como una época en la que era “muy malo, muy malo”, y jugaba a ser “entre gilipollas y vividor”. También dijo que antes los sueños eran más generosos “porque eran más intuitivos”, y propuso un epitafio para él: “Dejó de soñar cuando pudo comprar sus sueños”. Hubo tiempo para un epitafio más: “No se quería morir”.
1100 Bel Air Place se grabó durante 16 meses en nueve estudios. Laguna registra nueve arreglistas, doce ingenieros de sonido y 79 instrumentistas en el disco. “La música moderna tiene una patria en el mundo de hoy. Y esa patria es Estados Unidos. Ahora hay que cantar en inglés para llegar ahí arriba, que es donde yo quiero estar”, dijo el cantante. “Esto es América, Maruja”, espetó a la escritora Maruja Torres, “esto es el progreso. Y Europa está acabada”. Aunque, consciente de su impacto, cambia el chip cuando viaja y dice: “Yo pertenezco al país donde canto. Si me preguntan en China, ‘de dónde eres’, digo que soy de China”.
Hey! Julio Iglesias y la conquista de América documenta la más insólita trayectoria de un artista español hasta convertirse en leyenda universal. Se apoya en reflexiones y teorías de la mano de ensayistas o filósofos, además de músicos, managers y demás entorno del artista que dijo, y dice como en Soy un truhán, soy un señor, que lo mejor de la vida después de tantos años sigue siendo las mujeres y el vino. Julio Iglesias, enclaustrado entre luces tenues, huyendo públicamente de la vejez, dijo una vez una frase que resume una biografía: “La vida ha sido generosísima conmigo, y la luz me ha dado en los ojos como a los conejos en la carreteras”.
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